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Authors: Brian Lumley

Vampiros (34 page)

BOOK: Vampiros
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Sería un salto de diez metros, posible únicamente si tomaba impulso a lo largo de la cornisa. Y mientras pensaba en esto, los otros lobos se internaron en las sombras y despejaron el camino. Él corrió hacia atrás, se volvió, tomó impulso y saltó… y se encontró en pleno salto con mi saeta, que le atravesó directamente el corazón. En el último aullido, chocó contra el borde de la sima y se hundió en el olvido. Y cuando volví a mirar arriba, toda la manada había desaparecido
.

De cualquier modo, yo sabía que el Ferenczy no se rendiría con tanta facilidad
.

Subí al parapeto y allí encontré jarras llenas de aceite y calderos colocados sobre unos soportes que podían inclinarse. Encendí fuego debajo de los calderos, los llené por la mitad de aceite y dejé que éste hirviese a fuego lento. Sólo entonces volví a la habitación cerrada
.

Al acercarme, vi que una mano delgada, femenina, se retorcía en el agujero de la puerta, desesperada por alcanzar la llave, que estaba en la cerradura. ¿Qué era? ¿Un prisionero? ¿Una mujer? Pero entonces recordé lo que había dicho el viejo Arvos sobre la servidumbre del Ferenczy: «¿Criados? ¿Siervos? No tiene ninguno. Tal vez una mujer o dos, pero ningún hombre». Al parecer, había aquí una contradicción. Si esa mujer era su sirvienta, ¿por qué estaba encerrada? ¿Para su seguridad, mientras hubiese un desconocido en la casa? No parecía probable, en una casa como aquélla
.

¿Para
mi
seguridad?

Un ojo me miró; oí una exclamación ahogada y la mano se retiró. Sin más dilaciones, hice girar la llave en la cerradura y abrí la puerta de una patada
.

Había dos mujeres, sí. Y habían debido de ser bastante guapas en sus buenos tiempos
.

«¿Quién… quién eres?», preguntó una, acercándose a mí, con una media sonrisa de curiosidad. «Faethor no nos dijo que había…»

Se acercó más y me miró, fascinada. La miré a mi vez. Estaba pálida como un fantasma, pero había fuego en los ojos hundidos. Recorrí la habitación con la mirada
.

El suelo estaba cubierto con una alfombra del país; tapices antiguos y raídos pendían de las paredes. Había literas y una mesa. Pero no ventanas, ni más luz que el resplandor amarillo de un candelabro de plata sobre la mesa. Una habitación sencilla, pero suntuosa en comparación con el resto de la casa. Y también segura
.

La segunda mujer estaba tumbada, voluptuosamente, en una de las literas. Me dirigió una mirada ardiente, pero no le hice caso. La primera se me acercó todavía más. La mantuve a raya con la punta de mi espada
.

«No te muevas, señora, ¡o te ensartaré aquí mismo!»

Se enfureció en un instante, me miró echando chispas por los ojos y silbó entre unos dientes como alfileres; y en ese momento, la segunda mujer se levantó de la cama como un gato. Se enfrentaron a mí, amenazadoras, pero las dos tenían miedo de mi espada
.

Entonces habló de nuevo la primera, y su voz era dura y fría como el hielo
.

«¿
Y Faethor? ¿Dónde está?»

«¿Vuestro amo?» Salí de espaldas por la puerta. Desde luego, eran vampiresas. «Se ha ido. Ahora tenéis un nuevo amo: ¡Yo!»

Sin previo aviso, la primera se lanzó contra mí. Dejé que se aproximase y le golpeé la sien con la empuñadura de la espada. Se derrumbó en mis brazos, la arrojé a un lado y cerré la puerta en las narices de la otra. La atranqué, la cerré con llave y guardé ésta en el bolsillo. La vampiresa atrapada silbó y rugió dentro de la habitación. Levanté a su aturdida hermana, la llevé a la mazmorra y la arrojé en el interior
.

Ehrig se acercó a rastras. De alguna manera, había conseguido quitarse la correa del cuello, que estaba blanco e hinchado y parecía como si alguien hubiese trazado una circunferencia en él con un cuchillo. De forma parecida, su nuca estaba abultada de una manera extraña, deformada como la de un fenómeno o de un cretino. Apenas si podía hablar, y sus modales eran infantiles, como los de los idiotas. Es posible que yo le hubiera estropeado el cerebro, y lo que tenía de vampiro no lo había curado aún
.

«¡Thibor!», farfulló, sorprendido. «¡Thibor, amigo mío! ¿Y el Ferenczy…? ¿Lo has matado?»

«¡Perro traidor!» Le di una patada. «Toma y diviértete con esto.»

Se arrojó sobre la mujer, que gemía en el suelo
.

«¡Me has perdonado!», gritó
.

«¡Ni ahora, ni nunca!», le respondí. «La dejo aquí porque está de sobra. Diviértete mientras puedas.»

Cuando atranqué la puerta, había empezado ya a arrancarse la sucia ropa, y también la de ella
.

Al subir la escalera de caracol, oí de nuevo a los lobos. Su canción tenía un tono triunfal. ¿Y ahora, qué?

Corrí como un loco a través del castillo. La maciza puerta del pie de la torre estaba bien cenada, y el pasadizo cubierto se había quemado y derrumbado: ¿por dónde trataría ahora de atacar Faethor? Llegué al parapeto… ¡con el tiempo justo!

El aire de encima del castillo estaba lleno de pequeños murciélagos. Los vi contra la luna, revoloteando a miles, y sus voces eran concertadas, estridentes, penetrantes. ¿Sería así como vendría el Ferenczy? ¿Como un gran murciélago, como una manta de carne caída de la noche para sofocarme? Me eché atrás y miré temeroso la bóveda del cielo nocturno. Pero no, no podía ser; su caída lo había lesionado gravemente y no estaría en condiciones de hacer grandes esfuerzos. Tenía que haber otro camino que yo no conocía aún
.

Prescindí de los murciélagos, que descendían en oleadas aunque sin acercarse tanto como para que pudiesen atacarme o cerrarme el paso, y me encaminé a mirar por encima de la muralla. No sé por qué lo hice, porque un simple hombre no habría podido escalar nunca unos muros tan verticales como aquéllos. ¡Pero qué imbécil era! ¡El Ferenczy no era un simple hombre!

Y allí estaba, pegado a la pared, subiendo con angustiosa lentitud, como un gran lagarto. Un lagarto, sí, pues sus manos y sus pies eran grandes como fuentes y se pegaban a la pared como ventosas. Horrorizado hasta la médula, agucé la mirada en la oscuridad. Él no me había visto aún. Gruñía en voz baja y el enorme disco de una mano produjo un sonido de aspiración cuando se separó de la pared para agarrarse más arriba. Sus dedos eran largos como puñales y palmeados. ¡Unas manos como aquéllas arrancarían la carne de los huesos de un hombre con la misma facilidad con que desplumarían una gallina!

Miré desesperado a mi alrededor. Los calderos de aceite hirviente estaban colocados en los sitios donde los extremos del gran salón se unían a las torres. Y era natural que fuese así, pues ¿quién supondría que un hombre podría trepar
debajo
del parapeto saledizo, con sólo el abismo y una muerte segura debajo de él?

Corrí hacia el caldero más próximo y apoyé las manos en el borde
. ¡Qué dolor!
El metal estaba caliente como el infierno
.

Me quité el cinturón del que pendía la espada y lo pasé por el marco del soporte; después lo arrastré hacia el lugar donde me hallaba antes. El aceite salpicó y mojó una de mis botas; una pata del soporte inclinado se introdujo en una tabla podrida y tuve que detenerme para sacarla de allí; todo el aparato saltó y chirrió a causa de la fricción, por lo que estuve seguro de que Faethor me había oído y había adivinado mis intenciones. Por fin situé el caldero en el lugar preciso
.

Me asomé temeroso por encima del parapeto… y una manaza como una ventosa pasó sobre el borde y no me dio en la cara por pocos centímetros; se agarró a la cima del muro
.

¡Cómo me atrafagué entonces! Me lancé sobre el mecanismo que inclinaba el caldero, hice girar furiosamente la manivela y vi que aquél se volcaba hacia la pared. Se derramó el aceite, cayó sobre el brasero encendido y se inflamó, lo mismo que mi bota. La cara del Ferenczy apareció sobre el borde del parapeto. Las llamas se reflejaron en sus ojos. Los dientes, de nuevo enteros, resplandecían como astillas blancas de hueso en su boca abierta, mientras la maldita lengua vibraba sobre ella
.

Estremecido, seguí girando la manivela. El caldero se inclinó y vertió un mar de aceite hirviente en su dirección
.

«¡No!» vociferó, y su voz sonó como una campana rota. «No, NO
, ¡NOOOOOO!»

El fuego azul y amarillo hizo caso omiso de aquel grito de terror. Se derramó sobre él y lo encendió como una antorcha. El apañó las manos de la pared y las alargó hacia mí, pero yo salté atrás y me puse fuera de su alcance. Entonces gritó de nuevo, se desprendió de la pared y cayó al abismo
.

Observé aquella bola de fuego sumiéndose en la oscuridad y convirtiéndola en día luminoso. El eco de su grito resonó durante largo rato. Sus innumerables murciélagos se lanzaron en tropel sobre él durante la caída y lo golpeaban con sus suaves cuerpos para apagar las llamas; pero la corriente de aire frustró su esfuerzo. Cayó como una antorcha, y su grito fue como una navaja herrumbrosa en las puntas de mis nervios. Incluso ardiendo, trató de adquirir la forma de un ala, y oí de nuevo aquel sonido desgarrador y crujiente. ¡Ay, qué dulce agonía debió de causarle
aquello,
con la piel rajándose en vez de estirarse, y el aceite hirviente introduciéndose por las grietas!

Aun así, lo consiguió a medias y empezó a deslizarse como antes y, como antes, chocó contra un árbol y cayó rodando entre los pinos hasta perderse de vista
.

Dejó unas cuantas chispas y pequeñas llamas volando sin rumbo en el aire, numerosos murciélagos chamuscados delante de la luna y un olor persistente a carne quemada. Y eso fue todo
.

Yo no estaba convencido de que hubiese muerto, pero sí de que no volvería aquella noche. Había llegado el momento de celebrar mi triunfo
.

Apagué el fuego que había prendido en la madera seca, apagué también los braseros ardientes y me dirigí cansadamente a las habitaciones de Faethor. Allí había buen vino, que sorbí primero con cautela y engullí después a grandes tragos. Espeté faisanes, partí una cebolla, mordisqueé pan seco y bebí vino hasta que las aves estuvieron bien asadas. Y entonces cené como un príncipe. Sí, fue una buena cena, la primera desde hacía mucho tiempo, y sin embargo… faltaba algo. No sabía exactamente qué. Estúpido de mí, todavía me consideraba un hombre. Aunque en otros aspectos, ¡
era
todavía un hombre!

Tomé una jarra de piedra llena del mejor vino y me dirigí, ya tambaleante, en busca de la dama de la habitación cerrada. Ella no deseaba recibirme, pero yo no estaba para discusiones. La poseí una y otra vez; la penetré de todas las maneras que pude imaginar. Sólo cuando estuvo agotada y se durmió, me dormí yo también
.

Y así, el castillo de Faethor Ferenczy se convirtió en mi castillo

Capítulo 10

La aureola de fuego azul de Harry Keogh brillaba en el claro de bosque inmóvil sobre el arruinado mausoleo de Thibor; su mente incorpórea registraba el paso del tiempo. En el continuo de Möbius, el tiempo era un concepto que casi no significaba nada; pero aquí, en las primeras y bajas estribaciones de los Cárpatos Meridionales, era muy real, y el vampiro muerto todavía no había acabado de contar su historia. La parte importante, para Harry, para Alec Kyle y para INTPES, no había llegado todavía; pero Harry comprendió que no debía pedir directamente la información que deseaba. Podía, solamente, incitar a Thibor a llegar a su amargo fin.

Prosigue
, lo apremió, cuando la pausa del vampiro amenazó con alargarse de modo indefinido.

¿Qué? ¿Proseguir?
Thibor pareció ligeramente sorprendido.
¿Qué más he de contar? Mi historia se ha acabado
.

Sin embargo, me gustaría saber algo más. ¿Te quedaste en el castillo, tal como había ordenado Faethor, o regresaste a Kiev? ¿Terminaste tus días aquí, en Valaquia, en estos montes cruciformes? ¿Cómo sucedió?

Thibor suspiró.

Creo que ha llegado el momento de que tú me digas algunas cosas. Hicimos un trato, Harry
.

¡Ya te lo advertí, Harry Keogh!
, dijo el espíritu de Boris Dragosani, más avisado que el de Thibor.
Nunca hagas tratos con un vampiro. Pues siempre saldrá ganando el diablo

Harry sabía que Dragosani tenía razón. Conocía de buena tinta la astucia de Thibor; se necesitaba mucha para derrotar a Faethor Ferenczy.

Un trato es un trato
, dijo.
Cuando Thibor se haya explicado, también lo haré yo. Y ahora, Thibor, sepamos el resto de la historia
.

Está bien
, dijo él.
Esto es lo que sucedió

Algo me despertó. Creí oír un ruido como de madera al desgajarse. Estaba aturdido por los excesos de la noche (todos los excesos de la noche, de los que la lucha con Faethor había sido solamente el primero), pero sin embargo me despabilé. Yacía desnudo en el lecho de la dama, cuando ella, que estaba junto a la puerta cerrada, se acercó. Sonreía de un modo extraño y tenía las manos cruzadas detrás de la espalda. Mi turbia mente no vio nada que temer. Si la mujer hubiese pretendido escapar, habría podido quitarme fácilmente la llave del bolsillo. Pero, cuando iba a sentarme, su expresión cambió, cargándose de odio y de lascivia. No la lascivia humana de la noche pasada, sino la inhumana propia de los vampiros. Descubría las manos y, en una de ellas, llevaba una astilla de roble arrancada del agujero de la puerta. ¡Un afilado cuchillo de madera dura!

«No clavarás ninguna estaca en mi corazón, señora», le dije, y le arranqué la astilla de la mano antes de darle un fuerte empujón
.

Mientras ella silbaba y gruñía en un rincón, me vestí, salí y cerré la puerta con llave. Debía tener más cuidado en lo sucesivo. Ella habría podido salir sin problemas y abrir la puerta del castillo para que entrase Faethor,…, si aún vivía… Era obvio que había tenido más interés en liquidarme a mí que en cuidar de él. Podía haber sido su amo, ¡pero esto no quería decir que le gustase! Comprobé la segundad del castillo. Todo estaba como antes. Me asomé para mirar a Ehrig y a la otra mujer. Al principio creí que se estaban peleando, pero no era así
.

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