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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (15 page)

BOOK: Viaje alucinante
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–A partir de ahora, no volveremos a intentar persuadirlo. Puede cenar tranquilo. Puede contemplar nuestros programas de holovisión si así lo desea, ver libros, pensar, dormir. Arkady le acompañará al hotel; si le quedan más preguntas por hacer no tiene más que preguntárselas a él.

Morrison asintió con la cabeza.

–Y recuerde, Albert, mañana por la mañana debe darnos a conocer su decisión.

–Lo haré ahora mismo. No cambiaré.

–No, la decisión debe ser que nos ayudará y se unirá a nosotros. Procure llegar a esta decisión, porque debe venir, y resultará más fácil para todos si lo hace alegre y voluntariamente.

La cena resultó tranquila y pensativa para Morrison y no muy pesada..., porque se encontró con que apenas tenía hambre. En cambio, a Dezhnev no parecía afectarle su desgana. Comió vorazmente y habló sin parar, contándole lo que parecía ser una larga lista de historias divertidas, en todas las que su padre parecía tener el papel principal. Parecía claramente encantado de experimentarlas con un oyente nuevo.

Morrison sonrió levemente al oír una o dos de ellas, pero más porque notaba que la voz del otro variaba al decir ciertas palabras, que por sentir el menor interés en ellas.

Valeri Paleron, la camarera que les había servido el desayuno, seguía allí para la cena. Una jornada muy larga, pero, o bien ésta se reflejaba en su sueldo o lo exigían sus obligaciones extracurriculares. En cualquiera de los casos, miraba airadamente a Dezhnev cada vez que se acercaba a la mesa, tal vez, pensó Morrison, porque le disgustaban sus historias, que tendían a ser poco respetuosas con el régimen soviético.

Tampoco Morrison disfrutaba con sus propios pensamientos. Ahora que empezaba a considerar la remota posibilidad de alejarse de la Gruta, de Malenkigrad, de la Unión Soviética, empezaba a experimentar una perversa decepción por lo que podía perderse. Se encontró soñando despierto con el asunto de la miniaturización, en que con ello podría demostrar el valor de sus teorías, triunfar sobre los pobres imbéciles que le habían rechazado sin más.

Reconoció el hecho de que, entre todos los argumentos esgrimidos por Boranova, sólo lo había impresionado el personal. Cualquier alusión al mayor bien de la Ciencia, o de la Humanidad, o de su nación o ésta, era sólo retórica. Su propio lugar en la Ciencia era algo más. Y
eso
era lo que se revolvía dentro de él.

Cuando la camarada pasó junto a la mesa, se decidió a decirle:

–¿Cuánto tiempo más debe quedarse aquí, camarera?

Lo miró sin el menor afecto:

–Hasta que ustedes dos, grandes duques, se decidan a largarse.

–No hay prisa –contemporizó Dezhnev, apurando su copa. Su voz empezaba a ser pastosa y su rostro a congestionarse.

–Me gusta tanto la camarada camarera que me quedaría aquí tanto tiempo como dura el curso del Volga, para poder contemplarla.

–Siempre y cuando no tenga que contemplarlo yo –masculló Paleron.

Morrison llenó la copa de Dezhnev y preguntó:

–¿Qué opina de la señora Boranova?

Dezhnev puso ojos de lechuza para contemplar su copa, pero no hizo el gesto de levantarla. Con un esfuerzo por hablar con gravedad, respondió:

–No es una científica de primera clase, me han dicho, pero sí una excelente administradora. Es aguda, rápida en sus decisiones, y absolutamente incorr...corruptible. Una pesada, digo yo. Si un administrador es incorr..., demasiado honrado, hace la vida imposible de mil pequeñas maneras. Es una incondicional, también, de Shapirov y lo considera incorr..., no, incompren..., no, incontrovertible. Eso es.

Morrison no estaba seguro del valor de la palabra rusa.

–¿Quiere decir que cree que siempre tiene razón?

–Exactamente. Si él dice que sabe cómo hacer más barata la miniaturización, está segura de que puede hacerlo. Yuri Konev también está seguro. Es otro de los adoradores. Pero es Bora..., Boranova quien lo mandará a usted al cerebro de Shapirov. De un modo u otro, pero lo mandará. Tiene sus métodos. En cuanto a Yuri, ese jovenzuelo, es el verdadero científico del grupo. Muy brillante. –Dezhnev movió la cabeza y sorbió su copa recién llenada.

–Me interesa Yuri Konev –observó Morrison, siguiendo con la mirada el trayecto de la copa–, y también la joven Sofía Kaliinin.

Dezhnev, con una mirada cargada de intención, dijo:

–Una buena pieza. –Pero moviendo la cabeza apesadumbrado, añadió–: Pero no tiene sentido del humor.

–Está casada, ¿no?

Dezhnev sacudió más violentamente la cabeza de lo que parecía preciso.

–No.

–Dijo que tenía un niño.

–Sí, una niña, pero la firma en el libro-registro de matrimonios no es lo que deja a una embarazada. Es el juego en la cama. Casada o no.

–¿Acaso el puritano Gobierno soviético no lo aprueba?

–No, pero creo que jamás se le pidió la aprobación. –Y se echó a reír–. Además, como científica de Malenkigrad tiene dis... dispensa especial. El Gobierno mira hacia otro lado.

–Pero, me llama la atención que Sofía esté tan interesada por Yuri Konev.

–Conque también se ha dado cuenta, ¿eh? No hace falta ser muy listo. Está tan interesada que ha dejado bien claro que su hija es el resultado de la colaboración de Yuri en los juegos que mencioné.

–¿Sí?

–Pero él lo niega. Y con todas sus fuerzas. Creo que es bastante irónico que él se vea obligado a trabajar con ella. No se puede excluir del proyecto ni a uno ni a otro, y lo que puede hacer es tan sólo pretender que ella no existe.

–Observé que él nunca la mira, pero debieron ser buenos amigos en tiempos.

–Muy amigos..., si la creemos a ella. Si ocurrió así, fueron muy discretos. Pero, ¿qué importa ahora? Ella no lo necesita para mantener a la niña. Su sueldo es grande y en el centro-parvulario se ocupan de la niña con cariño mientras la madre trabaja. Para ella es sólo una cuestión de emoción.

–Me pregunto por qué se habrán separado.

–Quién sabe. Los amantes se toman muy en serio sus disputas. Yo mismo he evitado enamorarme..., por lo menos poéticamente. Si me gusta una chica, juego con ella. Si me canso, la dejo. He tenido la suerte de que las mujeres que he conocido son tan prag...pragmáticas..., ¿no le parece una palabra estupenda...?, como yo, y no causan problemas. Como solía decir mi padre: «Una mujer que no molesta, no tiene defectos» A veces, se lo digo sinceramente, ellas se cansan de mí antes que yo de ellas. Bien, ¿y qué? Una chica que se cansa de mí, no me sirve, y al fin y al cabo, hay otras.

–Supongo que Yuri debe ser así, ¿no cree?

Dezhnev había vuelto a vaciar su copa pero alargó la mano cuando Morrison inició el gesto de llenársela.

–¡Basta! ¡Basta!

–Nunca basta –dijo tranquilamente Morrison–. Me estaba hablando de Yuri.

–¿Y qué puedo decirle? Yuri no es un hombre que revolotee de mujer en mujer, pero he oído decir... –Miró con ojos nublados a Morrison–. Ya sabe lo que uno oye decir..., uno cuenta a otro, que se lo dice a otro, y ¿quién puede saber si lo que sale de la chimenea es lo mismo que metieron por ella? Pero he oído que cuando Yuri se educó, occidentalmente, en los Estados Unidos, conoció a una americana. La
Belle Americaine
entró, y la pequeña Sofía soviética, salió. A lo mejor ocurrió así. Quizá regresó cambiado, y quizás aún soñaba en su amor perdido al otro lado del mar.

–¿Y por eso Sofía está tan en contra de los americanos?

Dezhnev contempló el vaso de vodka y sorbió un poquito.

–A nuestra Sofía nunca le han gustado los americanos. Y no debe sorprendernos. –Se inclinó hacia Morrison, su aliento estaba cargado de comida y alcohol–. Los americanos son gente que no se hace querer..., si me permite decírselo sin que se ofenda.

–No me ofendo –le aseguró Morrison, mientras contemplaba cómo la cabeza de Dezhnev se iba inclinando hasta descansar, al fin, sobre su brazo derecho. Su respiración se hizo fuerte como un ronquido.

Morrison lo contempló por espacio de unos minutos; luego levantó la mano y llamó a la camarera, la cual se le acercó al instante, cimbreando las caderas. Contempló al inconsciente Dezhnev con verdadero asco y preguntó:

–¿Qué, quiere que traiga unas pinzas grandes y las utilice para llevar a nuestro príncipe de aquí a la cama?

–Aún no, Miss Paleron. Como ya sabe, soy americano.

–Como todo el mundo sabe. No tiene más que decir tres palabras y todas las mesas y las sillas de este comedor, se miran y dicen: un americano.

A Morrison le disgustó. Siempre se había sentido muy orgulloso de la pureza de su ruso y ésta era la segunda vez que la mujer se burlaba de él.

–No obstante –dijo–, me han traído aquí a la fuerza, contra mi voluntad. Creo, además, que se hizo sin el conocimiento del Gobierno soviético, que no lo hubiera aprobado y lo hubiese evitado de haberlo sabido. La gente de aquí, la doctora Boranova a quien usted llamó
la Zarina,
ha obrado por su cuenta. Habría que informar de ello al Gobierno para que actúe rápidamente y me devuelva a los Estados Unidos, evitando así un incidente internacional que nadie desea. ¿No está de acuerdo?

La camarera apoyó los puños en las caderas y respondió:

–¿Y qué puede importar a nadie de aquí o de los Estados Unidos que yo esté o no de acuerdo? ¿Acaso soy un diplomático? ¿O soy la reencarnación del zar Pedro
el Gran Bebedor!

–Usted puede hacer –insistió Morrison, repentinamente dubitativo– que el Gobierno se entere. En seguida.

–¿Qué es lo que usted cree, americano? ¿Que sólo tengo que contárselo a mi amante, que está en el Presidium, y todo se arreglará para usted? ¿Qué tengo yo que ver con el Gobierno? Y lo que es más, y se lo digo en serio, camarada extranjero, no quiero que vuelva a hablarme así, nunca más. Muchos ciudadanos, buenos y leales ciudadanos, se han visto comprometidos sin esperanza por extranjeros habladores. Por supuesto, informaré de ello en seguida a la camarada Boranova y ella se preocupará de que no vuelva usted a insultarme así.

Dio media vuelta, furiosa y Morrison se la quedó mirando consternado. Y entonces se llevó el gran sobresalto al oír la voz de Dezhnev que le decía:

–Albert, Albert, ¿está satisfecho, hijo mío?

Dezhnev había levantado la cabeza de su brazo y aunque sus ojos estaban algo inyectados en sangre, su voz había perdido toda pastosidad.

–Me pregunté por qué tenía tal empeño en ir llenando mi copa, así que hablé algo y me dejé caer dormido. Ha sido todo muy interesante.

–¿No está borracho? –exclamó Morrison contemplándolo estupefacto.

–A veces he estado más sobrio, pero ni estuve ni estoy privado de conocimiento. Ustedes, los no bebedores, tienen una idea exagerada de la velocidad con que un perfecto ciudadano soviético pierde el sentido por la bebida..., lo que demuestra lo peligroso que es no ser bebedor.

Morrison se encontraba aún en un estado de total incredulidad ante el fracaso con la camarera que se negaba a colaborar.

–Pero usted me dijo que era una agente de Inteligencia.

–¿Se lo dije? –Dezhnev se encogió de hombros–. Creo que le dije que sospechaba que pudiera serlo, pero las sospechas son a veces erróneas. Además, me conoce mejor que usted, mi pequeño Albert, probablemente sabía que yo no estaba borracho. Le apuesto diez rublos contra un kopek que sabía que yo estaba escuchando con los dos oídos. ¿Qué quería que le dijera ella, dadas las circunstancias?

–En todo caso –dijo Morrison envalentonándose– se habrá enterado de lo que he dicho y pese a todo informará a su Gobierno del estado de cosas. Su Gobierno, para evitar un incidente internacional, ordenará que se me ponga en libertad, probablemente pidiéndome excusas, y ustedes tendrán mucho que explicar. Mejor será que me deje libre y me devuelva a los Estados Unidos por su cuenta.

Dezhnev se echó a reír.

–Pierde usted el tiempo, mi listo intrigantón. Tiene una noción excesivamente romántica de nuestro Gobierno. Es concebible que estén dispuestos a dejarlo ir algún día, descontando el posible malestar, pero no antes de haberlo miniaturizado y...

–No creo que nadie con autoridad sepa que me secuestraron. Cuando lo sepan, no creo que lo aprueben.

–Tal vez no lo saben y rechinarán los dientes cuando se enteren..., pero ¿qué pueden hacer? El Gobierno ha invertido demasiado dinero en el proyecto para dejarlo que se vaya antes de que haya tenido su oportunidad de demostrar lo práctico que puede ser, a fin de que rinda con creces todo lo invertido en él..., y más. ¿Qué? ¿Le parece lógico?

–No, porque no voy a ayudarlos. –El corazón le dio un vuelco otra vez–. No dejaré que me miniaturicen.

–Esto es asunto de Natasha. Estará furiosa con usted, ¿sabe? Y no tendrá piedad. ¿Se da cuenta de que usted ha intentado desconsideradamente, que todos los del proyecto cayeran en desgracia, que a alguno de nosotros lo apartaran..., o algo peor? Y esto, después de haberlo tratado con toda consideración y amabilidad.

–Me secuestraron.

–Incluso eso se hizo con toda consideración y amabilidad. ¿Le hicieron algún daño? ¿Le maltrataron? En cambio usted ha tratado de hacernos daño. Natasha se lo hará pagar.

–¿Cómo? ¿Por la fuerza? ¿Torturándome? ¿Drogándome?

Dezhnev elevó los ojos al techo:

–Qué poco conoce a nuestra Natasha. No hace ninguna de estas cosas. Yo lo haría, pero ella no. Es tan tierna como usted, mi malvado Albert..., pero a su modo. Sin embargo, lo forzará a unirse a nosotros.

–¿Sí? ¿Cómo?

–No lo sé. Nunca he llegado a saber cómo lo hace. Pero lo consigue. Ya lo verá. –Su sonrisa se hizo algo semejante a la de un lobo. Y cuando Morrison la vio, llegó finalmente a la conclusión de que no tenía escapatoria.

A la mañana siguiente Morrison y Dezhnev regresaron a la Gruta. Entraron en un gran despacho sin ventanas que Morrison no había visto nunca. Era obvio que no se trataba del de Boranova y era muy imponente, como lo es todo lo ostentoso y grande.

Boranova estaba sentada detrás de un gran escritorio y detrás de ella, en la pared, estaba el retrato del Presidente soviético, con expresión grave. En una esquina, a su izquierda, había una acuarela y a su derecha una vitrina para microfilmes. Sobre la mesa, un pequeño procesador de palabras. Eso era todo. Por lo demás, la habitación estaba vacía.

Dezhnev anunció:

–Como ve, se lo he traído. Este maligno individuo trató de servirse de la encantadora Paleron para lograr huir intrigando con el Gobierno a espaldas nuestras.

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