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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (2 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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Como consecuencia de esta época, Madelaine archivó en su memoria su propia imagen, asomada por la reja del salón, esperando que en cualquier momento apareciera su madre; también el recuerdo de los innumerables dibujos de los cachorrillos para cuando volviera mientras las tías, en silencio, pasaban horas y horas limpiando la plata que atestaba la casa de brillos extremeños. Rosario y Clara solo tenían una cosa en común: un afán obsesivo por la limpieza. Pero lo más chocante de aquella etapa fue que sus tías ya nunca más volvieron a dirigirse la palabra. Si tenían algo que decirse le pedían a Madelaine que se lo comunicara a la otra, incluso estando ambas en la misma estancia. Madelaine lo tomó como un juego que nunca terminaría y aprendió a vivirlo con naturalidad. Meses después de la desaparición de su madre, Madelaine recibiría la noticia de que no volvería. Fue la tía Clara quien se lo comunicó, explicándole esta vez que no debía preocuparse porque algún día se reuniría con ella en el cielo. La niña no volvió a acercarse a la ventana del salón.

Madelaine era, por testamento, dueña de la casa palacio y de varias fincas por la zona, que tenían alquiladas para la explotación del alcornoque y la ganadería, pero los estudios de Medicina la habían obligado a trasladarse a la Universidad de Navarra. Sus tías habían convenido en quedarse a vivir allí hasta el día de su muerte, tal y como era su deseo. Madelaine, que no sentía por aquella casa más que una desagradable desazón, conseguía así que no quedara deshabitada y en ruinas. Vender no era una opción. La casa, le gustara o no, era parte de ella, de quién era ella, como se encargaban de recordarle constantemente sus tías, cada una a su manera. Al terminar los estudios, Madelaine pudo haber regresado e incluso haber obtenido plaza de médica en la localidad, pero se esforzó por mantenerse alejada de San Gabriel y siempre encontró excusas profesionales para justificar su ausencia. Gracias a su impecable expediente académico, no le resultó difícil sacar la oposición de médica de familia en Olite. Deseaba pasar un tiempo en aquella tierra de la Navarra media, lejos de la serranía onubense.

Hacía apenas un mes, Madelaine había cumplido treinta y seis años, una edad peligrosa en la que una mujer que no ha empezado a saborear al menos una parte de sus sueños corre el peligro de convertirse en una escéptica. Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en ello. Treinta y seis años y ¿qué más?, pensó en aquel preciso instante. ¿Qué más ha pasado en mi vida?, se preguntó. Mucho más. Ella estaba llena de experiencias. Había madurado mucho. Pero se sentía vacía. En parte por la tristeza que la embargaba en aquel momento. Nadie quiso a Rosario como ella, o eso es lo que ella hubiera jurado, metida como se encontraba en su verdad, en su historia, en la que le habían contado, en la que ella había vivido. Madelaine recorrió con sus dedos el nombre de su tía sobre la lápida.

1972, algún lugar de Venezuela

A solas, en la madrugada de su austera habitación, con el canto de los guacamayos que despiertan entre la exuberante vegetación tan diferente de la de su tierra, Rosario borda una hermosa M sobre una toalla blanca de infante con puntillas de piqué. En ella vuelca todo su amor, puro y desinteresado, el que siente por la madre y el que sentirá por la niña que va a nacer. Sin embargo, ya sabe que su amor no será suficiente. Tampoco el de Inmaculada. Rosario conoce bien de lo que no es capaz una madre que ha sido abducida por la infelicidad. Por eso, ha recurrido a la magia que recorre sus venas y que lleva años intentando olvidar. Ahora, mientras da las últimas puntadas a la letra M, murmura un hechizo que proteja a la niña para siempre de la soledad. El primer beso de su madre las unirá por siempre jamás. Así debe ser.

—¿Qué haces aquí?

Madelaine se volvió sobresaltada. Una anciana de negro riguroso, moño blanquísimo bajo la nuca y rictus amargado, la miraba con desconfianza.

—¿Que qué hago aquí? No sé. Esperando a que pase algo, que la tía se levante de la tumba y me dé algún tipo de explicación, por ejemplo. No entiendo por qué tenía que morirse justo ahora.

—Bueno, ahora parece un buen momento para morirse. Ahora mejor que luego. Siempre fue la más afortunada. De eso no hay duda.

—Lo dirás de broma, tía Clara.

—¿Tengo cara de bromear? No, no te molestes en responder. Deberías estar satisfecha de que me haya encargado de todo. Tú nunca has sido buena para ponerte manos a la obra. Seguro que yo no tengo la suerte de que alguien me encargue una lápida como es debido —suspiró aquella mujer enjuta y consumida, de verbo fácil, a la que solo mantenían en pie sus odios secretos y una secreta cuenta pendiente.

—Ay, tía, qué tonterías dices. No te preocupes, que si mueres antes que yo, me encargaré de que se haga todo a tu gusto. Dime, ¿de qué color quieres la lápida?

—Mármol macael, por supuesto —respondió Clara con premura.

—¿Blanco? —preguntó su sobrina sorprendida, pues sabía que el mármol blanco en San Gabriel se dejaba para niños y monjas—. ¿Quieres mármol blanco sobre tu tumba?

—Sí, es el color más apropiado para una mujer clara como yo —respondió la tía haciendo un juego de palabras que Madeleine no supo si tomar con segundas—. No pude llevar un vestido blanco, es verdad, pero la vida me lo debe.

Eso no iba a juzgarlo ella, pero Madelaine pensó que quizá había llegado el momento de que se aclararan sus dudas. Cualquier día la tía Clara se moriría también y entonces ¿qué iba a pasar? Se quedaría totalmente sola. ¿Cómo podría entonces averiguar qué había pasado con Olivia? ¿Por qué su abuela, como en la mejor tradición estalinista, había sido borrada de la historia de la familia?

La tía Clara aprovechó el momento de silencio para mostrarse dolida.

—Así que has preferido venir a sentarte sobre una lápida antes que verme a mí. Hay cosas que no cambian. Rosario siempre fue tu preferida.

Madelaine esbozó una media sonrisa. Los celos se habían acrecentado con el paso de los años en aquella mujer de ojos extremadamente vivos sobre un rostro al que hacía tiempo perseguía la muerte.

—Vamos, tía, no seas tonta. He venido aquí primero porque si pasaba por casa se me iba a hacer tarde para subir.

La tía Clara no estaba convencida con la explicación pero tampoco tenía hoy ganas de discutir. Hacía mucho calor. Sentía la boca pastosa y había olvidado su inseparable botellita de agua. Cuando la muerte persigue a los viejos, empieza por beberse el agua de su cuerpo. La tía Clara luchaba contra su acérrimo enemigo, si no el peor, sí el único que sabía terminaría ganando la batalla. Estiró su mano esquelética y la puso sobre la de Madelaine. Por un instante pareció que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Perdona. No quería molestarte. Estaba deseando verte, eso es todo. Solo soy una vieja que se ha quedado sola. No quiero quedarme sola, Madelaine.

La tía Clara procuraba dar pena. Era una experta manipuladora pero, a sus años, y en su situación, no necesitaba esforzarse demasiado. Madelaine apretó su mano en un intento por mostrar afecto, compasión, o, al menos, cercanía. Su tía Clara siempre le había inspirado temor. Parecía tener «cosas» ocultas en su cabeza, pensamientos indescifrables para Madelaine, que, con el tiempo, llegó a pensar quizá eran igual de indescifrables para la propia Clara. Prefería creerlo así. No querría enterarse de que su tía era un ser malvado pues sabía que adoraba a su única sobrina. A pesar de su dureza y excesiva disciplina, había hecho sorprendentes sacrificios por ella. Como cuando cogió la viruela y, a pesar de no haber pasado Clara la enfermedad, la cuidó con abnegación hasta que se repuso. Tampoco olvidaba Madelaine aquellas largas noches que había dedicado a confeccionarle un traje nuevo o, cuando cumplió los dieciséis años, la paciencia y el interés que se tomó para que conociera el manejo de sus interminables propiedades. Un interés inversamente proporcional al de su sobrina como pronto se puso de manifiesto. Madelaine insistió enseguida en que su tía continuara al frente del patrimonio. Era una gran administradora, no muy querida y, a menudo, excesivamente dura, es verdad, pero siempre eficiente con los intereses de la familia Martínez Durango.

—No estás sola. Me tienes a mí.

—Tú estás lejos y, además, para qué engañarnos, a ti nunca te he tenido, Madelaine —respondió la tía Clara con frialdad.

Madelaine la miró sorprendida con la desnudez de la afirmación, profundamente cierta, como ellas dos sabían.

—Bueno, tía. Tú eres la que no se quiere ir, la que no quiere que nadie la ayude. Te he pedido cientos de veces que dejes que alguien se quede contigo en la casa y te niegas. Incluso te invité al morir la tía Rosario para que vinieras a vivir conmigo.

Cierto. Lo había hecho muy a su pesar, pues siempre tuvo miedo de que su tía Clara aceptara la oferta. Lo hizo porque creía que era su deber. Por suerte, la tía Clara estaba demasiado apegada a aquella tierra y el solo pensamiento de viajar al norte se le hacía el peor de los finales. La tía Clara hizo un gesto de aburrimiento con la mano para que callara.

—No te excuses, hija. Yo sé que eres un espíritu libre —afirmó con un deje de amargura.

—Por lo menos lo intento con todas mis fuerzas. ¿Quién quiere ser otra cosa? No estás al día, tía. ¿Sabes que la gente se pasa la vida comprando libros de autoayuda y leyendo revistas para aprender a ser libre de verdad, libre de prejuicios, de ideas preconcebidas, para aprender a desatarse de bienes materiales?

No. La tía Clara no sabía nada de todo aquello. El mundo fuera de sus dominios le importaba un bledo. A ella le gustaba alardear de que solo en contadas ocasiones había pisado una tierra que no fuera propiedad de la familia, aparte del pueblo, claro, aunque, reconociendo que la mayoría de sus habitantes trabajaban para ellos, también este podría considerarse de su propiedad. A Sevilla había acudido cuando se hallaban metidos de lleno en un pleito que requería su presencia inexcusable. Y a Madrid, que le pareció una urbe sucia y hedionda de tráfico abominable, tuvo que viajar en una ocasión para hacer una reclamación en el ministerio por un asunto de vacas tuberculosas que les había costado millones. Quiso decirle a su sobrina que sus palabras le recordaban a Olivia, al egoísmo de una mujer que ella había sido incapaz de considerar su madre.

—Hay cosas más importantes que la dichosa libertad, Madelaine. Mucho más hermosas. En verdad son las únicas que perduran. La sangre viva de los Martínez Durango no puede abandonar esta tierra —farfulló la tía Clara para sí malhumorada—. Es una pena que no hayamos sabido inculcarte lo que eso significa.

Madelaine sabía que su tía había hecho todos los esfuerzos posibles por retenerla, aunque, ahora se daba cuenta, nunca se lo había dicho así, tan a las claras. Se encontraban en la zona más alta del pequeño cementerio. Desde allí se divisaban unas hermosas vistas del pueblo y de la serranía. Los colores se disolvían tocados por la hora mágica, esa que hace callar a los corazones más inquietos e impregna la serenidad de una melancolía incluso no vivida. El santuario de la familia era un recinto enrejado donde yacían los ilustres de los últimos ciento veinte años. De niña, Madelaine había preguntado a sus tías por los anteriores, los que no estaban allí enterrados. La tía Clara le había respondido muy cortante que allí solo estaban los que se lo habían ganado. ¿Y cómo se juzgaba eso? Por lo que habían conseguido, respondió la tía Clara. Ella pensó para sí que debería tener cuidado para no ganarse un nicho en aquel lugar. El descanso eterno junto a personas que sí, serían de su familia, pero no conocía de nada, le causaba un terrible desasosiego, por mucho que allí se encontraran sus padres, abuelos, tíos abuelos y tatarabuelos. Bueno, al menos ahora ya había un familiar al que Madelaine sí quería: Rosario. El recuerdo de su madre quedaba demasiado lejano y estaba plagado de sentimientos confusos y contradictorios.

—¿Y Olivia?

—¿Mi madre? —se sobresaltó la tía Clara. La pregunta la cogió desprevenida.

—Sí, tu madre. La abuela Olivia —repitió Madelaine.

—Ella no quiso ser enterrada aquí. Prefirió ser incinerada —replicó muy seca, dando el tema por concluido.

Pero su sobrina ya no era una jovencita que evitara conflictos. Los años habían empezado a insuflar seguridad bajo la dermis de niña descalza de afectos transparentes.

—Muy moderno —comentó Madelaine—. ¿Y a ti te pareció bien?

—A mí la incineración me parece propio de gente sin posibles, de don nadies sin familia, pero, en su momento, me pareció adecuado. Ella siempre hizo lo que le dio la gana.

La tía Clara se volvió hacia la tumba de su querido hermano Rodrigo, de mármol travertino con unas extrañas vetas rojizas. Adyacente había un nicho preparado para albergar su propio cuerpo, según ella misma había dispuesto. Se frotó las manos como si tuviera frío repentinamente. Su sobrina por fin estaba de vuelta. Y en esta ocasión iba a hacerle comprender de una vez por todas lo que significaba ser una Martínez Durango. No iba a fallar. No podía. Quizá fuera su última posibilidad y su única razón de vivir.

Madelaine suspiró con intención y se volvió hacia el florido y cuidado cementerio. Los colores de las flores y coronas armonizaban con una perfección tal que no podía ser producto del azar, entre los reflejos de las lápidas más bruñidas. Crisantemos blancos, amarillos, incluso fucsias. Rosas, margaritas, begonias... A pesar de las críticas de los más conservadores, Pepe el Larguillo había reinterpretado la tradición uniforme del cementerio de San Gabriel. Una dama de noche junto a la tapia empezaba a liberar su envolvente perfume, que, en pocas horas, se desplegaría con total impunidad sobre el inconmovible camposanto.

—La tía Rosario siempre quiso descansar aquí. Sigue siendo el cementerio más colorido de la zona. No se atrevió en vida pero encuentro cierta justicia divina en que sus restos descansen entre colores. Le pega, ¿no te parece?

—A una vieja nunca le «pegan» los colores. Es ridículo. Alguien debería decirle algo a ese mariquita.

Madelaine se volvió hacia Clara con disgusto. Le molestaba ese modo de hablar de su tía.

—Ya no se dice eso, tía.

—¿Qué?

—Mariquita. Es despectivo. Lo correcto es usar los términos «homosexual» o «gay».

—Vamos, no me hagas reír. Pepe es mariquita, y siempre será mariquita. Y la culpa de que nuestra familia yazca en medio de este arcoíris de mal gusto es mía por financiar los delirios de ese idiota.

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