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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (10 page)

BOOK: Waylander
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Tenía más de diez pies de profundidad.

El sacerdote regresó al cielo nocturno y se dirigió hacia el este, a la frontera de Lentria, donde aguardaba un ejército vagriano. Las fuerzas lentrianas, apenas dos mil hombres, acampaban a una milla, esperando la invasión con ánimo sombrío. Se trasladó hacia el norte, siguiendo la línea de la costa, hasta que llegó a los valles orientales y por fin a la ciudadela marítima de Purdol. La batalla por Purdol seguía librándose a la luz de las antorchas. La flota drenai estaba hundida en la bocana del puerto y el ejército vagriano acampaba en la zona de los muelles. La fortaleza de Purdol, guarnecida con seis mil guerreros drenai, intentaba rechazar a una fuerza vagriana de más de cuarenta mil efectivos comandados por Kaem, el Príncipe de la Guerra.

Allí, por primera vez, los vagrianos sufrían un revés.

Al no tener máquinas de asedio, no podían abatir las murallas de treinta y cuatro pies de espesor; sólo contaban con escalas y cuerdas. Morían a miles.

Dardalion se remontó en dirección al oeste hasta llegar a Skultik, el bosque de tenebrosa leyenda. Era inmenso: miles de millas cuadradas de árboles, claros, colinas y valles. En el bosque se habían construido tres poblados, uno de los cuales casi alcanzaba la categoría de ciudad: Tonis, Preafa y Skarta. Dardalion voló hacia este último.

Allí estaba acampado Egel con cuatro mil guerreros de la Legión. Al acercarse al claro, Dardalion sintió la presencia de otra mente y sus espadas lanzaron un destello. Ante él flotaba un hombre delgado con las vestiduras azules de los sacerdotes de la Fuente.

—No pases —dijo el hombre con calma.

—Si tú lo dices, hermano… —contestó Dardalion.

—¿Quién eres para llamarme hermano?

—Soy sacerdote, como tú.

—¿Sacerdote de qué?

—De la Fuente.

—¿Un sacerdote con espada? No lo creo. Si tienes que matarme, hazlo.

—No estoy aquí para matarte. Te he dicho la verdad.

—Entonces ¿eras sacerdote?

—Soy sacerdote.

—Percibo en ti la muerte. Has matado.

—Sí. A un ser malvado.

—¿Quién eres para juzgar?

—No lo juzgué yo, sino sus actos. ¿Qué haces aquí?

—Estamos vigilando.

—¿Estamos?

—Mis hermanos y yo. Informaremos a lord Egel cuando el enemigo se aproxime.

—¿Cuántos sois?

—Casi doscientos. Éramos trescientos siete al comienzo. Ciento doce se han unido a la Fuente.

—¿Asesinados?

—Sí —asintió tristemente el hombre—. Asesinados. La Hermandad Oscura los destruyó. Intentamos tener cuidado cuando nos remontamos, pues son rápidos y despiadados.

—Uno de ellos intentó matarme —dijo Dardalion—, y aprendí a luchar.

—Cada uno escoge su camino.

—¿No lo apruebas?

—No soy quién para aprobar o desaprobar. No te juzgo. ¿Cómo podría?

—¿Pensaste que pertenecía a la Hermandad?

—Sí. Porque llevas espada.

—Sin embargo, sigues aquí. Tienes coraje.

—Que me envíen a unirme con mi dios no me parece terrible.

—¿Cómo te llamas?

—Clophas. ¿Y tú?

—Dardalion.

—Que la Fuente te bendiga, Dardalion. Pero creo que ahora deberías marcharte. Cuando la luna llega al cénit, la Hermandad se apodera del cielo.

—Esperaré contigo.

—No quiero tu compañía.

—No tienes elección.

—Que así sea, entonces.

Aguardaron en silencio mientras la luna iba ascendiendo. Clophas se negaba a hablar y Dardalion se puso a otear el bosque. Egel había acampado con su ejército a las afueras de la muralla sur de Skarta, y el sacerdote vio que los exploradores patrullaban los alrededores. Para los vagrianos no sería tarea fácil conquistar al Conde del Norte, ya que en Skultik eran pocos los lugares en los que se podía librar una batalla campal. Por otra parte, si atacaban las ciudades, Egel conservaría el ejército intacto pero no le quedaría nadie a quien defender. El propio Egel se enfrentaba a problemas similares. Quedarse donde estaba le garantizaba una seguridad a corto plazo, pero así no ganaría la guerra. Abandonar Skultik era suicida, pues no tenía los recursos necesarios para derrotar ni siquiera a uno de los contingentes vagrianos. Quedarse significaba perder; irse significaba morir.

Los problemas iban en aumento y mientras tanto las tierras de los drenai se convertían en el osario del continente.

A Dardalion la idea le resultó deprimente en extremo, y estaba a punto de retornar a su cuerpo cuando oyó el grito del alma de Clophas.

Miró a su alrededor y vio que el sacerdote se había ido y que cinco guerreros de armadura negra flotaban debajo de él, empuñando espadas oscuras.

Furioso, Dardalion desenvainó las suyas y atacó. Los cinco guerreros no lo vieron hasta que estuvo sobre ellos, y dos se desvanecieron en el olvido cuando atravesó sus cuerpos astrales con las espadas de plata. Los otros tres se abalanzaron sobre él; paró una estocada con la hoja que sujetaba en la mano izquierda y detuvo un golpe demoledor con la de la derecha. La furia le proporcionaba la velocidad del rayo y tenía los ojos fulgurantes. Con un giro de la muñeca derecha deslizó la espada por debajo de la guardia de uno de los guerreros, perforándole la garganta. El guerrero se esfumó. Los dos restantes abandonaron la lucha y huyeron hacia el oeste, pero Dardalion salió volando tras ellos. Atrapó al primero justo encima de la cordillera de Skoda y lo mató de una estocada salvaje.

El único superviviente regresó al refugio de su cuerpo sin perder ni un segundo. De repente abrió los ojos y gritó. Se puso de pie tambaleante mientras los soldados entraban precipitadamente en la tienda. Sus cuatro compañeros yacían a su lado con la rigidez de la muerte.

—En el nombre del Infierno, ¿qué pasa aquí? —Un oficial entró en la tienda abriéndose paso entre los soldados. Bajó la mirada hacia los cadáveres y la alzó en dirección al superviviente.

—Los sacerdotes han aprendido a luchar —murmuró el guerrero, con la respiración entrecortada y el corazón latiéndole con fuerza.

—¿Me estás diciendo que a estos hombres los asesinaron, los sacerdotes de la Fuente? Es inconcebible.

—Un sacerdote —dijo el hombre.

El oficial despidió con un gesto a los soldados, que se marcharon aliviados. Aunque endurecidos ante la muerte y la destrucción, los efectivos vagrianos no querían saber nada de la Hermandad Oscura.

—Se diría que has visto un fantasma, Pulis, amigo mío. —El oficial se sentó en una silla con respaldo de lona.

—No te burles, por favor —dijo Pulis—. Casi me mata.

—Bueno, tú has matado a varios amigos suyos en los últimos meses.

—Es verdad. Aun así, resulta inquietante.

—Lo sé. Los sacerdotes de la Fuente ahora se rebajan a defenderse. ¿Adonde irá a parar el mundo?

El guerrero lanzó una mirada iracunda al joven oficial, pero no dijo nada.

Pulis no era ningún cobarde, lo había demostrado cientos de veces, pero el sacerdote de plata lo había asustado. Como casi todos los guerreros de la Hermandad, no era un auténtico místico y para salir de su cuerpo dependía del poder de la Hoja. No obstante, cuando ésta despertaba sus facultades, experimentaba visiones, destellos de naturaleza premonitoria. Con el sacerdote había ocurrido eso.

Pulis había sentido que del guerrero plateado emanaba un peligro terrible; no sólo un peligro personal, sino un peligro intemporal que representaría una amenaza para su causa hasta el fin de los tiempos. Pero se trataba de algo muy nebuloso; no era exactamente una visión, sino una reacción emocional. Aunque había visto algo… ¿qué era? Rebuscó en su memoria.

¡Eso! Una cifra rúnica que colgaba del cielo bañado en llamas.

Un número. ¿Qué significaba? ¿Días? ¿Meses? ¿Siglos?

—Treinta —dijo en voz alta.

—¿Qué?—respondió el oficial—. ¿Los Treinta?

Un escalofrío recorrió a Pulis, como si un demonio atravesara su tumba.

El amanecer encontró solo a Waylander, que abrió los ojos y bostezó. Pensó que era muy extraño; no recordaba haberse quedado dormido. Pero sí recordaba su promesa a Orien y meneó la cabeza, perplejo. Miró a su alrededor, pero el anciano ya no estaba.

Se frotó la barbilla, rascándose la piel bajo la barba.

La Armadura de Orien.

Qué insensatez.

—Si vas a buscarla, morirás —musitó.

Extrajo el cuchillo del cinturón, lo afiló durante varios minutos y se afeitó con cuidado. Notaba la piel áspera bajo la hoja, pero era agradable sentir la brisa matutina en la cara.

Dardalion apareció por la hondonada y se sentó a su lado. Waylander lo saludó con un gesto de la cabeza sin decir nada. El sacerdote parecía cansado, tenía los ojos hundidos, estaba más delgado y sutilmente cambiado.

—El anciano ha muerto —dijo Dardalion—. Deberías haber hablado con él.

—Lo hice —dijo Waylander.

—No, me refiero a hablar de verdad. Las pocas palabras que cruzasteis junto al fuego no significaban nada. ¿Sabes quién era?

—Orien —dijo Waylander. La cara de sorpresa que puso Dardalion era cómica.

—¿Lo reconociste?

—No. Vino a verme anoche.

—Era muy poderoso —dijo Dardalion en voz baja—, pues murió sin alejarse del fuego. Nos contó muchas historias de su vida, y se acostó para dormir. Yo estaba a su lado; murió mientras dormía.

—Te equivocas —dijo Waylander.

—Creo que no. ¿De qué hablasteis?

—Me encargó que le buscara algo. Le dije que lo haría.

—¿Qué es?

—No es asunto tuyo, sacerdote.

—Es demasiado tarde para dejarme de lado, guerrero. Cuando me salvaste la vida, me abriste tu alma. Cuando tu sangre me entró por la garganta, lo supe todo sobre tu vida, quedé inundado por todos los instantes de tu existencia. Ahora me miro al espejo y te veo a ti.

—Te miras en los espejos equivocados.

—Háblame de Dakeyras —dijo Dardalion.

—Dakeyras ha muerto —replicó Waylander con brusquedad—. Pero tú lo has dicho, Dardalion. Te salvé la vida. ¡Dos veces! Me debes el derecho a la soledad.

—¿Y permitir que te conviertas otra vez en el hombre que eras? No. Mírate. Has desperdiciado media vida. Sufriste una gran tragedia que te destrozó. Quisiste morir, pero en cambio mataste sólo una parte de ti mismo. Pobre Dakeyras, perdido durante dos décadas mientras Waylander recorría el mundo, asesinando por un oro que no gastaría jamás. Todas esas almas enviadas al Vacío… ¿Y para qué? Para aliviar un dolor que no podías alcanzar.

—¡Cómo te atreves a sermonearme! —exclamó Waylander—. ¿Y tú hablas de espejos? Dime en qué te has convertido desde que mataste a dos hombres.

—A seis —dijo Dardalion—. Y habrá más. Sí, por eso te comprendo. Puede que me equivoque en todo lo que hago, pero me presentaré ante mi dios y diré que he hecho lo que me parecía correcto, que defendía al débil contra la fuerza del mal. Tú me lo has enseñado. No Waylander, el que mata por dinero, sino Dakeyras, el que salvó al sacerdote.

—No quiero seguir hablando —dijo Waylander apartando la mirada.

—¿Sabía Orien que mataste a su hijo?

—Sí —dijo Waylander volviéndose bruscamente—. Fue la mayor tontería que he hecho en mi vida. Pero lo pagaré, sacerdote. Orien se ha encargado de ello. ¿Sabes?, creía que el odio era la fuerza más poderosa de la tierra. Sin embargo, anoche aprendí una lección más amarga. Me perdonó… y eso es peor que la quemadura de un hierro candente. ¿Entiendes?

—Creo que sí.

—De modo que ahora moriré por él y así saldaré la deuda.

—Tu muerte no saldará nada. ¿Qué te ha pedido que hicieras?

—Que vaya a buscar la Armadura.

—Al Raboas, el Gigante Sagrado.

—¿Te lo dijo?

—Sí. También me dijo que un hombre llamado Kaem la busca.

—Kaem me persigue. Será mejor para él que no me encuentre.

Los sueños de Kaem eran inquietos. El general vagriano había requisado una casa magnífica que daba al puerto de Purdol; había guardias patrullando los jardines y los dos soldados de más confianza estaban apostados en la puerta de su cuarto. La ventana estaba trancada y en la pequeña habitación el calor era sofocante.

Se despertó con una sacudida y se sentó buscando a tientas la espada. La puerta se abrió y Dalnor entró corriendo, espada en mano.

—¿Qué sucede, mi señor?

—No es nada. Un sueño. ¿He gritado?

—Sí, mi señor. ¿Deseáis que me quede con vos?

—No. —Kaem tomó una toalla de lino que estaba sobre la silla junto a la cama y se enjugó el sudor de la cara y la cabeza—. Maldito seas, Waylander —musitó.

—¿Mi señor?

—Nada. Vete. —Kaem salió de la cama y se acercó a la ventana. Era delgado y no tenía ni un pelo; la piel arrugada le daba el aspecto de una tortuga varada a la que le hubieran robado el caparazón. A muchos les parecía una figura cómica a primera vista, pero casi todos llegaban a apreciarlo como lo que era: el mejor estratega de su época, al que apodaban el Príncipe de la Guerra. Los soldados lo respetaban, aunque no con la adoración que reservaban para otros generales más carismáticos. Pero lo prefería así, pues la emotividad lo incomodaba y esos despliegues le parecían infantiles y tontos. Lo que quería era obediencia en los oficiales y valor en los soldados. Esperaba ambas cosas; las exigía.

En aquel momento su valentía se ponía a prueba. Waylander había asesinado a su hijo y había jurado matarlo. Pero Waylander era un cazador hábil; Kaem tenía la seguridad de que una noche oscura volvería a despertarse con un cuchillo en la garganta.

O aun peor… tal vez no se despertara. La Hermandad buscaba al asesino, pero los primeros informes no eran alentadores. Un rastreador había muerto, y en la Hermandad se hablaba de un sacerdote guerrero místico que viajaba con el asesino.

A pesar de su habilidad para la estrategia, Kaem era un hombre precavido. Waylander constituiría mientras viviera una amenaza para sus planes. Planes tan ambiciosos que al acabar su conquista dominaría un territorio mayor que la misma Vagria. Lentria, Drenai y el territorio sathuli al norte; dieciséis puertos, doce ciudades importantes y las rutas de las especias al este.

Entonces podría comenzar la guerra civil, y Kaem pondría a prueba su fuerza contra la astucia en declive del emperador. Kaem se acercó al espejo de bronce que había al otro extremo de la habitación y observó su reflejo. La corona parecería fuera de lugar sobre su cabeza huesuda, pero no tendría que usarla muy a menudo.

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