Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (7 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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A su lado, en otra hamaca, dormía la siesta a todo roncar un comerciante de apellido Moloy. Los acontecimientos lo vararon en aquel entresijo. Compraba cera en bruto en los poblados del interior y la revendía en las candelerías de la capital.

Fuera de la hamaca colgaba en ese momento una de sus manos, trabajada, callosa, y Milocho, valido de una caña de bambú a la que había dejado dos o tres hojitas en el extremo, le hacía cosquillas, riéndose de las rápidas contracciones de sus dedos por atrapar o espantarse lo que, entre dormido y despierto, creía un insecto. Cansado de jugar con aquella mano tosca, pero sensible al cosquilleo como hoja de adormidera, Milocho empezó a pasearle las hojitas de bambú por la nuca y las orejas, saltando de gusto al ver que aquél se daba grandes manotazos con la diestra que, como más suya, conservaba doblada sobre su pecho, molestia picaril que en seguida concentró, presa de una mayor hilaridad, en los alrededores de la nariz de Moloy, sus párpados, sus labios, cuidando de que no despertara ya que tan pronto parpadeaba o movíase, le dejaba estar. La travesura, el juego, el gusto con que al mal tiempo se le hacía buena cara, comer, rascarse, bostezar, desperezarse, pasear con las manos en los bolsillos, fumando como locomotoras, para ahuyentarse los moscos, todo se cortó en aquella siesta, mientras jugaba con la mano de Moloy, al golpe de una descarga que fue como un rayo en seco, seguido de un relámpago de fuego blanco que le dejó los ojos titilando en ceguera de celuloide, mientras se sucedían explosiones gigantescas y ráfagas de granizo metálico.

Se dio cuenta que estaba vivo, agarrado de la hamaca que bailoteaba con el piso y el techo de la casa, bajo una lluvia de piedras y argamasa pulverizada, al desviar los ojos hacia la hamaca en que dormía Moloy, sentir que no podía hablar, que tartamudeaba, clavadas las pupilas en la mano que hace un momento hurgaba jugando con la varita de bambú y que ahora pendía rígida, amarillenta, con las uñas quemadas, en la muñeca velluda el reloj de pulsera marcando las 2 y 35…

—¡No puede ser!… —gritó fuera de sí, sin despegar los ojos del bulto apelotonado en la hamaca, oyendo el chic, chic, chic de la sangre que goteaba en el suelo.

—¡No puede ser… no puede ser, Dios mío!… —balanceó la cabeza de un lado a otro.

—¡Dios lo haya perdonado y alégrese de que no fue usted al que le cayó la centella!… —exclamó un fulano que extrajo su humanidad, pálido y terroso, de los escombros de media casa.

Se llamaba Martín Santos y lo conoció en la última jornada del camino que hicieron a marchas forzadas, bajo un sol calcinante, sin encontrar sombra en toda la extensión de unos inmensos llanos, al saber que soldados mercenarios acababan de invadir el país y venían fusilando a cuanto ser humano encontraban a su paso. Era un cincuentón, huesos de águila, insumiso ante la vida y ante la muerte, como él mismo decía, pues con ninguna de las dos estaba conforme, de ojos hondos, más ojera que ojo, cavados junto a la nariz en gancho, bigote negro y pelo entrecano.

En el piso de ladrillo, barro rojo quemado, empozaba la sangre sus rubíes bajo el ataque de las moscas.

—¡No puede ser!…

—¡No puede ser y por poco nos maljoden!… —recogió Martín Santos sus palabras—. Deben haberle tirado al puente que está aquí atrás, esa hamaca de fierro por donde pasa el tren, pero como que no le pegaron, les faltó puntería. ¡Qué riendazo de fuego por María Santísima!… Centella y tronido… Primero se oyó el mecatazo y hasta después el ruido del avión, mismo como si hubiera tirado la bomba desde bien lejos, antes de llegar al sitio, y… jodido, no les bastó y se vino de vuelta ametrallando.

—¡No puede ser que ellos!…

—¡Ah, güeno, entendámonos!, creiba yo que usted decía que no podía ser que el paisa hubiera fenecido… pobre, ¿verdad? Para mí que fue la granizada de balas después de la bomba, lo que lo ultimó.

—Por mucho que lo veo, no puede ser que ellos…

—¿Quiénes ellos?

Milocho calló. El sudor le corría por la cara helada del susto que le produjo la explosión en seco del proyectil arrojado sobre el puente y que echó por tierra parte de la casa en que estaban refugiados, ocasionando la muerte del comprador de cera.

—Pero quién otro sino ellos… —se arrancó de la boca el pañuelo que mordía—. Cumplieron su amenaza. Ellos son los únicos que en esta zona poseen bombarderos pesados, cazas ultrarrápidos, bombas de alto poder destructivo. Sería tonto suponer que en la vecindad del Canal de Panamá, otros que no fueran ellos dispusieran de aviones de guerra, pilotos experimentados, bombas, combustibles…

Bombas de 200 y 500 libras llovían sobre la costa en ese momento.

—¡Mire, mire… —le gritó Martín Santos—, dese cuenta del castigo que están aplicando a nuestras poblaciones!

Se había salido de la casa, saltando como felino, el machete desnudo en la diestra, el sombrero hasta las orejas para que no se le volara y con la cara levantada al cielo profería:

—¡Gringos hijos de puta, bájense si son hombres!

El Guía de Turistas, desmelenado, las pepitas de los ojos muy afuera, sacudido de la cabeza a los pies por un temblor de cuerpo en que se mezclaba el temor y la rabia que da el no poderse defender, el ser impotente ante la desigualdad de las armas, seguía en el aire de la costa limpio después de las lluvias, la llegada de los aviones, los puntitos negros de las cargas mortíferas que lanzaban desde muy alto, igual que polvo de pimienta y las detonaciones profundas que hacían saltar en pedazos los míseros poblados.

—¡Oiga, oiga, su «no puede ser que ellos»… y nos están recontra jo jo jó!… —vociferaba Martín Santos, machete en mano amenazante, pies en la tierra, sombrero atascado hasta las orejas, y con la mano zurda queriendo arrancarse la pistola del cincho.

—¡Oiga, oiga, oiga cómo estallan las bombas para hacer volar aldeas!…

Las explosiones seguían.

—¿Por ese lado oyó? Por este lado deben haberse volado Sabana Grande…

Martín Santos saltaba del suelo, a cada detonación, el brazo desnudo en alto, el machete cortando el aire, y tras un silencio, de esos silencios en que se siente que la muerte va tirando la plomada desde el cielo, otro retumbo, y otro, y otro…

—¡Vea el incendio que prendió en la cumbre de La Lora! Pero no es mismo allí, de por atrás sube el esplendor: la aldea de Cruzcrucita es la que está ardiendo. Y allá, allá va el avión que la dejó en llamas…

El Guía de Turistas cerró los ojos, sepultóse bajo los párpados, y tras un instante, se cubrió las orejas con las manos. No bastaba con no ver. Oía… Oía las detonaciones… A la distancia, sus bombarderos… (¿Sus bombarderos? ¿Bombarderos de él, de Milocho, el Guía de Turistas?… Y… sí… por que era ciudadano de allá con ellos…) seguían sus operaciones de ablandamiento, destruyendo los poblados de casas de barro y techos de paja de la tierra donde había nacido. El llanto le bajaba por gotas, escapando de sus párpados cerrados, a esconderse en sus labios amargos, secos, balbuceantes… Ciudadano de la nación que golpeaba de muerte la tierra en que vio la luz… Cumplieron su amenaza… Ya lo decían… Pero nunca creyó que fueran capaces de aquella barbarie.

—¡Ja, ja, ja, ja… —soltó una carcajada para turistas— ja, ja… americanos… americanos todos…, ja, ja, ja…! —pero ya no era su risa de antes, ahora era una carcajada de dientes en mandíbulas rígidas que cortaban como guillotinas.

Y tras una pausa:

—¡Ja, ja, ja… Alarica Powell, tu gente, tu país, tus aviadores!…

Martín lo sacudió. Otros carniceros, también americanos, cerníanse sobre el cadáver de Moloy.

Un inmenso paraguas de género negro descendía dando vueltas hacia la parte destechada de la casa, donde quedaba la hamaca en que seguía desangrándose el cuerpo del infeliz comprador de cera, la mano colgada fuera.

—Ayúdeme, amigo, hay que enterrar al cliente antes que se lo manduquen los zopilotes… —le sacudió Santos, yendo después a desanudar un lado de la hamaca; sólo que los guías de turistas no son para estas cosas, para enterrar gente, sino para pasearla…

—Pero ya aprenderemos… —dijo Milocho y se levantó a desatar la otra punta de la hamaca, para ayudar a Santos a llevar en vilo el cadáver de Moloy—. Ya aprenderemos, Alarica Powell, ya aprenderemos a cavar tumbas para turistas…

—Cavar, amigo, no hay con qué, lo vamos a echar al río…

La voz de Martín Santos retumbó en el caserío desierto. La gente huía al monte con perros y críos. Silenciosos, en fila india, aterronadas las caras tristes, casi sin proyectar sombra, tan alto estaba el sol.

El río se amansaba por ese lado en una gran vuelta de suspenso líquido verde, lechoso de espumas, relumbrante de piedrones marmóreos, y sin mayor prisa, tras el primer hervor de las aguas al chocar sus lenguas en el cuerpo de Moloy, se lo fue llevando entre sumergido y flotante.

Muy alto, altísimo, pero perfectamente visible se vio pasar otro avión. El ruido de sus motores se confundió por un momento con el rugir caudaloso del río en el que ya nada quedaba del cuerpo humano que acababa de perderse en sus aguas. Apenas si un reguero de sangre salpicó la distancia que iba de la casuca en ruinas al playado.

—No, yo no me hago cargo de estas cosas —dijo Milocho, devolviendo a Martín Santos los papeles y objetos de Moloy—, llévelas usted, habrá que dar parte a la autoridad. Lo que falta es el reloj…

—¿Qué reloj?

—Si seremos idiotas, el reloj de pulsera…

—Pues se fue con él, mi amigo, se fue con la hora de su muerte en la muñeca…

—¿Está oyendo?

—Sí, están bombardeando… debe ser por Gualán…

Un bisbiseo de rezo caía de los chilamatales al río Motagua, apacible, majestuoso. Las aves buscaban el refugio de las ramas oscuras. En las claridosas saltaban las ardillas, corrían las lagartijas. Las nubes, teñidas de bermellones crepusculares, caían sobre el horizonte. Brillaban, inmaculadas, las primeras estrellas. Una celeste luminosidad de cielo altísimo. Y de nuevo, trepidantes, los P-47 y C-47 pasaban con su escolta de pequeños aviones llevando sus cargas de muerte para atacar aldeas de ranchos de paredes de caña, donde la gente sólo tenía las uñas para defenderse, gente medio desnuda que juntaba en sus ojos de vidrio triste, algo que se parecía al llanto, rabia líquida, rabia de un metal salobre y quemante como el agua de mar.

— 2 —

—¡Que don Milocho éste!, ¿de dónde sale? —exclamó en la puerta de la Comandancia Militar, el Coronel Ponciano Puertas.

En pocas palabras le explicó el Guía de Turista que había ido hasta el puerto a dejar una clienta y de regreso los acontecimientos impidieron llegar a la capital. Se interrumpió el servicio de trenes, los pocos automóviles que por allí se encontraban desaparecieron y a caballo no era recomendable.

—¡Qué don Milochito éste!, ¿de dónde sale?

—¡Déjese de babosadas, jefe y regáleme un trago!

—Pase, pase a mi pabellón, allá hay una botella de whisky.

A Milocho le blanquearon los ojos de gusto al ver la botella, pero el gozo se le fue al pozo al levantarla. Mano de experto, al peso notó que sólo quedaba un regular trago para el hoyo de la muela. Se limpió la boca con el revés de la mano y se lo empinó.

—¡Qué don Milochote éste, ve dónde se fue aparecer, por donde menos lo esperaba!

—Y usted, mi coronel, qué hace…

—Estamos pacificando… No he dormido…

—¡Qué bueno que por fin haya paz!… —dijo Milocho y se mordió los labios hasta casi sentir el sabor de la sangre. ¿Cómo podía hablar de paz, si su país estaba invadido? Sólo por complicidad con el gran agresor. ¿Complicidad? Pero si él era más que cómplice, ciudadano del país que estaba acabando con su pequeña patria. Sacó el pañuelo para secarse el llanto de las manos, pues tuvo la impresión de que la mano con que juró fidelidad al poderoso, más que sudar, lloraba.

—Paz a toda costa —siguió el Coronel— pero hubo que volarse de un solo viaje un ciento de indios. Veintinueve fusilé de un jalón en Nagualcachita. Pacificando, don Milochito, y
pancificando
. A los hombres bala para que se pacifiquen, y a las hembras,
panza
para que se tranquilicen. Vaya a darse una vuelta por Nagualcachita, y me cuenta qué le parece el trabajito. Así secundamos nosotros la acción de los aviadores de ustedes, que hay que quitarse el sombrero para decirlo: son unos señores aviadores. Y no crea que nos doblamos sólo a los puros cabecillas. A todos. La ley fue por igual. Y casa en la que encontramos en las paredes rótulos con mierderías de sindicato, les pegamos fuego.

—Pero, Coronel, por lo general…

—¡No me jodicie, Coronel por lo general!… —interrumpió riendo Puertas.

—No, Coronel, lo que quise decirle es que generalmente no son los dueños los que pegan esa propaganda en las paredes de sus casas…

—Mientras se averigua, don Milo, se ordenó quemar las casas. Después sabremos quién los pegó.

—Lo que yo quisiera pedirle, Coronel, es que me consiga un caballo o una mula para seguir viaje a la capital. Pagaría lo que fuera… —le disgustaba hablar, estar al lado de aquel hombre. Él era muy infeliz, pero aquél era peor.

—No se lo aconsejo…

—Desde luego que con un salvoconducto de su puño y letra…

—Qué más salvoconducto que su inglés y su ciudadanía. ¡Puntería del hombre, hacerse ciudadano de allá con ellos, que es lo único que vale! Bueno, es verdad que ahora «Americanos todos»… —agregó el Coronel.

Y en su visita a Nagualcachita, Milocho tuvo la oportunidad de confirmar las palabras del jefe militar, en lo de los fusilados y el valor del inglés en aquella emergencia.

A la entrada de lo que fue esta población yacían veintinueve cadáveres en la postura en que cayeron, unos a lo largo, otros encogidos, éstos con zapatos, aquéllos descalzos, cuáles con trajes de casimir, cuáles con simples ropas de sufrida manta, las caras de amarillo jengibre, las barbas de basura, los ojos entelados de hielo de muerte, tatuados de agujeros de pólvora y de sangre. Un centinela lo detuvo, apuntándole al pecho un fusil ametralladora.

—¿Qué se le ofrece?… ¿Qué hace usted aquí?… ¿Quién lo ha mandado?… —éstas y otras preguntas se amontonaron en los labios de Milocho, indignado de que en su tierra un soldado extraño… pero… ¿él no era también extraño?… ¿y no era extraño el jefe?… ¿y no eran extraños todos?… Su pobre patria se había quedado sola, sola entre extraños…

—¿Quién vive?… —le demandó el centinela, sin bajar el arma.

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