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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (10 page)

BOOK: Agua del limonero
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Aunque se había propuesto mantener al profesor en la más absoluta oscuridad, no hacerlo partícipe de sus movimientos y no telefonearle más que en caso de extrema necesidad, las horas en blanco sentada en el salón de Greta Bouvier habían tenido un efecto fatídico sobre tamaña determinación. Del deseo de enfrentarse a Greta armada con su cuaderno de notas y una vida de recortes había pasado al cosquilleo de contar minutos y calcular el tiempo al otro lado del planeta.

A eso de las nueve en Malasaña comenzó a llover en Nueva York y los dedos de Clara se rindieron sin condiciones al cielo gris, la proximidad de la noche, el silencio de la mansión Bouvier, la soledad de sus paredes empapeladas, sus suelos cubiertos de alfombras y el tictac de un reloj desquiciante que daba los cuartos con campanitas de cobre.

—¿Gabriel? —preguntó ella aunque no podía ser nadie más que Gabriel al final del hilo telefónico.

—Clara —respondió él, aunque podría haber sido cualquiera.

Para impedirle al silencio tomar forma, Clara le arrojó sus miedos encima, los pasó de un brazo a otro, sin darle tiempo a Hinestrosa a interesarse por nada que no tuviera que ver con Greta.

—Cuando la tenga delante, entonces ¿qué?

—Déjala que te cuente.

Clara miró de reojo los papeles amontonados, con sus recortes y anotaciones.

—¿Y todo lo que investigamos, maestro, a la luz de aquella lámpara?

—Olvídalo. Si algo de todo eso terminara por ser cierto, tampoco te valdría de nada.

Gabriel Hinestrosa carraspeó como hacía siempre que daba comienzo una clase. Clara se lo imaginó en lo alto de la tarima, con su corbata de rayas, sus gemelos, sus manos ásperas, y volvió a notar en el paladar el sabor del jamón curado.

—Hay una diferencia esencial entre una biografía y unas memorias, no te equivoques —explicó el catedrático—. Tú, en tu romanticismo candido, piensas que Greta te va a abrir las puertas de su alma como las del armario ropero. No, chiquilla, nadie hace eso, al menos voluntariamente.

—¿Estás diciendo que me mentirá?

—Te mentirá, sí. Palabra por palabra.

—¿Y cómo podré descubrir la verdad?

—La verdad no te interesa.

—Claro que me interesa.

—Entonces, chiquilla, recoge tus cosas, regresa a casa y comienza a escribir una de esas biografías no autorizadas. Conozco una editorial que paga mucho por página.

La fina ironía del maestro fascinaba a Clara a ratos, pero otras veces la sacaba de quicio. «Te crees muy listo, Hinestrosa, divirtiéndote de mí», le decía con toda la rabia que podía contener y varias gotas más que se le derramaban por la comisura de los labios. «Pero el que ríe el último ríe mejor», y luego le echaba sal en el café.

—Ten clara una cosa —continuó él tras una tos—. No escribirás la verdad sobre Greta Bouvier, sino su verdad. Piensa que nunca dos personas, por mucho que lo intenten, coincidirán siquiera en el olor de sus recuerdos. Yo, por ejemplo, cada vez que paso bajo un limonero, inevitablemente, me acuerdo de ti.

Clara colgó asustada y arrojó el móvil bajo un almohadón, como si por no verlo no existiera. Acababa de notar, con toda claridad, que en Manhattan llovía agua de limón y que el aroma a azahar se estaba extendiendo por Park Avenue, lentamente, en forma de corriente de aire amarillo.

En ese momento Rosa Fe empujó la puerta con la misma energía con la que limpiaba el polvo por las mañanas. Iba a cerrar las cortinas, no fuera a ser que se les metiera la noche en la casa.

—Luego no hay quien la bote a la calle —le dijo a Clara con ganas de conversación.

Al principio, Clara le dejó hacer su trabajo con una sonrisa forzada y un profundo silencio. Se arrepentía con toda su alma de haber llamado al maestro sin más urgencia que la de compartir con él la soledad de aquel salón, ya que no sólo le había demostrado su falta de recursos por no saber a qué atenerse con respecto a la jaqueca de Greta, sino que, además, le había permitido hurgarle en las entrañas, con aquella historia del olor a limones que la había desarmado por sorpresa. Touché, la espada al suelo, el escudo a los pies. Uno a cero.

Mientras Rosa Fe descolgaba las abrazaderas, sacudía los borlones dorados y colocaba por enésima vez las flores en sus rincones, Clara rumiaba las palabras del maestro. Se le habían desmontado los propósitos de un plumazo. Qué tonta. Había creído de veras que Greta le desvelaría uno a uno todos sus secretos y había acariciado ya con la punta de los dedos esa narración auténtica que pensaba titular La verdad sobre Greta Bouvier, pero ahora Hinestrosa le había sembrado la duda, como cizaña o amapolas en medio del trigo. Y lo peor era que encontraba cierta lógica en aquel discurso. De hecho, seguía sin comprender la razón por la que la dama Bouvier había decidido contar su vida. Siempre había tenido la sensación de que el misterio formaba una parte esencial de dicha biografía y no hallaba el motivo por el cual debería dejar de serlo.

Tal vez el maestro estuviese en lo cierto. Quizá el engaño formaba parte de los planes de la mente manipuladora de Greta y su papel de escribana en aquella farsa no era otro que el de dotar de un poco de literatura a la leyenda con miras a la posteridad.

Volvió a hundir la cara en los apuntes de una vida entera, en los espacios en blanco, en el qué sucedió, en el quién dijo qué, en el dónde y el porqué de cada incógnita. Y entonces, sí, entonces, antes de comenzar siquiera las conversaciones con la protagonista de aquella maraña de acontecimientos, tomó la decisión inexorable de ser fiel a su propio sueño. Ella, Clara Cobián, periodista de raza y de destino, investigadora de huellas y coartadas, defensora de la verdad por encima de cualquier coacción, llegaría hasta las últimas consecuencias. Lograría recuperar una a una todas las piezas del rompecabezas de Greta Bouvier, con permiso o sin permiso, con derecho o sin él, y las ensamblaría a puntadas hasta bordar el tapiz con el que mostraría a Hinestrosa que, por una vez, estaba rotundamente equivocado.

Levantó los ojos de sus cuadernos de recortes, clavó la vista en la mujer regordeta que limpiaba sobre limpio y, como acababa de jurarse solemnemente que no descansaría hasta dar con la verdad, le dijo:

—¿Cuánto tiempo lleva usted con los Bouvier, Rosa Fe?

Y la otra le respondió:

—Desde antes de nacer, señorita.

—Llámeme Clara —le rogó, astuta—, y siéntese conmigo un rato, por favor.

Rosa Fe no tomó asiento. Se limitó a apoyar sus espaldas anchas en la repisa de la chimenea. Le contó que su mamá, la primera Rosa Fe que existió en Acapulco, mucama antigua de la mansión Bouvier, se casó con su papá una noche de truenos, y que no hubo cura que los bendijera porque ella llevaba siete meses de embarazo en el cuerpo cuando acudieron a la iglesita nueva. Así que la boda fue de mentira, con tequila y mariachi, pero sin Dios. Y cuando uno se casa sin Dios, luego pasa lo que pasa. Le contó, con lágrimas en los ojos, que su papá murió al poco de nacer ella, que lo mataron de un balazo. Y que su mamá, con la niña envuelta en una toquilla de algodón, buscó por medio mundo a la señora Greta hasta dar con ella y, cuando al fin la encontró, le explicó que a las personas no se las abandona así, como a los muebles, que hay que hacerse cargo.

—Ella qué iba a saber, si nunca tuvo hacienda hasta que llegó a México —aseguró con la firmeza de quien repite lo que ha escuchado tantas veces que ha llegado a creerse que lo piensa de veras—. En cuanto murió el patrón, cerró la casa, dejó a los peones sin trabajo, echó a perder los naranjales y los cocotales, la mala hierba se extendió por las paredes de la mansión Bouvier y el viento volvió a silbar palabras sin sentido, como antes. Dicen que los fantasmas se adueñaron de las estancias vacías, que algunas noches vieron pasearse a doña Gloria vestida de blanco, llorando desconsolada por sus cuadros, sus alfombras y sus sábanas de seda carcomidas por la humedad.

No volvió Greta a Acapulco, Rosa Fe lo dijo como con rabia. Se pudrió hasta el recuerdo de lo que hubo. Y lo poco que quedó se lo llevó una tormenta de verano a los pocos años; un huracán que levantó el tejado de la ermita e hizo volverse locos de miedo a todos los habitantes del pueblo con los tañidos desparejados de la campana.

—Nos lo contaron, no lo vimos —reconoció Rosa Fe—. Ni mi mamá ni yo regresamos allá jamás. Cuando mi mamá se puso viejita y las manos no le obedecían ya las órdenes de la cabeza, la señora Greta le buscó un oficio de vieja y yo me quedé acá de mucama, como antes lo fue ella, la primera Rosa Fe que llegó a Acapulco.

El carillón del reloj dio las cinco en punto antes de que las dos mujeres tomaran conciencia de su lugar en el mundo. Rosa Fe dio un respingo. Se excusó con el pretexto de que debía preparar la cena a las siete y de la inminente llegada de doña Bárbara Rivera, una amiga de doña Greta, que cada vez que la señora se encerraba en su cuarto acudía para sacarla a rastras, y desapareció del salón llevándose sus recuerdos en el paño del polvo. Clara volvió al presente con más lentitud; le costó un esfuerzo ímprobo perder de vista los acantilados de Las Brisas, las luces de la bahía y la jerigonza de lenguas mezcladas del puerto. Se prometió que viajaría allí algún día, aunque supuso acertadamente que cincuenta años habrían transformado aquel paisaje hasta hacerlo irreconocible y temió que le ocurriera igual que con Nueva York, que encontrara sus gánsteres sepultados bajo el sedimento de los tiempos.

Perdida en estas cavilaciones no alcanzó a escuchar el sonido de los pasitos de paloma en el piso de mármol, tiqui, tiqui, tiqui, con los que Greta anunciaba su aparición en escena y el suave crujido de la puerta la cogió por sorpresa. Greta Bouvier acababa de salir de su crisálida convertida en estrella de cine. Llevaba un vestido rojo con encaje a media manga, dos vueltas de perlas alrededor del cuello y todos los años escondidos en unos zapatos nuevos. El cabello de plata y oro levantado en vilo, los ojos ávidos de luz, la boca rellena de carmín y los pómulos cubiertos de polvos del desierto. Así se levantaba Greta de la cama: como el ave fénix del cenicero.

—He notado la muerte rondándome esta noche —comentó sin pizca de ironía—. Creía que me iba a estallar la cabeza de una vez por todas.

Se sentó en un butacón frente a Clara, hizo aparecer como por arte de magia la cajita de plata donde guardaba los cigarrillos, tomó uno al azar y encendió un extremo con el otro entre los dientes.

—Debemos darnos prisa o no me alcanzará la vida para contártela entera.

Aquella misma noche, después de la cena, cuando Rosa Fe colocó la última copa de cristal en la vitrina, una vez que lograron acomodar a Bárbara Rivera, completamente ebria, en el interior del coche de su avergonzado hijo, y Greta le confesó a Clara que aquella amiga era el peor remedio para sus migrañas, la joven y prometedora periodista que había cruzado el mundo sólo para entrevistarla comenzó el relato de las memorias de Greta Bouvier por el capítulo cuarto. Consideró que el listado minucioso de su noble estirpe, cuya exposición se prolongó durante las primeras dos horas de aquella conversación, no merecía más que un apunte, como de pasada, en alguna esquina de la narración, ya que, históricamente hablando, la rama de la familia que conectaba a los Solidej con el regente Luitpold de Baviera no había existido sino en los aires de grandeza de la dama. En cambio, a Clara le resultó más convincente la escena de su llegada al puerto de Acapulco en un carguero maloliente repleto de refugiados.

—Mis padres fallecieron de tuberculosis a los pocos días de zarpar desde Hamburgo. Durante el tiempo que duró la cuarentena, yo deambulé entre las hamacas hacinadas de aquella cubierta mientras la gente moría sin asistencia médica de ninguna clase. A los pocos que quedamos en pie nos trasladaron a otro barco rumbo a México. Mi esposo, Thomas H. Bouvier, me estaba esperando en la dársena.

También la descripción de la hacienda, los nombres de los peones, el aroma de la brisa en los acantilados, el ruido del motor del Packard, la orquesta que repetía una y otra vez los mismos boleros de fiesta en fiesta, el traje de lino blanco con el que desayunaba Thomas a las nueve de la mañana, el grito de las gaviotas y el susurro de las alas de los zopilotes parecían contener, al menos, una sombra de verdad: un motivo suficiente para incluirlos pormenorizados al principio del texto.

Pero si hubo algo aquella noche gloriosa en la que por fin se puso a escribir que le hiciera sentirse a Clara realmente a gusto, fue la imagen del telar. Se vio a sí misma sentada a la puerta de una casa encalada con siete agujas entre las manos; cada aguja una voz: la de Greta, la de Tom, la de Bárbara Rivera, la de Rosa Fe, la de Gabriel Hinestrosa, la de su cuaderno de recortes y la suya propia enredadas todas en una sola labor sin pies ni cabeza.

Capítulo 5

I

Greta Solidej había abandonado bajo la cama, en la hacienda desierta, todo lo que consideró un lastre inútil para su huida. Sólo se llevó consigo lo imprescindible: las tres o cuatro prendas de ropa que de tan íntimas se le habían adherido a la piel, el bolsito gris y la porción del botín que juzgó suficiente para reconducir sus pasos por aquel México inhóspito.

Había cometido un terrible error. En su afán de confundirse con el paisaje hasta desaparecer de este mundo para siempre había equivocado el azar con el destino y ahora comprendía que su suerte no residía en el color ámbar de los ojos de Thomas Bouvier.

No podía permanecer en Acapulco ni un solo día más. Su fotografía, del brazo de aquel hombre grande, había adornado las páginas de sociedad de los periódicos locales; su nombre había recorrido plazas y salones, había brincado de boca en boca, y su leyenda, la que inventaron a medias ella y Thomas en lo alto del acantilado, formaba ya parte indisoluble de los avatares de aquel lugar.

Hizo su equipaje deprisa, sin detenerse siquiera a imaginar una vida diferente a la que se le aparecía bajo la nueva luz del abandono; sin permitirse una sola lágrima ni un solo reproche. Cuando por fin se convenció de que Thomas Bouvier no había sido más que un espejismo, salió por la puerta principal con la cabeza bien alta y esta vez, cosa inaudita, resultó que el indio Pedro roncaba a trompicones bajo un techo de palma en el que había buscado refugio contra la calima pesada de las tres de la tarde y ni él ni nadie supieron jamás a qué hora se echaron las sombras sobre el tejado de la casa.

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