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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (14 page)

BOOK: Agua del limonero
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Clara se río para sus adentros. Acababa de recordar una cita de Osear Wilde: «Las mujeres sólo se llaman hermanas entre sí después de haberse llamado antes muchas otras cosas». No cabía duda de que en aquella amistad había habido las mismas rosas que espinas. Conocía de sobra la figura de Bárbara Rivera. Sabía casi tantas cosas de ella como de Greta Bouvier. No en vano su nombre aparecía siempre a renglón seguido del otro; su rostro, casi siempre semioculto tras un sombrero, un paraguas o un brazo de Greta, solía ocupar un lugar fijo en el fondo de todas las fotografías de su cuaderno de recortes. Era como la sombra incómoda que envejecía al compás, impidiéndole a Greta negar la evidencia de sus mismos años, sus mismos recuerdos o su pasado común. Clara se daba cuenta de lo molesta que debía sentirse Greta con Bárbara Rivera en medio de su pretendida confesión.

—Era de organdí —la corregía Bárbara—. De guipur era aquel otro vestido de Dior, el azul. Y no se llamaba Pancho, sino Francisco. Don Franciso Bermúdez Barbadillo, el sacerdote. Lo recuerdo bien porque fue confesor de Emilio durante muchos años. Murió aplastado por el techo de la ermita, cuando lo del huracán, en el sesenta y tres.

Y a Greta se la llevaban los demonios.

Se habría vuelto a encerrar en su dormitorio junto a otra migraña imaginaria, pero la idea de dejar a Bárbara a solas con Clara en el salón era un motivo más que suficiente para permanecer allí sentada, presta a intervenir en cualquier momento, pero con un cierto temblor en la mano del cigarrillo. En realidad, fue la llegada de Tom y su entrada triunfal en aquel salón, con una macetita de geranios en la mano, «para que te sientas como en casa, Clara», lo que acabó por sacarla definitivamente de sus casillas.

—Creo que ya está bien por hoy —sentenció dando por terminada la conversación.

De cualquier modo, el relato inconexo de sus memorias, que fluía a trompicones, siguiendo el desorden de su propio proceso mental, parecía haber alcanzado un punto de inflexión en el momento preciso del día de su boda. A partir de ahí, Greta se enredaba una y otra vez en los mismos recuerdos; sufría un bucle amnésico que la trasladaba de nuevo a Acapulco cuando parecía que se encaminaba ya hacia su destino final en la ciudad de Nueva York. Sin embargo, en cierto modo, Clara encontraba una lógica, tal vez casual, tal vez no, en la estructura del relato. «Los primeros veinte años en la vida de una mujer son decisivos —le había dicho Greta a modo de introducción—, ahí es donde cuaja la condición femenina, mucho antes que en el caso de los hombres, que no alcanzan la madurez hasta bien cumplidos los setenta». Quizá Greta tenía previsto un esquema preciso, estructurado por capítulos, medido en tiempos concretos, con un principio y un final decididos de antemano, de modo que la primera parte comenzaba en el invento de su niñez aristocrática y terminaba el treinta de noviembre del cincuenta y uno, nada más adquirir para el resto de sus días el apellido Bouvier, que la definiría a partir de entonces.

La boda de Thomas H. Bouvier, de setenta y ocho años, y Greta Solidej, de veinticinco, fue portada de casi todos los periódicos de México, de todos los de Texas sin excepción, de varias revistas de sociedad de difusión internacional y ocupó además las páginas centrales de numerosos diarios y semanarios del mundo entero. En todas se destacaba la inigualable belleza de la novia, una joven austríaca que había llegado a Acapulco huyendo de la penosa situación de su país y había logrado pasar de ser la protegida consentida a la flamante esposa de uno de los hombres más ricos del mundo. De cuento de hadas llegó a calificarse esta romántica historia de amor, aderezada con los labios picantes de Greta y los ojos de miel de Thomas. Un primer plano de la nueva señora Bouvier luciendo una tiara de Tiffany & Co. valorada en muchos miles de dólares presidió durante décadas el escaparate de la Quinta Avenida de la famosa joyería neoyorquina; el mismo al que se asomó Audrey Hepburn diez años después, al regresar de una fiesta, sin haber dormido en toda la noche y a pesar de todo más hermosa que ninguna otra mujer de la historia. A Greta le divertía mucho explicar a sus amistades que, si uno se fijaba bien en la primera escena de la película, podía ver reflejada en las gafas de sol de Holly Golightly su propia fotografía enmarcada en plata, con aquella corona de reina sobre la frente.

—Te he contado veinte años de una sentada —le comentó a Clara con el tono de quien espera que le den las gracias—, creo que ahora tienes mucho trabajo por delante.

Y con estas palabras dio por zanjada la cuestión.

Esperó hasta comprobar que Clara apagaba la grabadora y cerraba definitivamente el cuaderno de notas para levantarse del sofá y entonces, antes de salir de la estancia, pareció escoger entre los dos peligros el más inminente y, tomando a su hijo Tom del brazo, se encaminó a la cocina para apremiar a Rosa Fe con la cena. Era consciente de que Bárbara aprovecharía su ausencia para llenarle a Clara la libreta de pájaros, pero prefería aquella posibilidad a la de Tom mirando a la española a través de los pétalos de los geranios con esa expresión de bobo que no había vuelto a asomarle a la cara desde la muerte de Luisa. Abandonarlo en aquel salón era una temeridad mayor que la de dejar a un alcohólico a solas frente a una botella de licor.

—Cenaremos enseguida —anunció desde el hueco de la puerta tirando de Tom con disimulo.

En el corto silencio que siguió al tiqui tiqui de los pasitos de paloma, Clara tuvo tiempo de sentirse utilizada y confusa, forzada a escribir en un orden y en un tono establecidos por Greta, una más de sus marionetas. Por eso, encomendándose a la divina Providencia que le servía en bandeja de plata a una testigo impertinente, indiscreta y, digámoslo todo, dispuesta a hablar por obra y gracia del martini, se volvió hacia Bárbara Rivera con una inocencia mal pretendida, pero que a la otra la encandiló sin reparos.

—Qué preciosa historia de amor —aseguró con malicia.

—Bueno —respondió Bárbara cayendo en la trampa—, no tanto.

Y así Clara pudo comenzar a escribir mentalmente el capítulo que a Greta le hubiera gustado olvidar.

Thomas H. Bouvier había amado a su esposa Gloria hasta el punto de abandonarse a la locura cuando la muerte pelona se la llevó consigo más allá de los confines de este mundo. «Compadre —le preguntó un día a Emilio Rivera—, ¿qué se siente al estar uno en su sano juicio?». Tenía en aquella época la mirada ida, el cuerpo se le escurría bajo la ropa de gentleman, y más parecía un mendigo elegante que un hombre de bien. Había que rescatarlo noche sí, noche también, de los tugurios del puerto, en donde encallaba empujado por Dios sabe qué corriente de aire o de mar con la idea absurda de encontrar algo de Gloria entre las piernas de las mulatas.

—Emilio lo llevaba literalmente a rastras a la hacienda —relató Bárbara entre trago y trago de un martini seco—, medio muerto de pena, con la cartera desvalijada, el cuerpo amoratado, la sombra del caballero que fue en su día. A nadie le extrañó que terminara cometiendo aquella barbaridad.

—¿Qué barbaridad?

—La de meter en casa a una cualquiera.

Después de cincuenta años largos de amistad, Bárbara era capaz de revivir aquella época con la misma rabia de entonces. Parecía no caer en la cuenta de que la condición de «cualquiera», como ella decía, no termina con una boda de postín, sino que persigue a la mujer que la encarna durante el resto de sus días. Clara conocía la historia de una tía lejana, rescatada de un burdel por un señorito andaluz. Se cambió el nombre, de Paca a Magdalena, que era más fino, y se paseaba en coche de caballos por la alameda, hasta que en cierta ocasión alguien le recordó su origen indigno: «¿Tú no te llamabas Paca?». «¡Esa era mi abuela!», respondió ella, que era muy brava.

—¿A quién pensaba Thomas Bouvier que iba a engañar con el chisme de la pobre niña que buscaba refugio de la gran guerra europea? ¿A quién? —estaba diciendo Bárbara.

—A todos —respondió Clara—. Que yo sepa, ésta es la primera vez que alguien pone en duda el origen de Greta Solidej.

—Porque todos los cuates de Thomas disimularon su espanto como pudieron — protestó la otra—. Era un buen amigo, T. H. Bouvier. A más de uno le había sacado las castañas del fuego. No olvides que era muy poderoso, muy rico y muy generoso también.

Le siguieron el juego. Le dejaron enjuagar las lágrimas en los cabellos dorados de su amante y hasta se sintieron aliviados, en cierto modo, del peso del desconsuelo de Thomas sobre sus hombros. La vida resplandeció de nuevo en lo alto de la colina. Regresó la música, la luz, la alegría, y al cabo de un tiempo, hasta el propio Thomas creyó a pies juntillas la mentira que él mismo había inventado.

—Ahora bien —otro martini—, lo que nadie podía imaginar siquiera era que en el plazo de un mes Greta iba a lograr su propósito.

A Clara, en el fondo, le disgustaba que Bárbara Rivera le desmontara el mito con aquella crueldad. Se sentía incómoda, desleal, sólo por estar allí, callada, escuchándola. No sabía cuánto crédito debía darle a sus palabras y, aunque anhelaba testigos, los cuales eran difíciles de encontrar a esas alturas de la película, tenía la sensación de que tanto resentimiento no podía obedecer únicamente a los efectos del alcohol. Algo había tenido que ocurrir entre ellas para envenenar de aquel modo su amistad. ¿Qué daño tuvo que hacerle Greta Bouvier a Bárbara Rivera para que a lo largo de toda una vida aquella mujer disimulara su odio detrás de una apariencia de normalidad, de cordialidad incluso, de devoción enfermiza, con la única esperanza de destruir a Greta en cuanto tuviera ocasión?

—Cómo lo convenció para que se casara con ella, nadie lo supo —estaba diciendo ahora, y, aunque tenía los ojos clavados en Clara, su vista había vuelto al pasado y se paseaba por los arrecifes de Acapulco—. Pero su intención era evidente para todos, excepto para el pobre Thomas. Él llegó a creer de veras que Greta se había enamorado de él. Vamos, que no me hagan reír, si tenía casi ochenta años y ella veinticinco. Lo único que quería era la fortuna de Thomas, de eso no hay duda. Ahora bien, lo que nadie podía imaginar era que estuviera dispuesta a llegar tan lejos.

—¿A qué se refiere, Bárbara? ¿A casarse con él?

—No, tonta —le respondió la otra regresando de golpe al presente—. A terminar tan pronto con la vida de Thomas.

—¿Cómo?

Clara se estremeció. ¿Sospechaba Bárbara que Greta había asesinado a Thomas?

—Bueno —continuó la otra—, podía haber esperado un poco. Haber hecho el teatro de su enamoramiento durante un par de años, haberlo envenenado poquito a poco, haber tenido una pizca de paciencia. Al fin y al cabo, al pobre Thomas no debían de quedarle ya muchas primaveras. Pero no. Lo hizo en la misma noche de bodas.

—Pero, Bárbara —protestó Clara—, ¿de veras cree que Greta…?

—¿Si lo mató? —adivinó—. Claro que sí.

Tenía el corazón delicado Thomas Bouvier en todos los sentidos; el figurado y el real. Sufría una cardiopatía congénita que había limitado su actividad física toda su vida. De vez en cuando, viajaba a solas a Houston para revisar los engranajes de su máquina defectuosa y, al volver, invitaba a todo el mundo a emborracharse con él. Decía que al cuerpo había que engañarlo; que si uno lograba convencerlo de que estaba sano, acabaría por creerlo de veras. Por eso se había propuesto desobedecer las órdenes de sus doctores al pie de la letra. Bajaba y subía la cuesta a pie, a pleno sol, bebía y comía lo que le daba la gana, trasnochaba y visitaba a las mulatas con una frecuencia desmedida. Y el caso era que la técnica le estaba dando buen resultado. Era uno de los hombres más imprudentes de la Tierra y, sin embargo, estaba a punto de cumplir ochenta años de excesos.

Al parecer, existía una corriente de preocupación entre los amigos de Thomas que remataba siempre en el último piso del Casino Español ahogada en vino tinto. «Si sigues así —le decían dando tumbos por la escalera—, un día nos vas a dar un disgusto», y luego lo acompañaban a la cantina del puerto, donde le fiaban la última copa y lo abandonaban allí, como a un perro vagabundo de esos que amanecen atropellados en una cuneta. Así las cosas, Bárbara Rivera culpaba a Greta de la muerte de su esposo.

—Todo el mundo sabía lo enfermo que estaba su pobre corazón —aseguró—. Resistió a duras penas el disgusto de Gloria. Su médico nos avisó de que cualquier emoción podría ser fatal.

—¿Y entonces?

—Entonces se casó con Greta.

—Y murió.

—Exacto. En la noche de bodas. —Vació la copa de un último trago—. Lo mató de amor.

Lo malo de los borrachos es que uno no sabe cuándo dicen la verdad. Aquella noche, después de la cena, cuando las palabras ya se le escurrían de la boca a Bárbara sin que ella pudiera impedirlo, Clara compartió con Tom el peso de ahogada de la dama hasta el salón. «Sólo te dije puras mentiras, puras mentiras, puras mentiras», iba gritando Bárbara entre carcajadas.

II

«Para que te sientas como en casa, Clara», le había dicho Tom al entregarle la macetita de geranios envuelta en papel celofán. Ella la colocó en el alféizar de la ventana que daba a la rotonda y aspiró su aroma a puro invernadero. «Vaya excentricidad, geranios en diciembre», había comentado Greta derramando su particular jarro de agua fría sobre el detalle del hijo. Aquel perfume a flores trasladó a Clara muy lejos de allí. Supo entonces lo mucho que añoraba el olor del campo húmedo en otoño, la tierra negra bajo el paraguas de los castaños y los chopos, y los álamos del Guadalete. En la fachada de su casa de Arcos las ventanas tenían una hendidura a ambos lados para poder ver quién subía y bajaba por la calle sin tener que asomarse al viento. Eran de cal las paredes de todas las casas de su barrio, y de hierro los balcones, de madera las vigas y de cantos rodados las calzadas. Y de vez en cuando, en alguna esquina, quedaba todavía un pie de estribo, en recuerdo de los tiempos de los coches de caballos, las muías y los asnos que debían de llenar el aire de la ciudad, ya de por sí impregnado de los tañidos de las campanas y del grito de los vencejos, del eco de las herraduras.

Las callejas eran tan estrechas en aquel Arcos de su alma que más valía recorrerlas a pie. Gabriel Hinestrosa dejó el Mercedes donde Clara le dijo, en la plaza nueva, a los pies de la cuesta, y la siguió jadeando por la pendiente, cargando con la maleta de los dos. Era mayo, pero hacía un calor de agosto. Clara llevaba las piernas a la vista, desnudas y suaves, con los músculos acostumbrados a trepar laderas, el dobladillo de la falda rozándole la piel morena, una cola de caballo sobre el cuello húmedo, un vestidito de algodón que apenas le recogía el cuerpecillo sin peso. Se maravillaba Hinestrosa de lo etérea que resultaba aquella niña bajo sus sábanas.

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