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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Aullidos (7 page)

BOOK: Aullidos
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—Lo lamento, pequeñajo, pero estás aquí porque te he traído yo. Tienes que aprender a comportarte respetuosamente.

Rumbo
miró al mozo de la cantina, soltó un ladrido en señal de agradecimiento y se alejó.

Yo miré a los dos hombres, los cuales me observaban sonriendo, les di las gracias y eché a correr detrás de
Rumbo
.

—¿A dónde vamos ahora? —le grité.

—Baja la voz —me reprendió—. En este lugar hay que procurar pasar inadvertido. No les importa que yo venga, porque sé comportarme, no les molesto y… —Me miró disgustado al ver que me disponia a correr detrás de una naranja que se había caído de un puesto de frutas—… y jamás cojo nada a menos que me lo ofrezcan.

Yo me olvidé de la naranja.

A la salida del mercado nos dieron a cada uno la mitad de un plátano negro y seguimos nuestro camino por las abarrotadas calles.

—¿A dónde vamos? —insistí.

—A robar comida —contestó.

—Pero si acabas de decir…

—Allí éramos unos convidados.

—Ah.

Al llegar a una carnicería,
Rumbo
se detuvo y asomó la cabeza por la puerta.

—Tenemos que andarnos con cuidado porque ya estuve aquí la semana pasada —murmuró.

—Mira,
Rumbo
, no creo que…

Pero no me dejó terminar la frase.

—Colócate en aquel rincón, procurando que el carnicero no te vea.

—Pero…

—Cuando te hayas situado, intenta atraer su atención. Luego ya sabes lo que tienes que hacer.

—¿Qué es lo tengo que hacer?

—Ya lo sabes.

—No lo sé. ¿A qué te refieres?

Rumbo
soltó un gruñido.

—¡Dios me libre de los imbéciles! Tienes que hacer tus necesidades.

—No puedo entrar ahí y hacer mis necesidades.

—Claro que puedes. Tienes que hacerlo.

—Pero es que no tengo ganas. —A decir verdad, la idea del peligro al que me exponía hizo que me entraran ganas.

—No te preocupes, lo conseguirás —me tranquilizó
Rumbo
. Luego echó un vistazo dentro de la tienda y dijo—: ¡Apresúrate! Está cortando carne. ¡Anda, corre!

Rumbo
me animó a entrar utilizando sus poderosas mandíbulas para morderme en el cuello. Estoy seguro de que ustedes habrán visto alguna vez a dos perros comportarse así frente a una carnicería, aunque no hay muchos perros como
Rumbo
y yo, sólo unos pocos. Habrán visto también a algún perro birlarle el caramelo o el helado a un niño, y seguro que han pillado a su propio perro robándoles en más de una ocasión. Pero lo que no han visto nunca —o quizá no hayan reparado en ello— es el crimen organizado canino. La mayoría de los perros son demasiado estúpidos para eso, pero les aseguro que existe.

Entré en la tienda y me deslicé junto al mostrador para evitar que me viera el carnicero, el cual se hallaba cortando un pedazo de carne. De vez en cuando me giraba para dirigir una mirada de súplica a mi compinche, pero éste me observaba implacable con sus ojos castaños. Al llegar al extremo del mostrador, alcé la cabeza cautelosamente y eché una ojeada a mi alrededor, sintiendo que un escalofrío me recorría el cuerpo cada vez que el carnicero asestaba un golpe con el cuchillo. Me metí apresuradamente en el rincón y me agaché, estrujándome las tripas para cumplir mi misión. Afortunadamente no había clientes en la tienda, lo cual habría complicado las cosas. Después de no pocos esfuerzos, noté que empezaba a tener éxito. Sin embargo, había olvidado atraer la atención del carnicero y de no ser por
Rumbo
, que se impacientó y comenzó a ladrar, habría permanecido allí toda la mañana.

El carnicero miró hacia la puerta, sosteniendo en alto el enorme cuchillo. Al ver a
Rumbo
dijo en tono amenazador:

—Conque eres tú, ¿eh? Espera a que te eche el guante.

Dejó el cuchillo sobre el mostrador y se dirigió corno una bala hacia la puerta. En aquel momento advirtió mi presencia.

Nuestras miradas se cruzaron. El hombre me miró atónito y yo sabiendo lo que iba a suceder.

—¡Huyyy! —exclamó, dándose media vuelta y precipitándose hacia mí. Yo me levanté a medias, pero era un momento delicado para echarse a correr, de modo que me arrastré como pude hacia la puerta. Entretanto,
Rumbo
se había aproximado al mostrador para seleccionar el mejor pedazo de carne. Rojo de ira, el carnicero agarró una escoba, uno de esos pesados chismes que utilizan para fregar los suelos y para barrer, y lo blandió ante mí como si se tratara de una lanza, apuntándolo hacia mi trasero. No había forma de esquivarlo y las circunstancias en que me hallaba contribuían a empeorar la situación.

Por fortuna, la escoba tenía numerosas cerdas fuertes y duras, pero no tan fuertes y duras como el mango. El carnicero me atizó un escobazo en el lomo y salí disparado del rincón, aullando y dando varias volteretas. Me levanté y corrí hacia la puerta como una liebre, seguido de
Rumbo
, el cual llevaba al menos medio kilo de carne colgando de sus fauces.

«¡Huyyy!» fue lo último que oí exclamar al carnicero mientras corría por la calle seguido de mi compinche, quien parecía sentirse muy satisfecho de sí mismo.

Los hombres y las mujeres se apartaron a un lado para dejarnos paso y un individuo cometió la torpeza de intentar arrebatar a
Rumbo
el trozo de carne que le colgaba entre los dientes. Pero éste lo esquivó con habilidad y dejó al hombre tendido de bruces en la acera. Seguimos corriendo sin detenernos, mientras
Rumbo
observaba divertido mi expresión de pánico. Al cabo de un rato me gritó:

—¡Por aquí, pequeñajo, hacia el parque!

Sentí deseos de seguir adelante sin hacerle caso, de alejarme de este ladrón, pero estaba famélico; además, me había ganado mi parte del botín. Cruzamos una enmohecida verja y atravesamos centenares de hectáreas de césped rodeadas de gigantescos árboles, aunque en realidad se trataba de un pequeño parque municipal.
Rumbo
desapareció detrás de unos arbustos y yo le seguí, dejándome caer, jadeando y exhausto, sobre un montón de tierra a pocos pasos del lugar donde él había decidido detenerse. Mientras yo trataba de recuperar el resuello, mi compañero me miró con aire de superioridad y asintiendo satisfecho.

—Buen trabajo, cachorro —dijo—. Si te dejas guiar por mí, llegarás lejos. No eres un estúpido como los otros perros.

Aunque no hacía falta que me lo dijera, le agradecí el cumplido. No obstante, protesté irritado:

—Si ese tipo llega a alcanzarme, me hubiera hecho pedazos. Yo no puedo correr tan de prisa como tú.

—Los perros corren más que los nombres. Jamás te hubiera alcanzado.

—Pues me atizó un buen golpe —repliqué, moviendo mis cuartos traseros para comprobar si me había lastimado.

Rumbo
sonrió.

—Te llevarás más de un golpe en la vida, cachorro. Los hombres son unas criaturas muy extrañas. —Luego se puso a olfatear y a lamer el pedazo de carne que yacía entre sus patas—. Ven a por tu ración.

Yo me levanté y me sacudí un poco.

—Antes tengo que terminar un asunto —dije, y me dirigí hacia unos matorrales.

Cuando regresé al cabo de unos minutos,
Rumbo
ya le había hincado el diente a la carne, chupándola y masticándola de una forma repugnante. Antes de que se tragara el pedazo entero, me precipité sobre él y me puse a devorarlo de una forma tan repugnante como mi compañero. Era el mejor festín que había probado desde que era un perro. Quizá fuera la emoción de la jornada, la tensión del robo, lo que hizo que aumentara mi apetito, pues ni siquiera las salchichas de Bella me habían parecido tan sabrosas.

Nos tumbamos entre los arbustos, relamiéndonos y sintiendo todavía el sabor de la jugosa sangre de la carne. Al cabo de un rato, me volví hacia mi nuevo compañero y le pregunté si solía robar comida con frecuencia.

—¿Robar? ¿Qué quieres decir? Un perro tiene que alimentarse, así que coges la comida donde la encuentras. No puedes fiarte de lo que te den los hombres, te morirías de hambre. Tienes que permanecer siempre alerta y agarrar lo que pilles.

—De acuerdo, pero nosotros entramos en la carnicería y robamos el pedazo de carne —insistí yo.

—Eso no es robar. Al fin y al cabo, somos animales —contestó.

Yo me encogí de hombros. En aquellos momentos me sentía plenamente satisfecho y no tenía ganas de discutir. De todos modos, me pregunté si
Rumbo
había notado algo en mí.

Luego se levantó de un salto y exclamó:

—¡Anda, cachorro, vamos a jugar un rato!

Echó a correr por entre los matorrales hacia un claro. Yo sentí un súbito estallido de energía, como si alguien hubiera accionado un resorte en mi interior, y eché a correr detrás de mi compañero, ladrando alegremente y agitando el rabo. Nos perseguimos mutuamente, nos revolcamos en la hierba y nos peleamos.
Rumbo
disfrutaba haciéndome rabiar, haciendo gala de sus aptitudes en materia de velocidad, maniobrabilidad y fuerza, sometiéndose a mis impetuosos ataques y apartándome bruscamente cuando empezaba a sentirme en pie de igualdad con él. Yo me sentía muy feliz.

Era estupendo revolcarse en la hierba, restregar el lomo sobre ella y aspirar su aroma. Hubiera deseado permanecer allí todo el día, pero a los diez minutos apareció el guarda del parque con cara de pocos amigos y nos obligó a marcharnos. Le hicimos rabiar un poco, brincando a su alrededor y esquivándole cuando estaba a punto de alcanzarnos.
Rumbo
, más temerario que yo, pegó un salto y le dio un empujón. El guarda soltó unas palabrotas mientras nos burlábamos de él, pero al poco rato
Rumbo
se cansó de este juego y se largó sin decir palabra.

—¡Espérame! —le grité.

Él detuvo el paso.

—¿Dónde vamos ahora? —pregunté.

—A desayunar.

Me condujo a través de varios callejones hasta que llegamos a un enorme muro de chapa ondulada que se extendía a lo largo de la acera. Penetramos por un agujero en el muro y
Rumbo
empezó a mover el hocico, como si percibiera un olor que le resultaba familiar.

—Hemos tenido suerte —dijo—, el Jefe está en su oficina. Ahora escúchame bien, cachorro: no hagas el menor ruido. El Jefe no tiene mucha paciencia con los perros, así que no le molestes. Si te dice algo, agita el rabo y hazte el tonto. No te pongas a alborotar. Si está de mal humor, que es lo más probable, te largas. ¿Entendido?

Yo asentí, un tanto nervioso ante la perspectiva de conocer al «Jefe». Eché un vistazo a mi alrededor y vi que nos hallábamos en un enorme solar repleto de unos viejos y desvencijados automóviles amontonados en precarias pilas. Junto a éstas había unas pilas de piezas oxidadas. En una esquina vi una vieja grúa y comprendí que nos hallábamos en un taller de desguace.

Rumbo
se acercó a un dilapidado cobertizo situado en el centro del solar y comenzó a ladrar y a arañar la puerta. Entre los montones de chatarra destacaba un flamante y reluciente «Rover» azul, aparcado junto al cobertizo.

De pronto se abrió la puerta y apareció el Jefe.

—¡Hola,
Rumbo
l —dijo, saludando a mi amigo con una sonrisa. Parecía estar de buen humor—. Conque has vuelto a irte de juerga, ¿eh? Eres un perro guardián, ¿comprendes?, tu misión es evitarme quebraderos de cabeza.

Luego se agachó junto a
Rumbo
para acariciarle el lomo y darle unas palmaditas en los cuartos traseros.
Rumbo
se comportó como cabía esperar, agitando el rabo y sonriendo continuamente, lamiendo de vez en cuando el rostro del Jefe pero sin abrumarlo con sus caricias. El Jefe era un hombre fornido, vestido con una chaqueta de cuero que acentuaba sus amplias espaldas. Tenía el aspecto de un tipo duro que se había acostumbrado a la buena vida, a la buena comida y al buen vino. Entre sus dientes sostenía un grueso puro que parecía formar parte de él, lo mismo que su aplastada nariz. Su cabello, el cual empezaba a escasear, le cubría las orejas y le colgaba sobre el cuello. En una mano lucía una ostentosa sortija de oro y en la otra un no menos ostentoso brillante. Tenía unos cuarenta años y el aspecto de un auténtico canalla.

—¿Y eso? —preguntó el Jefe, mirándome sorprendido—. Conque te has traído a tu novia, ¿eh?

Su estúpido error me puso furioso. Rectificó en seguida.

—No, ya veo que es un amigo. Ven, chico, acércate.

Alargó una mano hacia mí, pero yo retrocedí atemorizado.

—Acércate, pequeñajo —me ordenó
Rumbo
secamente.

Yo me acerqué con cautela, desconfiando de ese hombre que constituía una extraña mezcla de bondad y crueldad. Por regla general, cuando pruebas el sabor de la gente, te das cuenta de que poseen ambas características, aunque una predomina sobre la otra. En el caso del Jefe, ambas características estaban equilibradas, lo cual, según descubrí más tarde, suele ser muy frecuente en hombres como él. Le lamí los dedos, dispuesto a largarme a la primera señal de agresión. Sus dedos tenían unos sabores deliciosos y empecé a lamerlos con más ímpetu, pero él me contuvo apretándome las mandíbulas con su enorme manaza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, tirando bruscamente de mi collar. Yo me aparté aterrado.

—No temas, pequeñajo, no te hará ningún daño si te portas bien —me tranquilizó
Rumbo
.

—¿No tienes nombre? ¿Ni dirección? Al parecer, tus dueños no te quieren. —El Jefe me soltó, dándome un empujoncito hacia
Rumbo
.

Luego se levantó y tuve la impresión de que había olvidado por completo mi presencia.

—Ven,
Rumbo
, veamos qué es lo que te envía la parienta. —Se acercó al «Rover», abrió el maletero y sacó una interesante bolsa de plástico que olía a comida.
Rumbo
y yo nos pusimos a brincar alrededor de sus tobillos mientras el Jefe sostenía la bolsa en alto—. Tranquilos, tranquilos. Cualquiera diría que hace una semana que no probáis bocado. —
Rumbo
me miró sonriendo.

Luego se dirigió a la parte trasera del cobertizo y echó el contenido de la bolsa en un recipiente de plástico, lo cual consistía en un hueso de carne, unos cereales, unos pedazos de tocino ahumado y media barra de chocolate. Entre las sobras había también unas alubias frías. Como ser humano, aquella repugnante mezcla me habría producido náuseas; pero para un perro constituía un auténtico festín.

BOOK: Aullidos
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