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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (39 page)

BOOK: Bajo el hielo
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—En ese caso, acepto.

—Así podremos charlar sobre los avances de tus pesquisas —añadió el juez con un guiño—. Dentro de los límites de lo que tú me puedas decir, claro está, desde un punto de vista más teórico que práctico, digamos. Siempre es interesante tener que justificar las propias hipótesis y conclusiones delante de otra persona.

Servaz sabía que el juez tenía razón. Aun así, no tenía intención de contárselo todo. De todas maneras era consciente de que, con su mente acerada y su lógica profesional, Saint-Cyr podría serle útil. Y si el caso guardaba relación con el de los suicidas, el antiguo magistrado podría aportarle mucha información.

Después de un caluroso apretón de manos, Servaz salió a la noche. En el puentecillo advirtió que volvía a nevar. Respiró profundamente el aire nocturno para despejarse un poco y los copos le mojaron las mejillas. Se encaminaba al coche cuando el teléfono vibró en su bolsillo.

—Hay novedades —anunció Ziegler.

Servaz se puso tenso. Miró el molino desde el otro lado del arroyo. La silueta del juez pasó detrás de una ventana, transportando platos y cubiertos. Por encima del molino, la nieve caía tupida esa noche.

—Había sangre de otra persona que no es Grimm en el escenario del crimen. Acaban de identificar su ADN.

Servaz tragó saliva, con la impresión de que se abría un abismo bajo sus pies. Sabía lo que le iba a decir.

—Era de Hirtmann.

* * *

En el Instituto era poco más de medianoche cuando sonó el quedo chirrido de una puerta. Diane no dormía. Aguardaba tendida en la cama, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad… vestida todavía. Volvió la cabeza y vio el rayo de luz bajo la puerta. Después percibió los callados pasos.

Se levantó.

¿Por qué hacía aquello? Nada la obligaba. Entreabrió la puerta.

En el pasillo volvía a reinar la oscuridad… pero la escalera del fondo estaba alumbrada. Después de lanzar una ojeada del otro lado, salió. Iba con vaqueros, jersey y zapatillas. ¿Cómo explicaría su presencia por los pasillos a esa hora si por azar se topara con alguien? Llegó a la escalera y aguzó el oído. Oyó el eco de unos pasos furtivos abajo. No se pararon ni en el tercer piso ni en el segundo: se detuvieron en el primero. Diane se quedó paralizada, sin atreverse a inclinarse por encima de la barandilla.

La persona a la que seguía acababa de teclear el código de acceso del primer piso en el dispositivo biométrico. Había uno por piso, con excepción del último, donde se encontraba el dormitorio del personal. Oyó el zumbido de la puerta del primero, que luego se volvió a cerrar. ¿Realmente le convenía hacer eso? ¿Seguir la pista de alguien en plena noche en su nuevo puesto de trabajo?

Bajó las escaleras hasta la puerta e, indecisa, contó hasta diez. Iba a marcar el código cuando se le ocurrió algo.

Las cámaras…

Todos los lugares por donde pasaban o dormían los pacientes estaban vigilados con cámaras. Las había en todos los lugares estratégicos, tanto en la planta baja como en el primero, segundo y tercer pisos. No había, en cambio, cámaras en las escaleras de servicio, a las que no tenían acceso los internos, ni tampoco en el cuarto piso, donde se encontraba el dormitorio del personal. En el resto de las dependencias, las cámaras eran omnipresentes. Era imposible reanudar aquella persecución sin pasar en un momento u otro delante de su campo de visión…

La persona que iba delante de ella no tenía pues miedo a ser filmada. No obstante, si las cámaras grababan a Diane yendo tras ella, sería su comportamiento el que suscitaría sospechas…

Estaba reflexionando sobre el asunto cuando sonaron unos pasos al otro lado de la puerta. Apenas tuvo tiempo de precipitarse en la escalera y de esconderse en ella antes de que volviera a sonar el dispositivo de seguridad biométrica.

Durante un instante el miedo le encogió el corazón, pero en lugar de volver a subir hacia los dormitorios, la persona a la que había seguido continuó bajando. Diane no lo dudó ni un momento.

«¡Estás loca!».

Al llegar delante de la puerta de la planta baja se detuvo. No había nadie a la vista. «¿Dónde se ha metido?». Si la persona había entrado en las dependencias comunes, tendría que haber vuelto a oír el zumbido de las cerraduras de seguridad. Faltó poco para que no reparase en la puerta del sótano, situada a la izquierda, debajo del último tramo de escaleras: se estaba cerrando… Como en ese lado solo tenía una manecilla fija, había que abrirla con una llave. Se precipitó e introdujo la mano en el resquicio, justo antes de que se cerrara el pesado batiente metálico.

Tuvo que realizar un esfuerzo para tirar de él.

Más escaleras, en áspero cemento en ese caso, que se hundían en las oscuras profundidades del subsuelo. Había unos quince escalones hasta un rellano y después otros más que partían en sentido inverso. La escalera era empinada y las paredes estaban desconchadas.

Se quedó indecisa.

Una cosa era seguir a alguien a través de los pasillos del Instituto —si la sorprendían siempre podía aducir que se había quedado hasta tarde en su despacho y que se había perdido—, pero otra cosa muy distinta era seguir a esa misma persona por el sótano.

Los pasos seguían bajando…

Decidiéndose, dejó que la pesada puerta se cerrara por sí sola: del lado del subsuelo, esta se abría mediante una barra de seguridad horizontal. El batiente produjo un ligero chasquido. Después se halló envuelta por una fría humedad mineral y por un olor a sótano. Emprendió el descenso. Se encontraba en el segundo tramo de escalones cuando, de repente, se apagó la luz. Perdió pie buscando el siguiente escalón. Se desequilibró y, emitiendo un grito ahogado, se propinó un duro golpe en el hombro contra la pared de abajo. Con una mueca de dolor se llevó la mano al hombro. Luego retuvo la respiración. ¡Los pasos se habían detenido! El miedo, que hasta entonces no era más que una vaga presencia en la periferia de su cerebro, la invadió de pronto. El corazón le dio un brinco en el pecho; ya no oía nada más que el zumbido de la sangre en sus tímpanos. Iba a dar media vuelta cuando se reanudaron los pasos: se alejaban. Miró hacia abajo. La oscuridad no era total: una luz imprecisa y fantasmagórica subía por la escalera y se desparramaba sobre las paredes como una fina capa de pintura amarilla. Reanudó el descenso, apoyando con precaución un pie tras otro, hasta que llegó a un gran corredor alumbrado por una débil luz.

Vio tubos y haces de cables eléctricos en el techo, regueros de orín y manchas negras de humedad en las paredes.

El sótano… un sitio que pocos miembros del personal debían de conocer.

Aire estancado; el terrible frío y la humedad le hicieron pensar en una tumba.

Los ruidos… —pasos que se alejaban, goteo del agua que se desprendía del techo, ronquido de un distante sistema de aireación— todo adquiría una inquietante presencia.

Se estremeció. La sacudida le acarició el espinazo como una gélida mano. ¿Debía continuar o no? Aquel sitio, con sus intersecciones y pasillos, parecía laberíntico. Tomando el control de sus emociones, trató de determinar la dirección por la que avanzaban los pasos. Sonaban cada vez más apagados y la luz mermaba también: debía darse prisa. La luz y los sonidos venían del mismo lado. Llegó hasta la esquina siguiente y se inclinó. Había una silueta al fondo… Apenas le dio tiempo a entreverla antes de que desapareciera por la derecha.

Diane se dio cuenta de que la trémula y vacilante luz que alumbraba el pasillo como si fuera una estela de la persona provenía de una linterna eléctrica.

Con un nudo en la garganta, se apresuró para no quedarse sola en medio de la oscuridad. Temblaba, no sabía si de frío o de miedo. «¡Es una locura! ¿Qué hago yo aquí?». ¡No tenía absolutamente nada a su alcance para defenderse! Debía asimismo tener cuidado de dónde ponía los pies, pues aun siendo anchos, los pasillos estaban casi totalmente obstruidos en ciertos lugares por un montón de trastos: somieres, colchones, camas de hierro apoyadas en las paredes, lavabos picados, sillones y sillas rotos, cajas, ordenadores y televisores inservibles… La silueta, para colmo, no paraba de girar a derecha e izquierda, adentrándose más y más en las entrañas del Instituto, de modo que solo podía contar con la temblorosa estela de luz que dejaba tras de sí para adivinar por qué lado se había desviado. Estuvo tentada de renunciar y regresar por donde había llegado, pero comprendió que era demasiado tarde. ¡Jamás encontraría la salida a oscuras! Se planteó qué ocurriría si apretaba un interruptor y todo el sótano se iluminaba. La persona de delante se daría cuenta de que alguien la seguía. ¿Cómo reaccionaría? ¿Volvería hacia atrás? Diane no tenía más alternativa que seguir la luz. A su alrededor, en medio de una oscuridad casi total, unas minúsculas garras raspaban el suelo. «¡Ratas!». Salían corriendo a su paso. Diane sentía el peso de las tinieblas en los hombros. La luz aumentaba o se reducía según se incrementaba o reducía la distancia que la separaba del individuo…

Estaba tomando conciencia de que se había dejado llevar por un impulso, sin reflexionar. ¿Por qué no se habría quedado en su habitación?

De repente, oyó el chirrido de una puerta metálica. Luego esa misma puerta se cerró… ¡y se encontró envuelta en la más completa oscuridad! Era como si hubiera perdido la vista. Totalmente desorientada, no veía ya ni su cuerpo, ni sus pies, ni sus manos… Solo la negrura de la oscuridad, una negrura compacta que ninguna mirada habría podido penetrar. La sangre se puso a latir en sus oídos e intentó tragar, pero tenía la boca seca. Giró sobre sí misma, en vano. Aún oía el sordo ruido del sistema de aireación y el goteo del agua, pero se le antojaba tan lejano e inútil como la sirena de niebla para el navío que está naufragando en una noche de tormenta. Después se acordó del teléfono móvil que llevaba siempre en el bolsillo trasero del pantalón. Lo sacó con mano trémula. La luz de la pantalla, más débil aún de lo que había previsto, apenas le iluminaba la punta de los dedos. Se puso en marcha hasta que la minúscula aureola cercada de tinieblas halló algo más que alumbrar aparte de su mano: una pared, o cuando menos unos cuantos centímetros cuadrados de cemento. Siguió despacio el muro durante varios minutos, hasta el momento en que apareció un interruptor. Los fluorescentes parpadearon antes de propagar su versión eléctrica del día por el subsuelo al tiempo que ella se precipitaba hacia el lugar por donde había oído el ruido de la puerta. Era idéntica a la que había franqueado anteriormente. Mientras empujaba la barra de seguridad, se dijo que una vez que se encontrara en el otro lado y la puerta se hubiera cerrado ya no tendría manera de volver atrás. Dio unos pasos en el sótano hasta el momento en que localizó una plancha entre una pila de objetos desechados y la interpuso entre el batiente y el bastidor después de salir.

Una escalera y un ventanal, los reconoció de inmediato: ya había estado allí. Subió los primeros escalones y luego se detuvo… Más valía no seguir. Sabía que arriba había una cámara y también una recia puerta blindada provista de una ventanilla que daba a una antecámara.

Alguien se desplazaba con nocturnidad hasta la unidad A…

Alguien que utilizaba la escalera de servicio y el sótano para evitar las cámaras de vigilancia, con excepción de la que se encontraba encima de la puerta blindada… Diane tenía las manos húmedas y un nudo en el estómago. Comprendió lo que aquello implicaba: esa persona tenía un cómplice entre los guardianes de la unidad A.

Se dijo que quizá no era nada —un encuentro entre miembros del personal que, en lugar de dormir, jugaban a escondidas al póker, o incluso una relación clandestina entre el señor Mundo y alguna empleada— pero en el fondo sabía que se trataba de algo distinto. Había oído demasiadas cosas ya. Había emprendido un viaje a un lugar donde reinaban la locura y la muerte. Lo malo era que ni una ni otra se hallaban bajo control como ella había previsto; por alguna inexplicable vía, habían logrado escapar de su encierro. Allí sucedía algo siniestro, y tanto si quería como si no, al ir al Instituto había entrado en ese juego…

18

La nieve caía cada vez más densa y ya empezaba a cuajar cuando Servaz aparcó delante de la gendarmería. El ordenanza de la puerta dormitaba. Habían bajado la reja y tuvo que volver a subirla para dejar pasar a Servaz. Sosteniendo una pesada caja ante sí, el policía se dirigió a la sala de reuniones por los silenciosos y solitarios pasillos. Faltaba poco para medianoche.

—Por aquí —indicó una voz en el momento en que pasaba delante de una puerta.

Se detuvo y echó una ojeada. Irène Ziegler se había instalado en un pequeño despacho sumido en la penumbra. Solo había encendida una lámpara. A través de los estores, Servaz percibió los copos de nieve que se arremolinaban bajo la luz de una farola. Ziegler bostezó y se estiró y él comprendió que había estado cabeceando mientras lo esperaba. Primero miró la caja y después le sonrió. De pronto, a aquella hora de la noche, encontró encantadora aquella sonrisa.

—¿Qué es eso?

—Una caja.

—Ya veo. ¿Y qué hay dentro?

—Todo lo relacionado con los suicidas.

En los ojos verdes destelló un brillo de sorpresa e interés.

—¿Se lo ha dado Saint-Cyr?

—¿Un café? —propuso, depositando la pesada caja en el escritorio más cercano.

—Corto, con azúcar. Gracias.

Servaz se encaminó a la máquina que había al fondo del pasillo y regresó con los vasos de poliestireno.

—Toma —dijo.

Ella lo miró, sorprendida.

—Quizás empieza a ser hora de que nos tuteemos ¿no? —se excusó, pensando en la espontaneidad con que el juez lo había tuteado de inmediato.

¿Por qué diablos no era él capaz de hacer lo mismo? ¿Sería lo avanzado de la hora o la sonrisa que ella acababa de dirigirle lo que lo habían incitado a dar de repente el paso?

Vio que Ziegler volvía a sonreír.

—De acuerdo. ¿Y esa cena? Instructiva, por lo que parece.

—Tú primero.

—No, tú primero.

Se apoyó en el borde del escritorio y advirtió un juego de solitario en la pantalla. Después inició el relato. Ziegler lo escuchó con interés, sin interrumpirlo ni una sola vez.

—¡Es una historia increíble! —comentó cuando Servaz hubo acabado.

—Lo que me extraña es que tú nunca hubieras oído hablar de eso.

La joven frunció el entrecejo y pestañeó.

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