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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (40 page)

BOOK: Bajo el hielo
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—Me suena vagamente de algo, quizá de algunos artículos en el periódico o de alguna conversación de mis padres durante alguna cena. Te recuerdo que yo aún no estaba en la gendarmería por entonces. En realidad, tenía más o menos la edad de esos adolescentes.

De improviso se dio cuenta de que no sabía nada de ella, ni siquiera donde vivía, y que ella tampoco sabía nada de él. Desde hacía una semana todas sus conversaciones se centraban en la investigación.

—Sin embargo, no vivías lejos de aquí —insistió.

—Mis padres vivían a unos quince kilómetros de Saint-Martin, en otro valle. Yo no fui a la escuela aquí; entonces ser de otro valle era como ser de otro mundo. Para un niño, quince kilómetros son como mil para un adulto. Cada adolescente tiene su territorio. Por la época de los hechos, yo cogía el autobús escolar veinte kilómetros más al oeste e iba al instituto de Lannemezan, situado a cuarenta kilómetros de aquí. Después estudié en la facultad de Derecho en Pau. Ahora que lo dices, me acuerdo de que en el patio de recreo se habló del tema de esos suicidios…, Me había olvidado por completo.

Captó que le costaba hablar de su juventud y se preguntó por qué.

—Sería interesante pedir la opinión de Propp —dijo.

—¿Su opinión sobre qué?

—Sobre el motivo por el que se te borraron aquellos hechos de la memoria.

Le lanzó una mirada entre seria y burlona.

—Y este asunto de los suicidios de los chicos, ¿qué relación tiene con Grimm?

—Quizá ninguna.

—Entonces, ¿por qué vamos a interesarnos por él?

—El asesinato de Grimm tiene trazas de ser una venganza y alguien o algo impulsó a esos niños a cometer el suicidio. Además, está la denuncia presentada hace años contra Grimm, Perrault y Chaperon por esa historia de chantaje sexual… Si juntamos las piezas, ¿qué obtenemos?

Servaz sintió de repente una descarga eléctrica en el cuerpo, la convicción de que tenía algo. Ese algo estaba allí, al alcance de su mano. Era el sombrío meollo de la historia, la masa crítica de la que irradiaba todo. Estaba en algún sitio, escondido en un ángulo muerto… La adrenalina le corría por las venas.

—Sugiero que empecemos examinando lo que hay en esa caja —apuntó con un leve temblor de voz.

—¿Ahora mismo? —preguntó ella.

Casi no era una pregunta. Servaz percibió la misma esperanza y entusiasmo en su cara. Consultó el reloj. Era casi la una de la mañana y fuera seguía nevando.

—De acuerdo. La sangre —espetó, cambiando bruscamente de tema—, ¿dónde la encontraron exactamente?

—En el puente —repuso ella con expresión turbada—, cerca del sitio donde estaba colgado el farmacéutico.

Dejaron transcurrir un instante sin hablar.

—Sangre —repitió él—. ¡Es imposible!

—El laboratorio es categórico.

—Sangre, como si…

—Como si Hirtmann se hubiera herido al colgar el cuerpo de Grimm…

Ziegler se puso manos a la obra. Estuvo rebuscando en la caja llena de carpetas, de blocs de taquigrafía y de correo administrativo hasta el momento en que sacó una carpeta titulada «Síntesis». El propio Saint-Cyr la había redactado, no cabía duda. El juez tenía una letra precisa y rápida, en nada parecida al garabateo de los médicos.

Servaz comprobó que había resumido las diferentes etapas de la investigación con una claridad y concisión extraordinarias. Ziegler utilizó a continuación aquella síntesis para orientarse en el fárrago de la caja. Comenzó sacando las piezas del expediente y repartiéndolas en pequeños montones: los informes de autopsia, las actas de las audiencias, los interrogatorios de los padres, la lista de las pruebas, las cartas encontradas en el domicilio de los adolescentes… Saint-Cyr había hecho fotocopias de todos los documentos del expediente para su uso personal. Además de las fotocopias, había:

- recortes de prensa,

- notas adhesivas de recordatorio,

- hojas sueltas,

- unos planos donde aparecía, marcado con una cruz negra, el lugar donde tal o tal adolescente se había suicidado y también unos misteriosos itinerarios hechos con flechas y círculos rojos,

- boletines escolares,

- fotos de clase,

- notas redactadas en pedazos de papel,

- tiques de peaje…

Servaz se quedó estupefacto. Aquello era la demostración de que el viejo juez se había tomado los casos como un asunto personal. Al igual que otros investigadores antes que él, se había obsesionado totalmente por aquel misterio. ¿Acaso esperaba descubrir la solución en su casa, cuando no tendría nada más que hacer que consagrarle todo su tiempo? Después encontraron un documento que todavía resultaba más impactante: la lista de las siete víctimas, con su foto y las fechas de su suicidio.

2 de mayo de 1993: Alice Ferrand, 16 años

7 de junio de 1993: Michaël Lehmann, 17 años

29 de junio de 1993: Ludovic Asselin, 18 años

5 de septiembre de 1993: Marion Dutilleul, 15 años

24 de diciembre de 1993: Séverine Guérin, 18 años

16 de abril de 1994: Damien Llaume, 16 años

9 de julio de 1994: Florian Vanloot, 17 años

—¡Dios santo!

La mano le temblaba cuando la dispuso sobre el escritorio, bajo el haz de la lámpara: siete fotos grapadas a siete pequeñas fichas de cartulina, siete caras sonrientes. Unos miraban el objetivo, otros desviaban la mirada. Observó a su colaboradora. De pie a su lado, parecía fulminada. Luego Servaz volvió a posar la vista en las caras y sintió que se le formaba un nudo en la garganta.

Ziegler le tendió la mitad de los informes de la autopsia y se concentró en la otra mitad. Durante un momento, leyeron en silencio. Como era de prever, los informes concluían que las muertes habían sido por ahorcamiento, excepto en un caso en que la víctima se había arrojado desde un precipicio y en el del chico que había burlado la vigilancia electrocutándose en la bañera. Los forenses no habían detectado ninguna anomalía, ninguna zona de sombra. Los escenarios del «crimen» estaban limpios y todo confirmaba que los adolescentes habían acudido solos al lugar de su muerte y que habían actuado solos también. Cuatro de las autopsias las habían efectuado Delmas y otro forense que Servaz conocía, igual de competente que él. Después de las mismas hicieron indagaciones entre el vecindario, destinadas a precisar la personalidad de las siete víctimas, al margen de los testimonios de los padres. Como siempre, había algunos comadreos sórdidos o malintencionados, pero en conjunto trazaban el retrato de unos adolescentes normales, excepción del caso de un chico problemático, Ludovic Asselin, conocido por su agresividad contra sus compañeros y su rebeldía frente a la autoridad. Los testimonios más emotivos los había suscitado Alice Ferrand, la primera víctima, que parecía contar con el aprecio de todos y a la que presentaban de forma unánime como una niña entrañable. Servaz observó la foto: pelo rizado del color del trigo maduro, una piel de porcelana; miraba al objetivo con sus hermosos ojos y un aire de gravedad. En aquel bonito rostro cada detalle parecía esculpido con precisión de miniaturista. Aunque era la cara de una guapa joven de dieciséis años, la mirada era la de una persona de más edad. Transmitía inteligencia… pero también algo más. ¿O serían imaginaciones suyas?

Hacia las tres de la madrugada acusaron el cansancio. Servaz decidió tomarse un respiro. Salió al pasillo, entró en el lavabo y se mojó la cara con agua fría. Después, al erguirse, se miró en el espejo. Uno de los fluorescentes parpadeaba con un chisporroteo, proyectando un siniestro brillo sobre las puertas alineadas tras él. Servaz había comido y bebido demasiado en casa de Saint-Cyr, estaba agotado y todo ello se traslucía en su aspecto. Entró en uno de los retretes y tras aliviar la vejiga con un potente chorro, se lavó las manos y las secó con el aire caliente. Al salir, se detuvo delante de la máquina de bebidas.

—¿Un café? —consultó en medio del pasillo desierto.

Su voz rebotó en el silencio. La respuesta le llegó por la puerta abierta, desde el otro extremo del pasillo.

—¡Corto! ¡Con azúcar! ¡Gracias!

Se preguntó si habría alguien más en el edificio, aparte de ellos dos y del ordenanza de la entrada. Sabía que los gendarmes se alojaban en otra ala. Con el vaso en la mano, atravesó la oscura cafetería, sorteando las redondas mesas revestidas de color amarillo, rojo y azul. Detrás de la ventana protegida por una reja de grandes rombos de metal, la nieve caía en silencio sobre un pequeño jardín con setos bien podados, un área de juegos de arena y un tobogán para los hijos de los gendarmes que vivían allí. Más allá se extendía la negra llanura y después al fondo, recortadas en el negro cielo, las montañas. Volvió a pensar en el Instituto y en sus internos. Y en Hirtmann. «Su sangre en el puente». ¿Qué significado tenía? «Siempre hay un detalle que no encaja», había dicho Saint-Cyr. A veces era importante y otras no…

* * *

Eran las cinco y media cuando Servaz se echó hacia atrás en su sillón declarando que ya era suficiente. Ziegler parecía agotada. En su cara se adivinaba la frustración. Nada. No había absolutamente nada en el expediente que acreditase la tesis de los abusos sexuales, ni el menor asomo de indicio. En su último informe, Saint-Cyr había llegado a la misma conclusión. Había escrito en el margen, con lápiz: «¿Abusos sexuales? Ninguna prueba». No obstante, había subrayado la pregunta dos veces. En un momento dado, Servaz había estado tentado de hablar a Ziegler de la casa de colonias, pero había renunciado. Estaba demasiado cansado y no se sentía con fuerzas.

Ziegler consultó el reloj.

—Creo que no vamos a llegar a nada esta noche. Deberíamos ir a dormir un poco.

—De acuerdo. Me voy al hotel. Nos vemos en la sala de reuniones a las diez. ¿Dónde duermes?

—Aquí. Me han prestado el apartamento de un gendarme que está de permiso. Así la administración se ahorra dinero.

—Sí, con los tiempos que corren ninguna medida de ahorro es desdeñable, ¿no?

—Creo que nunca me había tenido que enfrentar a una investigación como esta —reconoció Ziegler, levantándose—. Primero un caballo muerto, después un farmacéutico colgado de un puente. Y entre los dos, solo hay un punto en común: el ADN de un asesino en serie… y ahora, unos adolescentes que se suicidan en cadena. Esto parece una pesadilla. No hay lógica ni hilo conductor. Puede que al despertarme me dé cuenta de que todo esto no ha existido nunca.

—Habrá un despertar —afirmó con contundencia Servaz—, pero no será para nosotros sino para el o los culpables. Y no tardará mucho.

Después salió y se alejó a paso vivo.

* * *

Esa noche soñó con su padre. En el sueño, Servaz era un niño de diez años. Todo estaba envuelto en la aureola de una cálida y agradable noche de verano y su padre era solo una silueta, al igual que las dos personas con las que hablaba delante de su casa. Al acercarse, el pequeño Servaz advirtió que se trataba de dos hombres muy viejos, vestidos con grandes togas blancas y ambos con barba. Servaz se deslizó entre ellos y levantó la cabeza, pero los tres hombres no le prestaron ninguna atención. Aguzando el oído, el niño comprendió que hablaban en latín. Mantenían una discusión muy animada pero sin hiel. En un momento dado, su padre rio y luego recobró la seriedad. De la casa salía una música… era una música conocida que entonces Servaz fue incapaz de identificar.

Después a lo lejos, en la carretera, en medio de la noche, sonó el ruido de un motor y los tres hombres se callaron bruscamente.

—Ya llegan —dijo por fin uno de los dos ancianos.

Percibiendo el fúnebre tono de su voz, Servaz se puso a temblar en el sueño.

* * *

Servaz llegó a la gendarmería con diez minutos de retraso. Había necesitado un gran tazón de café negro, dos cigarrillos y una ducha ardiendo para librarse del cansancio que amenazaba con derribarlo. Todavía le ardía la garganta. Ziegler ya estaba allí. Viendo que se había vuelto a poner el traje de cuero y titanio con visos de armadura moderna, se acordó de que había visto su moto delante de la gendarmería. Después de ponerse de acuerdo para ir a visitar a los padres de los suicidas, se repartieron las direcciones. Tres para Servaz, cuatro para Ziegler. Servaz decidió comenzar por la primera de la lista: Alice Ferrand. El domicilio no era en Saint-Martin sino en un pueblo cercano. Esperaba encontrarse con una familia modesta, unos padres mayores y destrozados por el dolor. Por ello su asombro fue mayúsculo cuando se halló delante de un hombre muy alto todavía en la flor de la edad, sonriente, que lo recibió con el torso desnudo y descalzo… ¡vestido tan solo con un pantalón de lino crudo sostenido por un cordón en la cintura!

Con la sorpresa, Servaz farfulló un poco en el momento de presentarse y explicar el motivo de su visita.

El padre de Alicia manifestó un recelo inmediato.

—¿Tiene una identificación?

—Aquí está.

El hombre lo examinó atentamente y después se relajó.

—Quería asegurarme de que no era uno de esos periodistas que, de vez en cuando, vuelven a sacar la historia a la luz cuando no tienen qué publicar —se disculpó—. Entre.

Gaspard Ferrand se apartó para dejarlo pasar. Era alto y delgado. El policía reparó en su torso bronceado, sin un gramo de grasa pero con algunas canas a la altura del esternón, la piel curtida y tensada en torno a la caja torácica como una tela de tienda de campaña y los pezones oscuros como los de un viejo. Ferrand se fijó en su mirada.

—Perdone esta vestimenta. Es que estaba haciendo un poco de yoga. El yoga me ayudó mucho después de la muerte de Alice… también el budismo.

Desde su estupefacción inicial, Servaz se acordó de que el padre de Alice no era empleado ni obrero como los otros padres, sino profesor de letras. Enseguida imaginó a un hombre que disponía de largas vacaciones, aficionado a los viajes a lugares exóticos como Bali, Phuket, el Caribe, Río de Janeiro o las Maldivas.

—Me sorprende que la policía se interese todavía por este asunto.

—En realidad estoy investigando la muerte del farmacéutico Grimm.

Ferrand se volvió y Servaz vio su expresión de perplejidad.

—¿Y cree que existe una relación entre la muerte de Grimm y el suicidio de mi hija o de esos desdichados jóvenes?

—Es lo que intento aclarar.

Gaspard Ferrand lo escrutó con cierta desconfianza.

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