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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (5 page)

BOOK: Blanca Jenna
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Harmon agregó:

—Jerem molía su grano y ellas le pagaban bien, con cultivos y con trabajo. Y cuando el año pasado caí enfermo, dos de ellas trabajaban todo el día tirando de la barcaza por mí. Y venían cuatro por las noches. Otra me traía medicinas y dos más me asistían después del atardecer.

—Y no aceptaban ninguna paga por ello. Jamás. Era su forma de ser, ya saben. —La voz débil de Grete subía y bajaba de un modo singular.

—Así que vinimos en cuanto pudimos, en cuanto nos enteramos de lo que había ocurrido en el pueblo. —Las manos de Harmon seguían retorciendo su sombrero.

—Pero llegamos tarde —se lamentó Jerem—. Por cuestión de horas. Todas están muertas o se las han llevado.

—Pero ¿dónde...? —comenzó Jenna. Sus manos aún temblaban sobre la espada y las riendas.

Con un movimiento de cabeza, Grete señaló el edificio central de la Congregación.

—Las hemos llevado al Vestíbulo. Mis hijos nos han ayudado, aunque resulte extraño que haya hombres trabajando allí dentro. Eso nunca estaba permitido. Nosotras las mujeres sí solíamos venir. Para ayudar en la cosecha o para que nuestras niñas recibiesen alguna clase de entrenamiento. Pero los muchachos querían hacer algo por las hermanas colocándolas una junto a otra. La anciana, esa Madre A, aún estaba con vida cuando llegamos aquí, aunque se desangraba rápidamente. Ella nos dijo lo que debíamos hacer. “Una junto a otra”, nos dijo.

Jenna asintió con la cabeza lentamente. Eso explicaba por qué los cuerpos de las mujeres no estaban esparcidos por el patio.

—¿Y... y los hombres? —preguntó finalmente—. Sin duda debe de haber algunos muertos y heridos.

—No puede haber sido de otro modo en una batalla semejante —agregó Catrona.

—Se llevaron a sus heridos. O los mataron en el acto —explicó Harmon—. Había unos treinta hombres muertos y los quemamos allí. —Señaló al otro lado del muro caído, lejos del camino—. Parecían extranjeros. Tenían la piel oscura y los ojos grandes.

—Jóvenes —concretó Grete—. Demasiado jóvenes para morir. Demasiado jóvenes para matar.

—Pero de todos modos estaban muertos —recalcó su esposo mientras volvía a colocarse la gorra—. Y, como dicen, “al soldado lo mata la espada, al verdugo la horca y al rey la corona”. —Se volvió hacia Jenna—. Agradeceremos su ayuda.

Jenna asintió con la cabeza, pero fue Petra la que habló con voz temblorosa.

—Ayudaremos.

—Pero debemos partir enseguida —le objetó Catrona a Jenna por lo bajo—. Las otras deben ser advertidas.

Jenna volvió a asentir, pensando que, por lo fácil que su cabeza subía y bajaba, debía de pender de un hilo. Respondió:

—Pero seguramente una hora no importará. Busquemos a Selinda y a Alna para darles nuestro adiós.

—Una hora puede salvar una vida —se resistió Catrona—. Es algo que hemos aprendido muchas veces en el ejército. —De todos modos accedió—. Por Alna y por Selinda. Una hora. Eso es todo.

Tal como Grete había asegurado, las hermanas de Calla’s Ford yacían una junto a otra en la penumbra del Vestíbulo. Jenna recorrió las filas una y otra vez, inclinándose a cada poco para colocar un mechón de cabello o para cerrar un par de ojos fijos. Había tantas mujeres que resultaba imposible contarlas, pero aún así se negó a llorar.

Junto a la puerta, Petra lloraba por ambas.

—Ésta es la última —informó Jerem señalando a una anciana con vestido largo y delantal, tendida junto a la puerta del fondo.

—¿Las hemos colocado bien? —le preguntó Grete a Catrona.

—Están bien. Pero ahora será mejor que nos dejen solas para que podamos ofrecerles los ritos apropiados.

Grete asintió con la cabeza y se volvió para hablar con el resto de los aldeanos, quienes se habían reunido para aguardar en silencio junto a la entrada. Grete movió las manos para ahuyentarlos como a gallinas. Ella fue la última en salir, pero antes de hacerlo susurró:

—Esperaremos.

Jenna atravesó el Vestíbulo. Bajo la penumbra gris, los cuerpos de las mujeres parecían tallados en piedra. Aunque los aldeanos habían limpiado la sangre de manos y rostros, las camisas, delantales, faldas y pantalones estaban manchados. En la oscuridad, la sangre parecía negra y no roja. Los cuerpos yacían sobre manojos de verbena y rosas secas, pero el inconfundible olor acre de la muerte superaba al perfume de las flores.

—¿Enciendo las antorchas ahora? —preguntó Petra en voz tan baja que Jenna tuvo que hacer un esfuerzo para oírla—. Así sus hermanas sombra podrán acompañarlas.

Sin aguardar respuesta, fue hacia el pasillo que conducía a la cocina, regresó con una vela encendida y procedió a prender las velas y antorchas colocadas en las paredes.

Lentamente, entre los cadáveres, los cuerpos de las hermanas sombra comenzaron a tomar forma y muy pronto la habitación estuvo atestada de ellas. Parecía una gran alfombra de muerte de pared a pared.

Extrañas, pensó Jenna. Y sin embargo no me resultan ajenas. Son mis hermanas.

—Ahora debemos prender fuego a la Congregación —anunció Catrona—. Y después partiremos.

—Pero Alna y Selinda no se encuentran aquí —protestó Jenna—. Ni está ninguna de las más jóvenes. Es posible que estén ocultas como las niñas de la Congregación Nill. No podemos encender el fuego antes de encontrarlas.

—Se las han llevado —dijo Catrona con brusquedad—. Ya has oído a Grete y a su esposo. Se las han llevado como a las muchachas de Callatown. Como a la novia del chico.

—Mai —pronunció Petra de pronto, mientras continuaba encendiendo las antorchas.

—¡No! —Jenna sacudió la cabeza con violencia y su voz resonó en la habitación—. ¡No! No podemos estar seguras. ¿Por qué iban a querer a las niñas? ¿Para qué las necesitarían? Debemos buscar.

Catrona extendió una mano hacia Jenna justo cuando Petra colocaba la vela en un candelabro cerca de ellas. Katri apareció a su lado y también extendió la mano.

—Siempre quieren mujeres —terció Katri—. Así son esa clase de hombres.

—No tienen suficientes. —Era la voz de Skada junto al oído derecho de Jenna—. Eso es lo que dijo Geo Hosfetter.

Jenna no se volvió para saludarla. En lugar de ello insistió:

—Debemos registrar la Congregación. Nunca nos lo perdonaríamos si no lo hiciésemos.

Necesitaron una hora de búsqueda para convencer a Jenna de que las niñas no estaban allí. Incluso le dieron la vuelta al espejo de la habitación de la sacerdotisa, arrancaron los tapices y golpearon en todas las paredes con la esperanza de encontrar un pasaje secreto. Pero no había ninguno.

Al final, Jenna debió reconocer que las niñas no estaban. En esta ocasión no preguntó el motivo.

—¿Y qué hacemos con el Libro —preguntó Petra con la mano sobre el gran volumen de la habitación de la sacerdotisa—. No podemos dejarlo aquí para que alguien lo lea.

—No tenemos tiempo de enterrarlo —dijo Jenna—. Por tanto deberá ser quemado con el resto.

Petra sujetó el Libro entre sus brazos y lo llevó hasta el Vestíbulo para colocarlo entre la sacerdotisa y su hermana sombra. Puso las manos rígidas de las mujeres sobre el volumen, con las palmas hacia arriba para que fuera visible la marca azul de Alta, y ató las muñecas con las cintas de sus cabellos. Después, con una voz misteriosamente familiar, comenzó a recitar:

En nombre de la caverna de Alta,

El oscuro y solitario sepulcro,

Donde moramos entre la luz y la luz...

No lloraré, se prometió Jenna. No por causa de la muerte. Ni siquiera por causa de la muerte. Sacudió la cabeza con violencia para apartar las lágrimas, Skada hizo lo mismo.

Ninguna de las dos lloró.

LA LEYENDA:

Eran doce hermanas que moraban en Callatown, junto al vado, cada una más hermosa que la anterior. Pero la más bella de todas era la más joven, Rubia Jennet.

Jennet era alta, su cabello tenía el color de la espuma del Calla y sus ojos eran azules como un cielo primaveral.

Cierto día los propios hijos del rey llegaron al pueblo. Eran doce jóvenes apuestos, pero el más apuesto era el más joven, Gallardo Colm. Colm era alto, su cabello tenía el color del amanecer y sus ojos eran oscuros como la corteza.

Doce y doce. Deberían de haber formado buenas parejas. Pero el hijo de un rey es como un cuclillo: toma el placer cuando lo desea, y luego lo abandona para volver a amar.

Cuando los hijos del rey hubieron partido, once de las hermanas se arrojaron al Calla, sobre el vado. La última, Rubia Jennet, se quedó para enterrarlas y después viajó hasta el palacio del rey. Cantó sus penas ante la mesa real, antes de subir la escalera hasta la torre más alta. Una vez allí, se lanzó en brazos del viento. Al caer, su grito fue el grito de la coalla llamando a su pareja.

Colm la oyó y salió corriendo. Estrechó su pobre cuerpo quebrado entre los brazos, cantándole la canción que ella había entonado ante el festín de su padre:

Once hermanas una junto a otra,

Todas habían sido novias en deshonra.

Desposaron con la menguante marea,

Y yo me he unido con el viento.

Al final de la canción, Rubia Jennet abrió los ojos y pronunció el nombre de Colm. Él la besó en la frente y entonces ella murió.

—Yo soy el viento —susurró Colm desenvainando la espada para clavársela en el pecho. Se tendió junto a Jennet y murió.

Se dice que cada año, al comenzar la primavera, los habitantes de Callatown encienden una gran fogata. Su luz mantiene alejados los espíritus de las once que se elevan como bruma sobre las olas del Calla para intentar matar a los hombres con su canción. Y se dice que Colm y Jennet fueron enterrados en una sola tumba cuyo montículo se eleva más alto que las ruinas de la torre del rey. En ese sitio, y en ninguna otra parte de los valles, crece la flor conocida como Lamento de Colm. Es una flor tan clara como el cabello de Jennet, con un ojo negro como los de él, y sus pétalos caen como lágrimas durante los largos días de primavera.

EL RELATO:

El fuego ardió rápidamente y la larga columna de humo fue el epitafio de las hermanas escrito contra el cielo primaveral. Catrona y Jenna permanecieron con los ojos secos, observando la espiral de humo. Pero Petra ocultó el rostro entre sus manos y sollozó dulcemente. Los aldeanos lloraban ruidosamente. Sólo el muchacho de Jerem permanecía inmóvil, con la vista fija en el oeste, donde el cielo estaba despejado.

Finalmente Jenna se volvió y fue hacia Deber, que le había aguardado con paciencia junto al muro caído. Acarició el hocico del caballo con gran concentración, como si sus suaves ollares fuesen lo único que importaba en el mundo. Inhaló el penetrante olor del animal.

Catrona se acercó y le colocó una mano sobre el hombro.

—Ahora debemos irnos. Y rápido.

Jenna no apartó la vista del caballo.

—¿Van a luchar?

Era la voz del hijo de Jerem, quien se había acercado por detrás de ellas. El joven, pequeño y de aspecto fuerte, tenía una expresión apasionada e intensa.

Catrona se volvió.

—Pondremos sobre aviso a las otras Congregaciones —respondió bruscamente.

—Y lucharemos si es necesario —Jenna habló con suavidad, dirigiéndose tanto al caballo como al muchacho.

—Permítanme ir con ustedes —suplicó él—. Debo ir. Por el bien de Mai. Por mí mismo.

—Tu padre te necesitará —dijo Catrona.

—Ahora que han quedado tan pocos no tendrá mucho que hacer —respondió él—. Y si no me permiten ir con ustedes, iré de todos modos. Seré su sombra. Cada vez que vuelvan la cabeza, me verán siguiéndolas.

Sin quitar la mano del hocico de Deber, Jenna lo miró. Los ojos verdes del muchacho se clavaron en los de ella.

—Lo hará —le aseguró a Catrona con suavidad—. He visto antes esa expresión.

—¿Donde?

—En su espejo —afirmó Petra reuniéndose con ellas.

—Y en los ojos de Pynt —agregó Jenna.

Catrona no dijo nada más, pero fue hasta su caballo y montó con un rápido movimiento, tiró de las riendas y condujo a su yegua hacia las puertas caídas de la Congregación.

El caballo de Petra permaneció inmóvil mientras ella montaba, con un ligero temblor en la cruz, como ondas en la superficie de un estanque.

Jenna deslizó la mano lentamente por el cuello de Deber, se aferró de repente al cuerno de la montura y trepó con agilidad.

—¡Hmmmmmm! —fue el único comentario de Catrona ya que se había vuelto para mirar cómo montaban; pero una sonrisa curvó sus labios unos instantes antes de desaparecer para dejar lugar a un ceño fruncido.

Permanecieron sentadas e inmóviles sobre las monturas durante varios segundos. Entonces Jenna se inclinó y le ofreció su mano al muchacho. Él se acomodó rápidamente como si hubiese estado acostumbrado a viajar de ese modo.

—Jareth, hijo, ¿dónde vas? —Jerem corrió hacia ellos y sujetó al muchacho por la rodilla.

—Vendrá con nosotras —respondió Jenna.

—No puede. No debe. Es sólo un niño.

—¡Un niño! —se rió Catrona—. Estaba prometido en matrimonio. Si es lo suficientemente hombre como para casarse, también lo es para luchar. ¿Qué edad piensas que tienen estas niñas?

Su voz sólo llegó a los oídos de Jerem. De pie sobre los estribos, fue Petra quien de dirigió a los demás aldeanos.

—Viajamos con la Anna, La Blanca. La que ha tenido tres madres y ha quedado huérfana tres veces.

La gente de Calla’s Ford se reunió para escucharla. Grete y su esposo se hallaban frente a los demás y Jerem aún estaba junto a la rodilla de su hijo. En silencio, todos miraban a Jenna.

—Nosotras la seguimos —continuó Petra señalando dramáticamente—, pues Ella ya ha doblegado tanto al Toro como al Sabueso. ¿Quién se atrevería a no reconocerla? —Se detuvo.

Jenna sintió que era su turno para hablar, desenvainó la espada y la alzó por encima de su cabeza. Por un momento se preguntó si estaría ridícula, aunque esperaba mostrarse imponente.

—Yo soy el final y soy el comienzo —exclamó—. ¿Quién vendrá conmigo?

Detrás de ella, Jareth gritó:

—Yo iré contigo, Anna.

—¡Y yo! —Era un muchacho de cabello opaco y piernas largas.

—¡Y yo! —A su lado, había otro que podía haber sido su gemelo.

—¡Y yo!

—¡Y yo!

—¡Y yo!

El último fue Harmon quien, conmovido por el momento, se había quitado la gorra para arrojarla al aire haciendo que el caballo de Petra retrocediera con nerviosismo. La conmoción permitió que Grete tuviera tiempo de apretar con fuerza el hombro de su esposo, y él retrocedió contra ella con la cabeza descubierta.

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