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Authors: John Locke

Tags: #Tolerancia, #Liberalismo, #Empirismo, #Epistemología

Carta sobre la tolerancia y otros escritos (3 page)

BOOK: Carta sobre la tolerancia y otros escritos
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Por esto, ninguna persona, iglesia o Estado pueden tener derechos para invadirse recíprocamente en sus terrenos civiles y despojarse sus posesiones bajo el pretexto de la religión. Los que opinen contrariamente harían bien pensando las muchas acciones de rapiña, matanza y odio que despiertan estas discordias. No habrá seguridad ni paz si triunfa la opinión de que "el señorío está fundado en la gracia, y la religión ha de ser difundida por la fuerza de las armas".

En tercer lugar vamos a ver lo que exige la tolerancia de quienes se distinguen del resto de los hombres mediante e distintivo de obispos, curas, sacerdotes, predicadores o cualquier nombre que tengan. No es esta la ocasión para investigar o discutir sobre el origen de la dignidad eclesiástica; solamente es preciso señalar que, cualquiera que sea el origen de esa autoridad, siempre debe estar confinada dentro de los límites de la iglesia y no debe ser extendida a los asuntos mundanos, puesto que la iglesia es algo muy diferente del Estado y los asuntos mundanos. Los límites, por ambas partes, son muy delimitados e inamovibles. Y quien desea confundir ambas sociedades, que por sus orígenes y sus fines son diferentes, mezcla de cielo y tierra, debe saber que se trata de cosas opuestas. Por ello nadie, cualquiera que sea su cargo eclesiástico, puede desposeer a un hombre ajeno a su iglesia, ni puede quitarle alguna parte de sus bienes civiles por motivo de religión, que lo no legítimo para la iglesia en su conjunto tampoco lo es para alguno de sus miembros.

Pero no es preciso solamente que los eclesiásticos se abstengan de la persecución, la violencia y la rapiña; quien se considere sucesor de los apóstoles y tiene a su cargo la tarea de adoctrinar, está obligado a aconsejar a sus oyentes el deber de paz y buena voluntad hacia todos los hombres, sean disidentes u ortodoxos, piensen igual que ellos o en contra de su fe y sus ritos; exhortar a los hombres, sean gobernados o gobernantes (si los hay en la iglesia) a una profesión de caridad, mansedumbre, tolerancia, así como minimizar la repugnancia por los disidentes. No quiero hablar de cuál y cuánto sería el fruto, tanto para la iglesia como para el Estado, si en los púlpitos resonara esta doctrina de paz y de tolerancia porque aparecería que pienso severamente de los hombres, cuya dignidad no quiero ver disminuida por nadie, ni por ellos mismos. Mas lo que sí digo es que debe obrarse de esta manera, y si alguien que se confiese seguidor de la palabra divina y predicador del Evangelio de paz enseña de otro modo, o desconoce o ha olvidado la tarea que se ha comprometido a ejecutar y de ello ha de dar cuenta al Príncipe de Paz. Si los cristianos han de ser llamados a abstenerse de la venganza, ante repetidas ofensas, hasta setenta veces siete, ¡ cuánto más quienes nada sufrieron de otros deben contener su violencia y hostilidad y cuidar de no ofender para nada a quien no los ha ofendido! Sobre todo, no perpetrar daños contra los que se ocupan de sus propias cosas y sólo tienen diligencia para venerar a Dios del modo que, prescindiendo de la opinión humana, creen resultar gratos a Dios. Tratándose de asuntos domésticos y bienes corporales, a cada uno le toca ponderar ante sí lo que cuadra a su conveniencia y seguir el camino que mejor dicte su juicio. Nadie se queja por la mala administración de los asuntos familiares del vecino ni castiga a quien consume su patrimonio en las tabernas, nadie se enfada con el que no siembra los campos ni casa a su hija, mas si no acude a su iglesia, si no inclina el cuerpo con el rito acostumbrado, si no inicia a sus hijos en las cosas religiosas de esta o aquella iglesia, se eleva un murmullo general y relucen los vituperios. Todos están dispuestos a ser vengadores de tan grande crimen y los fanáticos tienen poco descanso hasta que oigan sentencia para el disidente, hasta que éste sea llevado a la cárcel y sus bienes sean rematados en subasta. ¡ Que los oradores eclesiásticos sepan combatir con toda fuerza los errores de otros, pero guardando la máxima consideración a los sujetos! Y si estuvieren desprovistos de argumentos, que no adopten instrumentos que mal acomodan al eclesiástico, que no apelen a la autoridad civil para apoyar sus ideas o sus palabras, que tal vez revelan no amar tanto Id verdad eterna como el dominio mundano. No se persuadirá fácilmente a los hombres de buen sentido de que se desea vehementemente ver salvo del castigo eterno a su hermano si se entrega al verdugo a un hermano.

En cuarto término, examinemos los deberes del magistrado respecto a la tolerancia, deberes que son verdaderamente muy amplios.

Hemos demostrado ya que la cura de almas no pertenece al gobernante. Me refiero a una cura autoritaria, que consiste en emitir leyes y hacerlas cumplir. Mas una cura caritativa, que consiste en llamar a la razón, en persuadir, no puede negarla nadie. La cura del alma pertenece a cada hombre y a él exclusivamente habrá que dejarla. Dirás: ¿qué ocurre si descuida el cuidado de su alma? Y respondo: ¿Qué ocurre si descuida su salud, su patrimonio y otras cosas que están más cerca de la acción legítima del gobernante? ¿Acaso el gobernante prohibirá por ley que nadie empobrezca o enferme? Las leyes procuran defender, en lo posible, los bienes y salud de súbditos en lo concerniente a violencia o fraude, pero no respecto a las acciones del poseedor mismo. Nadie puede ser obligado contra su voluntad a ser sano y rico ni Dios mismo ha hecho salvos a quienes no desean serlo. Supondremos que un príncipe obliga a sus súbditos a ser cuidadosos de la fortuna y la salud personales: ¿se proveerá acaso por ley que sólo deben consultarse médicos romanos y que cada uno está obligado a vivir de acuerdo a las prescripciones de éstos? Por ventura, ¿no se tomará medicamento que no sea preparado por el Vaticano o en botica ginebrina? Y para hacer a todos ricos, ¿están todos obligados a ser mercaderes o músicos? . ¿O ha de convertirse cada uno en mesonero o herrero a causa de que unos se enriquecen con estas profesiones? Me dirás: hay mil modos de hacer dinero, pero una sola manera de salvar el alma. Y diré que está bien dicho, principalmente por parte de quien pretende forzar esta o aquella vía, pues si hubiera varias vías no se encontraría pretexto para forzar. Mas si voy con mi esfuerzo por la vía más recta que lleva a Jerusalén, según la geografía sagrada, ¿Por qué soy golpeado, supongamos, a causa de que no uso sandalias o no voy lavado y aderezado según una costumbre o porque como en el viaje o porque me desvío por temor a los precipios o a las zarzas? ¿O porque, entre los varios senderos que van por el camino escojo el que me parece menos sinuoso? ¿O porque unos me parecen menos fastidiosos y los escojo para unirme a ellos en el viaje o porque sigo a un guía vestido de estola blanca? Si vemos bien las cosas, estas pequeñeces son asuntos de poca monta y es lamentable que enemisten a tal grado a los hermanos cristianos, que concuerdan en lo fundamental de la religión.

Pero concedamos a estos fanáticos y a quienes condenan todo lo que no va de acuerdo a su manera, que de estas menudencias nacen caminos diferentes y direcciones diversas. ¿Qué concluimos? Que sólo una vía es la que lleva a la salvación. Pero entre las mil veredas que caminan los hombres es difícil saber cuál es la verdadera y el gobernante se muestra impotente para saber mejor que cualquier hombre particular cuál es el camino adecuado. Tengo un cuerpo débil, agobiado por una grave enfermedad para la cual, supondremos, hay sólo un remedio: ¿corresponde al gobernarte prescribírmelo? Por el hecho de que solo hay un remedio, ¿es motivo para que yo me someta al gobernante en lo que a medicamento se refiere? Aquellas cosas que a cada humano debe investigar por si mismo mediante el estudio, la razón, el discernimiento, la reflexión, no deben ser asignadas a una clase cualquiera de hombres. Los príncipes nacen superiores en poder, mas iguales en naturaleza: ni el derecho ni la capacidad del gobernar llevan en sí el conocimiento de ciertas cosas y menos el de la religión verdadera, que si así fuera, ¿por qué los señores de la tierra difieren tanto en materia religiosa? Mas, concedamos que es verosímil que el camino de la vida eterna sea mejor conocido por un príncipe que por sus súbditos o que, en este estado de cosas, es cómodo y seguro obedecer los dictados del superior civil. Si él te ordenase ser mercader para ganarte la vida, ¿renunciarías a ello si dudaras de que con esa profesión vas a hacer dinero? No, me haría mercader, por ley del príncipe, puesto que, en caso de que me vaya mal, él repararía suficientemente el bien y el trabajo que he perdido en el comercio y si, como pretende, no quiere verme sujeto a hambre y pobreza, puede hacerlo fácilmente. Pero si se trata de cosas que no conciernen a esta vida, sino a la futura, no está en poder del magistrado reparar esta pérdida ni aliviar mi sufrimiento. ¿Qué seguridad puede darse para el reino de los cielos? Quizá digas que ese juicio que he puesto en manos del gobernante debe estar en manos de la iglesia, que la decisión de la iglesia sea ejecutada por el magistrado quien verá que nadie obre en asuntos de religión que como manda la iglesia. Respondo, ¿quién no ve que la iglesia, tan venerable en tiempos de los apóstoles, ha sido usada en el futuro para asuntos de conveniencia? Esto, pues, no nos ofrece ayuda. Digo, así, que la estrecha senda que lleva al cielo no es mejor conocida del magistrado que de los particulares y no puedo tener confianza en un guía que, desconocedor como yo el camino recto, está menos interesado que yo en la salvación de mi alma. Entre los reyes del pueblo judío, ¿cuántos hubo que encaminaron al que los seguía a la idolatría y lo hicieron caer en la perdición?. Pese a esto, me mandas tener ánimo dispuesto, me dices que todo es seguro, porque no son los deseos del magistrado sino las decisiones de la iglesia las que he de seguir. ¿De cuál iglesia? Por cierto que de la que place al gobernante. ¡Como si el que me obliga por la fuerza a un culto determinado no impusiera su propia opinión religiosa! ¿Qué importa que él me guíe o que me entregue a que otros lo hagan? En ambos casos dependo de la voluntad de él, quien en ambos casos es quien decide sobre mi salvación. El israelita que adoraba a Baal por orden de su rey, ¿habría estado más seguro si se le hubiese dicho que el rey nada disponía por sí mismo, sino que él seguía al Consejo de sacerdotes? Si la religión de una iglesia es verdadera y salvadora porque el jefe de la secta, los sacerdotes y los fieles la alaban y recomiendan con todas sus fuerzas, ¿qué religión podría ser tachada de equivocada, falsa dañina? Tengo mis dudas sobre la doctrina de los socinianos así como mis sospechas acerca de los papistas y los luteranos. ¿Ha de ser más grato para mí unirme a una de estas iglesias por orden del gobernante aunque atienda a que él se guía por un Consejo de prelados? Mas si quisiéramos decir verdad, la iglesia (si así le llamamos a una reunión de eclesiásticos que crean reglas) se a justa más fácilmente a la corte que la corte a la iglesia. Es cosa bien sabida cómo se encontraba la iglesia cuando el debate entre arrianos y ortodoxos, pero si estos casos son demasiado remotos, la historia de Inglaterra nos ofrece ejemplos más recientes: como el clero elaboraba rápida e imprudentemente sus artículos de fe, la forma del culto y demás acciones respecto a los caprichos de Enrique VIII, Eduardo VI, María e Isabel, príncipes de opiniones muy diferentes en cuanto a culto y nadie sino un insensato (casi diría un ateo) afirmaría que un hombre honesto y prudente adorador de Dios podría, consciente de sus actos, obedecer todas las variadas decisiones que aquéllos tuvieron en materia de religión. Es lo mismo, pues, que quien impusiere leyes a una religión ajena a la suya, lo haga por su propio juicio o respaldado por la autoridad eclesiástica y consejo de otros. El juicio de los eclesiásticos, cuyas controversias son bien conocidas, no será más sano que el del príncipe, ni el común acuerdo de todos ellos podrá agregar fuerza alguna al poder civil. Y, bien, por otra parte, es de tomar en cuenta que los príncipes suelen no tomar en consideración las opiniones y votos de los eclesiásticos que no favorecen sus caprichos de culto.

Pero lo principal del asunto y lo expone claramente es lo siguiente: aunque la opinión del gobernante sea sana y el camino que señala resulte verdaderamente evangélico, si no tengo convicción íntima de sus verdades, éstas no son válidas para mí. Ningún camino que recorra contra mi voluntad me ha de llevar al paraíso de los bienaventurados. Puedo enriquecerme en un oficio que desdeño, puedo curarme con remedios que no ganaban mi confianza, pero no me ha de salvar una religión que me parece errada y cuyo culto detesto. Vanamente el incrédulo se cubriría con el culto exterior, cuando la fe y el convencimiento interiores son lo necesario para resultar grato a Dios. El mejor y más probado remedio será administrado en vano si el estómago lo repele en tanto lo toma y no se debe obligar a tomar una medicina a quien su constitución le impida tornarla, pues el medicamento se le convertiría en veneno. Todo lo que se ponga en duda respecto a religión no toca la afirmación siguiente: ninguna religión que yo no crea verdadera puede ser verdadera y provechosa para mí. Por ello, es en vano que el gobernante obligue a sus súbditos a que vengan a su religión pretextando salvar las almas, que si ellos creen vendrán por su propia voluntad y si no creen han de perecer, después de todo. Por más que quieras el bien del prójimo y trabajes para la salvación ajena, nadie puede ser obligado a salvarse: el hombre debe ser dejado a sí mismo y a su propia conciencia.

Finalmente, analizaremos a los hombres ajenos al dominio en materia de religión: ¿qué harán? Los hombres saben y han reconocido que Dios ha de ser adorado en público. ¿Por qué si no, nos obligamos a las reuniones? Para esto, para los seres conformados a tal libertad, ha de buscarse una sociedad, con objeto de que allí celebren asambleas, no con el único objeto del mutuo perfeccionarse, sino para confesar al mundo su devoción y ofrecer al divino Numen un culto del que no se avergüenzan y que consideran grato a Dios, para, finalmente, atraer a otros por la pureza de doctrina, santidad de vida y correcta forma de culto, atraerlos y llevarlos al amor por la religión y la verdad, así como para cumplir con cuestiones que no pueden ser llevadas a cabo por cada hombre en particular.

Llamo a estas sociedades religiosas iglesias y el gobernante debe tolerarlas ya que se trata en estas asambleas sólo cuanto la ley permite a cada hombre en particular, o sea, la salvación del alma. Y en esta materia no existe ninguna distinción entre la iglesia oficial y las que difieren de ella.

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