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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (6 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Miré a Ralph y después a Judith. Como he dicho, no es que fuera bajita; sólo lo era a su lado. Pensé cosas. Las cosas que la gente hace a oscuras. Miré la copa de champán que Ralph sostenía en una mano. Bien pensado, era un milagro que no se rompiese.

Y entonces, de repente, llegó aquel momento. El momento en que más adelante a menudo he pensado, el momento que debería haberme servido de advertencia.

Judith había cogido a Caroline del hombro para presentarle a alguien. Una mujer cuyo rostro creí reconocer vagamente, sin duda una de las actrices de
Ricardo II
. Caroline se había vuelto un poco, de manera que nos daba la espalda a Ralph y a mí.

—En todo caso, no me he aburrido ni un segundo —le dije a Ralph—. Ha sido una experiencia extraordinaria ver algo así.

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que Ralph Meier había dejado de escucharme. Ya ni siquiera me miraba. Y sin seguir la dirección de su mirada, supe adonde se dirigía.

Entonces ocurrió algo con la mirada en sí. Algo en sus ojos. Mientras le daba un repaso completo al trasero de mi mujer, sus ojos se velaron. A veces se ve el mismo fenómeno en las aves de rapiña de los documentales. Aves de rapiña que, desde lo alto del cielo o encaramadas a alguna rama, acaban de descubrir, en algún lugar de la maleza, un ratón u otro bocado delicioso. Así es como observaba Ralph Meier el cuerpo de Caroline, como algo comestible que le hacía la boca agua. Afloró también un movimiento en la boca. Los labios se entreabrieron, las mandíbulas se movían como si ya masticaran, hasta me pareció oír que sus dientes rechinaban… y se le escapó un suspiro. Ralph Meier veía algo sabroso, su boca ya anticipaba el delicioso bocado que, si tenía oportunidad, se zamparía en un visto y no visto.

Lo más curioso fue, tal vez, que lo hizo con una desvergüenza absoluta. Como si yo no estuviera. También habría podido abrirse la bragueta y ponerse a mear a mi lado. Por lo visto, no habría supuesto ninguna diferencia.

Y entonces, de un instante a otro, regresó. Igual que si alguien hubiese chasqueado los dedos, un hipnotizador que lo hubiese sacado de su estado de hipnosis.

—Marc —dijo, mirándome como si me viese por primera vez. Después echó un vistazo a la copa vacía que sostenía—. ¿Qué, nos tomamos otra?

Aquella noche, ya en la cama, se lo conté a Caroline. Se había quitado la goma del pelo y sacudía la cabeza para dejar suelta la melena. Se la veía más divertida que escandalizada.

—¿Ah, sí? ¿Cómo me miraba exactamente? Explícamelo otra vez…

—Como si fueses un bocado delicioso.

—¿Y qué? Es lo que soy, ¿no? ¿O no lo crees?

—¡Caroline, por favor! No sé cómo explicártelo mejor… Me ha dado… asco.

—Ay, querido mío. El modo como los hombres miran a las mujeres no es asqueroso, ¿no? Tampoco el modo como las mujeres miran a los hombres. Quiero decir, Ralph Meier es un auténtico mujeriego, se le nota en todo. A lo mejor no es tan agradable para su esposa, pero, bueno, ella se lo buscó. Cualquier mujer se da cuenta enseguida de que el hombre es así.

—Es que yo estaba a su lado. No le ha importado en absoluto.

Caroline se volvió hacia mí, se acercó un poco para quedar justo a mi lado y me puso una mano en el pecho.

—¿No estarás celoso? Suenas como si lo estuvieras, como un marido celoso.

—¡No estoy celoso! Sé perfectamente cómo miran los hombres a las mujeres. Pero eso pasaba de castaño oscuro. Ha sido… asqueroso. No hay otra palabra.

—Mi querido marido celoso.

Capítulo 8

En una consulta como la mía, la cuestión es no tomarse las normas médicas demasiado al pie de la letra, no comerse la cabeza con qué es sensato desde el punto de vista médico. Entre quienes se dedican a las artes liberales, los excesos son más la regla que la excepción. El consumo de alcohol total de mis pacientes debe de llenar diez contenedores de vidrio por semana. Podría decirles la verdad: la verdad son dos o tres vasos diarios. Dos en el caso de las mujeres, y tres en el de los hombres. Pero nadie quiere oír esa verdad. Aprieto el hígado con la yema de los dedos. Compruebo si está duro.

—¿Cuánto bebe? —pregunto. A mí no me engañan. La piel rezuma alcohol.

—Una cervecita antes de comer, y luego media botella de vino, como mucho —dicen.

El alcohol atraviesa los poros y se evapora a poca distancia de la superficie de la piel. Tengo buen olfato. Huelo lo que han bebido la noche anterior. Pintores y escultores apestan a la ginebra de toda la vida. Escritores y actores, a cerveza y vodka. Escritoras y actrices desprenden un olor agrio de chardonnay barato con hielo. Se cubren la boca con la mano, pero no pueden contener los eructos. Podría replicarles, por supuesto. Podría intentar sacar a relucir la verdad, como suele decirse. «Una cerveza y media botella de vino, ¡no me haga reír!» Los pacientes se irían, de igual modo como dejaron de acudir a sus anteriores médicos de cabecera. Médicos que les palparon el hígado y notaron lo mismo que yo, pero que a continuación les dijeron la verdad. «Como siga así, en menos de un año le habrá reventado el hígado.» El final es extraordinariamente doloroso. El hígado ya no puede con la suciedad, que se disemina por todo el cuerpo. Se acumula en los tobillos, en las cámaras del corazón, en el blanco de los ojos. Primero, el blanco de los ojos amarillea; al final se vuelve gris. Se van muriendo partes del hígado. En la última fase es cuando revienta. Los pacientes dejan a los otros médicos y acuden a mí. Alguien (un buen amigo, algún colega) les ha hablado de un médico de cabecera que no es tan estricto con la cantidad de alcohol que puedes tomar al día.

—Bueno, el número de copas al día es bastante relativo —les digo—. Sólo se vive una vez. Vivir sano es uno de los principales factores de estrés. Mire a su alrededor: ¿acaso no hay muchos artistas que llegan a los ochenta o más después de una vida entera de desenfreno?

El rostro de mi paciente empieza a relajarse. Aflora una sonrisa. Les digo lo que quieren oír. Menciono un nombre: Pablo Picasso. Picasso no le hacía ascos al alcohol. Este nombre tiene un doble objetivo: al comparar a mis pacientes directamente con un artista de fama mundial, ellos también se sienten Picasso por un instante. Asimismo, podría formular la comparación de otro modo: «Usted es más borracho que Pablo Picasso, y no tiene ni una décima parte de su talento.» Bien mirado, es puro despilfarro. Despilfarro de alcohol, entiéndase. Pero no lo hago. Me callo otros nombres, los de genios que bebieron hasta matarse. El último día de su vida, Dylan Thomas volvió a su habitación del hotel Chelsea de Nueva York hacia el final de la tarde. «Me he tomado dieciocho whiskies seguidos, creo que es un récord», le dijo a su mujer. Después perdió el conocimiento. En la autopsia se descubrió que su hígado era cuatro veces más grande de lo que puede considerarse sano. Tampoco hablo de Charles Bukowski, Paul Gauguin o Janis Joplin.

—La cuestión es cómo vivimos nuestra vida —sentencio—. Quien sabe disfrutar de la vida, aguanta más que los amargados que sólo comen plantas y beben yogur biológico.

Les hablo de vegetarianos con afecciones intestinales mortales, de abstemios que mueren de parada cardíaca antes de cumplir los treinta, de fanáticos antitabaco a quienes el cáncer de pulmón se les detecta demasiado tarde.

—Fíjese en los países mediterráneos —les digo—. Llevan siglos bebiendo vino, pero en general la gente está más sana que aquí.

Omito expresamente otros ejemplos. No hablo de la esperanza de vida media de los rusos con su vodka.

—Sin vivir, tampoco se hace uno viejo —observo—. ¿Sabe por qué los escoceses nunca cogen la gripe? ¿No? Pues voy a contárselo…

Llegados a este punto ya casi me he ganado al nuevo paciente. Nombro de memoria las marcas de whisky: Glenfiddich, Glencairn, Glencadam… y ése es el momento clave de la primera visita: dejo entrever que a mí también me gusta tomarme una copa de vez en cuando. Que soy como ellos. Uno de ellos. No del todo, claro. Sé el lugar que me corresponde. No soy artista; sólo un simple médico de cabecera. Pero un médico de cabecera que cree que la calidad de vida va por delante de un cuerpo cien por cien sano.

Una ex secretaria de Estado que pesa ciento cincuenta kilos es paciente mía. Una ex secretaria de Estado de Cultura con quien intercambio recetas, y eso que no debería intercambiar nada.

—A veces casi no puedo respirar, doctor —me dice mientras se deja caer jadeante en la silla delante de mi escritorio.

Le pido que se desabroche la blusa, que deje al descubierto solamente la parte superior de la espalda, y cojo el estetoscopio. Los sonidos dentro de un cuerpo demasiado gordo son distintos de los de un cuerpo en el que los órganos tienen espacio suficiente. Deben esforzarse más. Luchan por caber. Una lucha perdida de antemano. Hay grasa por todas partes. Los órganos están aislados por todos los frentes. Escucho con el estetoscopio. Oigo que los pulmones tienen que apartar grasa con cada inspiración.

—Ahora suelte el aire muy despacio —digo, y oigo cómo la grasa recupera su sitio. El corazón no late, martillea. Hace horas extras. Hay que bombear la sangre a tiempo a cada rincón del cuerpo. Pero las venas están rodeadas de grasa—. Inspire tranquilamente.

La grasa se resiste. Cede un poco cuando los pulmones intentan llenarse de aire, pero jamás devuelve el espacio que ha conquistado. Es una lucha por centésimas de milímetro. Invisible a simple vista, la grasa se prepara para la ofensiva final. Llevo el estetoscopio a la parte frontal del cuerpo. Entre los pechos de la ex secretaria de Estado brilla un hilillo de sudor; parece una cascada en la lontananza, una cascada en algún punto elevado, contra la ladera de una montaña. Intento evitar mirarle los pechos. Como siempre, pienso en lo que no debería. Es inevitable. Pienso en el marido de la ex secretaria de Estado, un «dramaturgo» que se pasa la mayor parte del año en el paro. Pienso quién se pone encima y quién debajo. Primero está él encima, pero no sabe dónde agarrarse. Resbala del cuerpo como de un colchón de agua medio inflado o de un castillo de goma no hinchado del todo. O quizá se hunde en ella. Se agarra a las carnes con las manos, pero en realidad necesitaría cuerdas y crampones. «Así no funciona», resuella su mujer, y lo empuja para que se baje. Ahora está él debajo. Pienso en los pechos sobre su rostro, en cómo descienden lentamente. Primero se produce un eclipse total. La luz se apaga. Después no queda espacio para respirar. El «dramaturgo» aún grita algo, pero los pechos amortiguan todos los sonidos. Le cubren la cara entera. Están demasiado calientes y algo húmedos. Un pezón morado del tamaño de un plato de postre le tapa la boca y la nariz. Entonces, con un crujido sordo, una primera costilla se rompe bajo el peso de los ciento cincuenta kilos de su mujer. Ella no se entera de nada. Le agarra la polla y se la mete. Como por allí también sobra grasa por todas partes, él tarda un poco en estar seguro de que realmente ha entrado. Mientras tanto, van rompiéndose más costillas. Es como un edificio de diez pisos; el contratista sólo se ha mirado los planos a medias, los constructores empiezan a derribar un muro de la planta baja. Primero hay grietas, luego todo empieza a tambalearse. El edificio acaba por venirse abajo. Ella le lame la oreja. Es lo último que sentirá, lo último que oirá: la lengua de un perro San Bernardo que colma todo su pabellón auricular.

—Exhale otra vez —digo—. ¿Qué tal su marido? ¿Ya vuelve a tener trabajo?

Podría decirle que esto no puede seguir así mucho tiempo. No sólo porqué a los órganos les falta espacio, sino también porque está sobrecargando gravemente las articulaciones. Todo se estropea. Las rótulas, los tendones de los tobillos, las caderas. Es como un camión articulado con demasiada carga. Cuesta abajo, los frenos se sobrecalientan, el volquete se atraviesa y finalmente sale disparado y se lleva el guardarraíl por delante barranco abajo. Pero yo abro el cajón del escritorio y saco una receta. Un guiso para hacer al horno, con lomo de cerdo, ciruelas y vino tinto. La recorté de una revista. A la ex secretaria de Estado le encanta cocinar. Cocinar es su único hobby, no le interesa nada más. Tarde o temprano cocinará su propia muerte. Morirá con la cara hundida en una olla.

Ralph Meier también estaba demasiado gordo, aunque de otro modo. Un modo más «natural», podría decirse. Al principio su envergadura lo disimulaba. Para su cuerpo, el sobrepeso era como una chaqueta que le viniese grande. Pero en la primera visita ya oí en su cuerpo sonidos que no suelen oírse en personas sanas. Le había puesto el estetoscopio sobre la espalda desnuda. En primer lugar, se oía la respiración. Sonaba pesada y dificultosa, como si el aire, ya escaso de por sí, tuviese que sacarse con un cubo desde un pozo profundo. En su pulso se oía un eco. Como cuando un reloj da las horas. Y más abajo, en los intestinos, debajo del vientre, ronroneos y borboteos. Lo que más le gustaba eran el marisco y las aves, como yo comprobaría personalmente más adelante. Aves pequeñas (codornices, perdices): las desmenuzaba y se metía los huesos en la boca. Chupaba las médulas, molía pequeñas columnas vertebrales con los dientes para exprimir las últimas gotas de jugo.

—Tengo que actuar todas las noches —explicó—, y por las tardes ensayar una obra nueva. No aguanto más el ritmo.

Dijo que un compañero le había dado mi nombre. Un compañero que era paciente mío desde hacía años. Le había hablado de las pastillas (bencedrina, anfetaminas, speed), de la laxitud con que yo las recetaba según lo que a mí, en cuanto médico, me pareciese que le vendría mejor. Escuché con el estetoscopio. Me planteé muy seriamente los efectos que las pastillas podían tener en aquel cuerpo. Bencedrina, anfetaminas, speed; de hecho, son distintos nombres para lo mismo. El pulso se acelera, las pupilas se dilatan, los vasos sanguíneos se abren. Durante un par de horas, podemos apretar mucho aun abarcando mucho.

La verdad es que se me podría considerar laxo en lo que se refiere a recetar determinados medicamentos. Sí, lo soy. ¿Por qué tiene que pasarse alguien la noche despierto si con un solo miligramo de lorazepam le bastaría para dormir hasta bien entrado el día? Son medicamentos que mejoran la calidad de vida. Hay colegas que advierten a sus pacientes del efecto adictivo. El paciente sale de la consulta con una receta de valium, pero en la siguiente visita el médico de repente se pone serio cuando le pide que vuelva a recetarle lo mismo. Yo sigo otra filosofía. Hay gente a quien le hace falta una patada en el culo, y otra que necesita pensar un poco menos durante un par de horas. La belleza de todos estos medicamentos radica en su simplicidad. Con cinco miligramos de valium realmente te tranquilizas; no se requieren ni tres miligramos de bencedrina para que alguien vaya dando saltos por la ciudad hasta las cinco de la madrugada. Otro no se atreve a entrar en las tiendas ni a entablar conversación con una chica; tras dos semanas de Seroxat, vuelve a casa con doce camisas de Hugo Boss, una lámpara de escritorio diseñada por Alan Setscoe y cinco pantalones nuevos del Retail Store de G-Star. Una semana más, y habla con todas las chicas de la discoteca. No con una o dos, no, con todas. Ya no se deja desanimar por las risitas tontas ni por los rechazos continuos. No tiene tiempo para risitas o rechazos. «La noche es joven» es una frase para perdedores, para los chavales llenos de granos que después de siete horas arriba y abajo con una cerveza en la mano se acaban yendo solos a casa. Él sabe, gracias al Seroxat, que la noche no es joven: la noche empieza ahora. Cuanto más pronto empieza, más larga es. Tiene una frase perfecta para entablar conversación. O, mejor dicho, ya no tiene que pensar cómo empezar: cualquier frase vale. Especialmente cuando al cabo de treinta segundos ya se te ha olvidado. Brillan por su simplicidad. «Qué guapa estás», le dice a la chica que está guapa. «¿Hay un señor Mulder, también?», le pregunta a la mujer que se ha presentado como Esther Mulder. «Antes era incapaz de decir nada así», explica el usuario de Seroxat. «¿En mi casa o en la tuya?», «Tus ojos son aún más bonitos cuando te ríes», «Si nos vamos ahora, aún podemos aprovechar la noche», «¿Puedo tocarte aquí, o me tomarás por un pervertido?», «Después de cinco minutos contigo ya me sentía como si nos conociéramos desde hace años». Es liberador (no puede expresarlo con otra palabra) pronunciar estas frases. Simplicidad, de eso se trata. Simplicidad es decirle a una mujer bonita que es bonita. Nunca hay que decir: «¿Sabes que eres muy bonita?» Una mujer bonita ya lo sabe. «¿Sabes que eres muy bonita?» es algo que en principio sólo se le dice a una mujer fea. Una mujer que aún no lo ha oído nunca. Una mujer a quien nunca antes se lo ha dicho nadie.

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