Read Casa de verano con piscina Online

Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (9 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
13.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Casi.

—Un caballo. No, un poni. Y leías libros sobre caballos.

—Sí, a veces leía libros sobre caballos. Pero en el póster no había ningún caballo. Tampoco ningún poni.

—Papá… —Noté una mano en el hombro y miré a un lado. Allí estaba Julia con el chico lento que antes me había estrechado la mano y que a aquellas alturas había olvidado que se llamaba Alex. Un poco más atrás había dos chicos y dos chicas más—. ¿Podemos ir por un helado? Es aquí cerca.

El
timing
era tan bueno como malo. Existía la posibilidad de que no pudiésemos recuperar el ligero cachondeo de nuestra conversación, sólo aparentemente inocente, sobre habitaciones de niña, pósters de focas y libros de caballos. Por otro lado, allí estaba yo, con mi hija de trece años, prueba fehaciente de que aquel hombre tan gracioso (yo) había sido capaz de concebir una hija. Y no una hija cualquiera, sino un verdadero bellezón de mirada soñadora y cabello rubio que disparaba las hormonas de los quinceañeros en cuanto la veían. No negaré que me encanta estar con mis hijas en lugares en que todo el mundo puede vernos juntos. En la terraza de un bar, en unos grandes almacenes, en la playa. La gente nos mira. Veo cómo nos miran. También veo qué piensan. «¡Madre mía, qué bien le han salido esas niñas! —se dicen—, pero ¡qué guapas son!» Al instante siguiente piensan en sus propios hijos, que no han salido tan guapos. Se ponen celosos. Siento sus miradas envidiosas. Buscan defectos: dientes no del todo alineados, alguna afección cutánea, una voz demasiado chillona. Pero no encuentran nada. Entonces se enfadan. Se enfadan con el padre que ha tenido más suerte que ellos. La biología es fuerte. A los niños feos también se los quiere con toda el alma, pero es distinto. Eres feliz con tu casa en un tercer piso y vistas al tragaluz, y entonces van y te invitan a cenar en una casa con piscina en el jardín.

—¿Dónde? —pregunté, lo más tranquilo posible—. ¿Dónde vais a ir a comprar el helado?

Miré al chico lento como todos los padres miran a los, chicos que quieren ir a comprar helado con sus hijas. «Si la tocas siquiera con un solo dedo, estás muerto.» Por otro lado, también tienes una vocecita que te dice que te relajes. Hay un punto de inflexión en que el padre protector tiene que dar un paso atrás en beneficio de la continuación de la especie. Eso también es biológico.

—Es aquí cerca —explicó Judith—. Sólo tienen que cruzar una calle con mucho tráfico, pero hay un semáforo.

La miré. Reprimí la tentación de decir «Mi hija tiene trece años, encanto, ya va sola en bici a la escuela». Simulé reflexionar, y luego ceder. Un padre cariñoso y preocupado. Pero, sobre todo, un padre enrollado.

—Vale —dije, y me volví hacia el chico—. Me la devuelves entera,;eh?

De nuevo nos quedamos solos, Judith y yo. Pero, efectivamente, el momento había pasado. Habría sido un error recuperar la conversación sobre pósters de focas y libros de caballos. Sobre la habitación de niña. Se me vería el plumero enseguida. «Se le habrán acabado los temas de conversación —piensa la mujer y se inventa una excusa para irse—. Voy a la cocina a ver si el pastel ya está.»

La miré. O mejor debería decir que le sostuve la mirada. Había visto la mirada que Judith había dedicado a mi hija, una mirada tan vieja como el mundo. «Un buen partido —decían sus ojos—. Un buen partido para mi hijo.» Y ahora nos miramos el uno al otro. Busqué las palabras adecuadas, pero con mis ojos ya se lo decía. Judith no tenía necesidad de sentirse celosa de mí ni de enfadarse conmigo. Su hijo también había salido bien. El también era un buen partido. Al dejar que Julia se fuese con él tan fácilmente no había hecho sino confirmar lo que todo el mundo podía ver. Al noventa por ciento de las mujeres les parecen más atractivos los hombres casados que los solteros; ya nos lo enseñó hace tiempo Aaron Herzl, el profesor de Biología Médica. Un hombre casado, preferiblemente con hijos, ya lo ha demostrado. Ha demostrado que puede. Los hombres solteros que andan sueltos son como una casa que lleva demasiado tiempo vacía. «Algún problema tendrá», piensa la mujer. Medio año más tarde sigue vacía.

Así es como me miraba Judith. Como se mira a un hombre casado. El mensaje era claro. Nuestros hijos habían salido bien. Cada uno por nuestra cuenta, habíamos reforzado la especie trayendo al mundo descendientes bien logrados que tendrían muchos pretendientes. Nuestros hijos nunca quedarían vacíos.

—¿Ya tiene novia? —pregunté.

De repente, Judith se ruborizó. No es que se pusiera como un tomate, pero el rubor era incuestionable.

—¿Alex? No.

Pareció que iba a decir algo más, pero se mordió la lengua a tiempo. Nos quedamos mirándonos. Los dos pensábamos lo mismo.

Capítulo 12

Cuando Julia y Lisa eran pequeñas a veces íbamos de camping, pero luego dejamos de hacerlo. Era sobre todo por Caroline, que había acampado mucho antes de que nos conociéramos. Yo no quería decepcionarla. Si a tu esposa le gusta la ópera o el ballet, vas con ella a la ópera o al ballet, así de simple. A Caroline le gustaba dormir en una tienda, así que yo también intenté dormir en una tienda. Pero la mayor parte del tiempo no pegaba ojo. Lo que me tenía con los ojos abiertos clavados en la oscuridad no era tanto la idea de estar al aire libre (desprotegido y separado del mundo únicamente por un trozo de tela), tampoco la lluvia sobre la lona de la tienda, los truenos que parecían estallarte en el oído, ni el olor a vestuario si te despertabas demasiado tarde y el sol llevaba horas achicharrando la lona. No, nada de eso. Eran los demás: la humanidad que se encontraba al otro lado de la delgada lona de la tienda. Yacía despierto y oía cosas. Cosas que no quieres oír de otras personas. La tienda no era lo que me provocaba el insomnio, sino el lugar en el cual se encontraba: en un camping entre otras tiendas.

Una mañana llegó la gota que colmó el vaso. Estaba sentado ante nuestra tienda, en una silla plegable baja, con las piernas estiradas en la hierba. Julia recorría arriba y abajo en su triciclo el caminito que iba a los lavabos. Lisa jugaba en su parque plegable, a la sombra de un castaño, a un par de metros de mí.

—¡Papá! ¡Papá! —gritaba Julia, y yo la saludaba con la mano. Caroline había ido por leche fresca a la tienda del camping; desde esa mañana, en la leche del día anterior flotaban dos moscardones gordos.

Por el caminito se acercaba un hombre. Llevaba pantalones cortos rojos. No eran unos simples pantalones cortos ni unas bermudas normales, sino un modelo que dejaba al descubierto sus piernas blancas hasta casi la entrepierna. Calzaba chanclas con suela de madera que repiqueteaban con audible alegría contra las plantas de sus pies, presumiblemente blanquísimas también. En la mano derecha llevaba, sin pudor alguno y a la vista de todo el mundo, un rollo de papel higiénico.

Fue sólo una sensación, nada más. Una sensación de asco. Me pareció asqueroso que ese hombre pasara a pocos pasos de mi hija y su triciclo. Vi que Julia paraba un momento de pedalear y lo miraba. Sentí aún más repugnancia. Que los ojos de mi hija de apenas tres años absorbieran aquel cuerpo humano descubierto y demasiado blanco. Era contaminante, no se me ocurre otra palabra. El hombre contaminaba la mirada con sus piernas desnudas, sus chanclas de madera y sus pies blancos y sucios. La mirada de una niña.

Cuando me levanté trabajosamente de mi silla plegable y lo seguí hacia los lavabos, todavía no tenía muy claro qué iba a hacer.

—No te salgas del camino, cariño —le dije a Julia al pasar a su lado.

Miré una vez más a Lisa en su parque y entré. Enseguida encontré lo que buscaba; sólo tuve que seguir los ruidos. Las cabinas de los váteres eran de esas que dejan un espacio abierto entre el borde de la puerta y el suelo. Los tabiques tampoco llegaban hasta el techo, de modo que las cabinas quedaban conectadas por un espacio abierto. Si uno se subía al váter, podía ver al vecino de al lado. Me puse en cuclillas y luego me arrodillé. El hombre tenía sus pantalones cortos alrededor de los tobillos. Vi los pies en las chanclas de madera, los dedos demasiado grandes y blancos en proporción con los pies. La uña de un dedo gordo tenía un color amarillento, como los dedos de la mano de un fumador empedernido. Color nicotina. Inspiré profundamente. Yo sabía que había maneras de tratarla, no hacía ninguna falta tenerla así. Aunque a veces los tratamientos no eran efectivos, cualquier persona con un mínimo de decencia ahorraría esa imagen a sus congéneres; sólo un capullo integral, un capullo integral asqueroso sin ninguna empatía, llevaría los pies enfermos a la vista. Si encima los convertía en el centro de atención añadiéndoles el repiquetear de las chanclas, perdía para siempre el derecho a recibir clemencia, el derecho a anestesia en una intervención de urgencia.

Seguí de rodillas delante del váter. Ahora miraba con mis ojos de médico. Sopesaba lo que tenía que hacer. Sabía que esas uñas ofrecen poca resistencia, se sueltan en cuanto consigues hacer palanca con algo: unas pinzas, un algodoncito, el palito de un polo… cualquier cosa servía, apenas requería fuerza. Miré el dedo gordo y la uña condenada a muerte. Ahora ya era imparable. Pensé en un martillo. No el martillito que Caroline y yo utilizábamos para clavar las piquetas de la tienda; ése era demasiado blando y rebotaba un poco. Con aquel martillito redondo de goma, poco daño podías hacer. No, tenía que ser un martillo de verdad. Uno de hierro que destrozara la frágil uña con un único golpe certero. Un martillo que la haría saltar en añicos. Debajo había un tejido más blando. Todo se llenaría de sangre. Las astillas sueltas volarían en todas direcciones, contra los tabiques y la media puerta del váter, como sarro pulverizado ante la embestida del taladro de un higienista dental. Se me nublaron los ojos. A veces se oye decir que a alguien le ha cubierto los ojos un velo rojo, pero el mío era gris: el gris de un aguacero, o de una niebla densa que sube de repente. Podía agarrar al hombre por los tobillos y sacarlo de la cabina del váter de un tirón. No obstante, seguía sin martillo.

—Joder…

Se hizo un breve silencio; y justo porque me percaté de ese silencio, me di cuenta de que había sido yo quien había soltado la palabrota en voz alta.

—¿Eh? —dijo el hombre—. ¿Hay alguien ahí?

Un compatriota. Un holandés. Debería haberlo sabido. Aunque, de hecho, la verdad es que ya lo sabía desde hacía rato: desde que entró en mi campo visual con su rollo de papel higiénico.

—¡Cochino! —exclamé. Vi que sus manos agarraban los pantaloncitos rojos y empezaban a subírselos. Me puse de pie—. Marrano inmundo. Debería darte vergüenza. En este camping hay niños. Ellos también ven estas asquerosidades.

Se hizo un silencio absoluto al otro lado de la puerta. Seguramente dudaba entre salir o curarse en salud y esperar un poco a ver si me iba.

Al final eso fue lo que hice. Al emerger al aire libre, parpadeé a la luz del sol. Enseguida advertí que algo no iba bien. Vi nuestra tienda, y bajo el castaño el parque con Lisa dentro, pero Julia y su triciclo habían desaparecido.

—¿Julia? —llamé—. ¿Julia?

Conocía la sensación; ya había perdido a mi hija mayor en otra ocasión. En una feria. Había actuado con aparente calma, había intentado que me saliese una voz normal, pero en mi pecho ya retumbaban las palpitaciones frías del pánico, mucho más ruidosas que la música de los caballitos y los gritos de la gente en la montaña rusa.

—¡Julia!

Recorrí el camino hasta un punto en que giraba y desaparecía tras un seto alto. Detrás del seto había otro terreno con tiendas de campaña.

—¿Julia?

Delante de una pequeña tienda azul dos mujeres en cuclillas fregaban platos en un barreño que habían puesto en la hierba, delante de ellas. Se interrumpieron un momento y me miraron interrogativas, pero yo ya me había dado la vuelta. A la izquierda del caminito, un par de metros más abajo, se oía el murmullo del río al que íbamos a bañarnos por las tardes.

—¿Julia?

Me torcí un tobillo con una piedra grande y redonda. Una rama con espinas me hizo una herida en la mejilla, justo debajo del ojo. En tres o cuatro zancadas llegué a la orilla.

El triciclo estaba en un recodo poco profundo del río, con la rueda delantera en el agua.

Empecé a correr por el agua, resbalé y me caí de culo entre salpicaduras de agua.

Allí estaba Julia. No en el río, sino simplemente en la orilla. Tiraba piedrecitas, pero cuando me vio despatarrado en el agua se echó a reír a carcajadas.

—¡Papá! —gritó, y alzó los brazos—. ¡Papá!

Me incorporé en un instante, y un instante más tarde ya me había plantado a su lado.

—Joder! —grité, agarrándola por la muñeca—. ¿Qué cojones te había dicho? ¡Que te quedaras en el camino! ¡Sin salir del camino, joder!

Durante un largo segundo, los ojos de mi hija me miraron como si se tratara de una broma: papá se ha caído en el agua de broma, ahora está enfadado de broma… Pero después algo se le rompió en la mirada. Su rostro se desencajó de dolor mientras se llevaba la mano a la muñeca.

—Papá…

Durante años y años me acordaría de esa mirada, y siempre me haría saltar las lágrimas.

—¡Marc! ¡Marc! ¿Qué haces? —Caroline estaba un poco más arriba, entre los árboles. Llevaba una botella de leche en la mano. Su mirada pasó de mí a Julia y volvió a mí—. ¡Marc! —gritó una vez más.

• • •

—No puedo más —dije media hora más tarde, cuando Julia ya se había calmado y recorría el caminito arriba y abajo en su triciclo como si nada hubiese pasado.

Y Caroline me miró. Me cogió las manos y dijo:

—¿Te acuerdas de aquel hotelito que vimos ayer en el pueblo, cerca del mercado? ¿Y si fuésemos allí un par de días?

A partir de entonces fuimos solamente a hoteles. O alquilábamos una casa. En los hoteles y las casas a veces también había piscinas donde veías partes descubiertas de otras personas, pero al menos podías retirarte y conceder a tus ojos un ratito de descanso. Un par de horas tumbado en la cama de tu habitación con los ojos cerrados. Sin tener que tragarte la suciedad humana las veinticuatro horas del día. Después de ir de vacaciones en este plan un par de años, alojándonos en casas alquiladas y hoteles, empezamos a fijarnos en los escaparates de las inmobiliarias. Observábamos fotografías y precios. Para Caroline, una segunda residencia en el extranjero sería un premio de consolación a cambio de despedirse de ir de camping. Podíamos permitírnoslo. En cuanto buscabas a cierta distancia de la costa, la mayoría de esas casas eran muy baratas. Pero mientras soñábamos contemplando la foto de un antiguo molino de agua con huerto de perales, empezábamos enseguida a comentar las desventajas. «La lástima es que entonces siempre vas de vacaciones al mismo sitio», nos decíamos. Miramos largo rato la foto de una granja renovada con piscina. «Pero hay que tener a alguien que cuide la piscina —nos dijimos—. Alguien que se ocupe del mantenimiento, y también del jardín; si no, te pasas las vacaciones segando el césped y arrancando ortigas.»

BOOK: Casa de verano con piscina
13.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Ninth Step by Grant Jerkins
Compelled by Shawntelle Madison
Hell Ship by David Wood
Body on the Stage by Bev Robitai
Twilight's Eternal Embrace by Nutt, Karen Michelle
From Doctor...to Daddy by Karen Rose Smith
Give Me Four Reasons by Lizzie Wilcock