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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (10 page)

BOOK: Césares
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Aunque la conquista de estos territorios estaba dentro de la lógica de expansión romana, su entrada en el horizonte exterior fue precipitada por intereses de la política interior. La situación no era tan amenazante como para exigir medidas extraordinarias y, por ello, el
imperium
otorgado a César era más bien producto de los contrastes partidistas internos. Pero el uso que César hizo de este
imperium
llevó a la inclusión en el ámbito de dominio romano de amplios territorios de la Europa occidental. El relato pormenorizado de esta conquista, debido al propio César —los
Commentarii de bello Gallico
—, es sin duda una de las obras maestras de la literatura latina. Se trata de un escrito propagandístico, redactado en tercera persona, con un estilo lúcido, directo y desapasionado que, sin falsear la realidad, pone en primer plano los hechos favorables a los intereses de César, suscitando en el lector una falsa impresión de neutralidad.

En las largas disputas por el dominio de la Galia central entre las tribus indígenas, Roma había apoyado a los eduos, que, gracias a esta ayuda, lograron imponerse sobre sus vecinos y rivales, los arvernos. Pero a finales de los años sesenta los eduos vieron peligrar esta hegemonía cuando otra tribu lindante, la de los secuanos, abrió las hostilidades contra sus vecinos, confiada en la ayuda militar de Ariovisto, un jefe germano del otro lado del Rin. Los eduos fueron vencidos, y Ariovisto recibió como recompensa la llanura de Alsacia. Lógicamente, los derrotados eduos pidieron la ayuda de Roma, que apenas reaccionó con una satisfacción diplomática. Los eduos, reconciliados con los secuanos, dieron desde entonces a su política un curso antirromano.

A estos cambios políticos vino a sumarse un tercer factor que desataría la intervención romana. Las tribus de los helvecios, desde el oeste de Suiza, se pusieron en movimiento, huyendo de la presión germana para buscar nuevos asentamientos al otro lado de la Galia, junto al océano. En su camino debían atravesar la provincia romana. Pero César se negó rotundamente, temiendo que estos desplazamientos de pueblos facilitasen nuevas penetraciones germanas. Tras repetidos e inútiles intentos de lograr una solución pacífica, los helvecios decidieron utilizar las armas. Derrotados por César en Bibracte (Mont Beauvray), hubieron de volver a sus territorios de partida. Tras la solución del problema helvecio, las tribus galas solicitaron de César ayuda contra Ariovisto. El procónsul intentó pactar con el jefe suevo, pero, rotas las conversaciones, se llegó a un encuentro en Belfort, donde los germanos fueron derrotados y obligados a traspasar el Rin. Aunque la campaña contra Ariovisto suscitó en Roma las críticas de sus enemigos —el jefe germano había sido declarado antes amigo del pueblo romano—, el hecho indiscutible fue la ampliación del dominio romano hasta el limite natural del Rin, que marcaría para siempre la frontera septentrional del imperio.

Los acontecimientos en la Galia provocaron la coalición de las tribus belgas, al norte del Sena, y dieron a César un buen pretexto para continuar su política ofensiva. En una campaña, a lo largo del año 57, César deshizo la coalición y extendió el dominio romano del Garona al Rin.

Apenas es necesario extenderse sobre las cualidades militares desplegadas por César en las campañas de las Galias, entre las que podrían enumerarse innatas dotes de mando, frío cálculo de las posibilidades, resuelta determinación, capacidad para rodearse de eficaces colaboradores…, virtudes ya apuntadas en anteriores intervenciones y de las que ahora, como luego en el transcurso de la guerra civil, daría abundante prueba. Hay que tener en cuenta que los ejércitos de la república estaban dirigidos por comandantes esencialmente civiles, que aun con cierta experiencia militar como oficiales a las órdenes de otros jefes, no habían sido formalmente entrenados para dirigir ejércitos. A lo largo de su vida, César estuvo no menos de quince años en campaña, como responsable último de tropas que, en ocasiones, llegaron a alcanzar hasta diez legiones, más de sesenta mil hombres. Contó, es cierto, con excelentes colaboradores, entre los que habría que destacar, durante el proconsulado en las Galias, a Quinto Labieno, Marco Craso, el hijo del «triunviro», y Marco Antonio, su siempre fiel colaborador, tanto en el ejército como en el Senado. Pero de la lectura de los
Comentarios
se desprende que los comandantes a las órdenes de César se limitaban a cumplir la voluntad del caudillo, que impartía sus instrucciones directamente en todo momento y ocasión. César confiaba en ellos, pero también asumía toda la responsabilidad, aun en los fracasos. Suetonio ofrece una detallada semblanza de estas virtudes militares:

Era César muy diestro en el manejo de las armas y caballos y soportaba la fatiga hasta lo increíble; en las marchas precedía al ejército, algunas veces a caballo, y con más frecuencia a pie, con la cabeza descubierta a pesar del sol y la lluvia…

Se duda si fue más cauto que audaz en sus expediciones. Por lo que toca a las batallas, no se orientaba únicamente por planes meditados con detención, sino también aprovechando las oportunidades…

Se le vio frecuentemente restablecer él solo la línea de batalla; cuando ésta vacilaba, lanzarse delante de los fugitivos, detenerlos bruscamente y obligarlos, con la espada en la garganta, a volver al enemigo…

Apreciaba al soldado sólo por su valor, no por sus costumbres ni por su fortuna, y le trataba unas veces con suma severidad y otras con gran indulgencia… Algunas veces, tras una gran batalla y una gran victoria, dispensaba a los soldados los deberes ordinarios y les permitía entregarse a todos los excesos de desenfrenada licencia, pues solía decir que «sus soldados, aun perfumados, podían combatir bien». En las arengas no les llamaba «soldados», empleaba la palabra más lisonjera de «compañeros».

Por su parte, Plutarco las resalta así, en relación con las campañas de las Galias:

El tiempo de las guerras que sostuvo y de las campañas con que domó la Galia… le acreditó de guerrero y caudillo no inferior a ninguno de los más admirados y más célebres en la carrera de las armas; y, antes, comparado con los Fabios, los Escipiones y los Metelos, con los que poco antes le habían precedido, Sila, Mario y los dos Lúculos, y aun con el mismo Pompeyo, cuya fama sobrehumana florecía entonces con la gloria de toda virtud militar, las hazañas de César le hacen superior a uno por la aspereza de los lu gares en que combatió; a otro, por la extensión del territorio que conquistó; a éste, por el número y valor de los enemigos que venció; a aquél, por lo extraño y feroz de las costumbres que suavizó; a otro, por la blandura y mansedumbre con los cautivos; a otro, finalmente, por los donativos y favores hechos a los soldados; y a todos, por haber peleado más batallas y haber destruido mayor número de enemigos; pues habiendo hecho la guerra diez años no cumplidos en la Galia, tomó a viva fuerza más de ochocientas ciudades y sujetó trescientas naciones; y habiéndose opuesto por parte y para los diferentes encuentros hasta tres millones de enemigos, acabó con un millón en las acciones y cautivó otros tantos.

Mientras, en Roma, la desmedida demagogia con la que Clodio cumplía su magistratura tribunicia necesariamente tenía que repercutir sobre la solidez de la alianza tripartita. Fue Pompeyo el más afectado por esta nueva constelación política, obligado a permanecer en Roma en un ridículo papel: mientras su prestigio e influencia disminuían en el Senado, como consecuencia de su antinatural alianza con los
populares
, Clodio, sin duda instigado por Craso, deterioraba su imagen pública y se atrevía, incluso, a intentar asesinarlo a través de un esbirro. En este contexto, es lógico que Pompeyo tratara de acercarse a Cicerón para recuperar su perdida posición en el Senado, mientras el imprevisible Clodio, en un inesperado giro político, se echaba en brazos de los
optimates
, declarándose dispuesto a invalidar las disposiciones legislativas de César. Ante la necesidad urgente de apoyos, César dio su beneplácito para que Pompeyo hiciese regresar a Cicerón del exilio. Cicerón, agradecido, aceptó el papel de mediador entre Pompeyo y el Senado. Y bajo su presión, la cámara otorgó a Pompeyo un poder proconsular, de cinco años de duración, para dirigir el aprovisionamiento de trigo a Roma (
cura
annona
e
). El encargo, a espaldas de César, enfrió las relaciones con Pompeyo, mientras Craso, envidioso por su continuo papel en la sombra, se prestaba, con la ayuda de Clodio, a colaborar con la facción senatorial que no aceptaba este mando extraordinario.

Fue César, una vez más, quien cumplió el papel de mediador para superar los malentendidos entre Craso y Pompeyo y renovar así la coalición del año 59. El encuentro de los tres políticos tuvo lugar en abril del 56, en una localidad de la costa tirrena, Lucca, donde se ratificó la alianza con una serie de acuerdos dirigidos a fortalecer un poder común y equivalente: Pompeyo y Craso debían investir conjuntamente el consulado del año 55 y, a su término, obtener un
imperium
proconsular, de cinco años de duración, sobre las provincias de Hispana y Siria, respectivamente; como es lógico, también el mando de César debía ser prorrogado por el mismo período. La preocupación conjunta por equilibrar la balanza del poder militar, el indispensable elemento de control político, era manifiesta.

Efectivamente, Pompeyo y Craso obtuvieron su segundo consulado y, fieles a la alianza, materializaron los acuerdos de Lucca. Tras finalizar el período de magistratura, Craso abandonó Italia en noviembre para dirigirse a su provincia siria y preparar desde allí una grandiosa y quimérica expedición contra los partos, en la que dejaría la vida. Pompeyo, por su parte, prefirió permanecer en Roma, cerca de las fuentes legales del poder, con el pretexto de sus obligaciones como
curator
annona
e
, sin percatarse del vacío significado que en esos momentos tenía la legalidad. Pero no puede reprochársele a Pompeyo carecer de las dotes de adivino, puesto que en la forma se mantenía la estructura constitucional, y la política parecía seguir acomodándose a los juegos cambiantes tradicionales. Pompeyo, con el respaldo de una formidable alianza, un ejército en Hispania en manos de fieles legados, y la posición clave de su cometido en Roma, se presentaba indiscutiblemente como el hombre más poderoso, el
princeps
que había siempre anhelado representar. La armonía que había emanado de Lucca no permitía aún que Pompeyo reconociese su error.

Mientras, César regresaba a la Galia, que después de tres agotadoras campañas parecía sometida en su mayor parte. Pero la pesada mano de la dominación, las requisas y exigencias romanas impulsaron a la rebelión de un buen número de las tribus recientemente sometidas. La sublevación se extendió a Bretaña y Normandía y a los pueblos marítimos del nordeste, mientras crecía la inquietud entre los belgas y se temían movimientos germanos en el Rin. El amplio arco de la rebelión obligó a César a desplegar sus tropas de Bretaña al Rin, en cinco cuerpos de ejército, y la campaña, a lo largo del año 56, fue favorable a las armas romanas. Pero la temida incursión de los germanos se materializó en el invierno de 56-55. Usípetos y tencteros atravesaron el Rin medio y bajaron por las orillas del Mosela, buscando nuevos asentamientos. César rechazó la petición de los germanos de ocupar tierras galas. Decidido a convertir el Rin en frontera permanente entre galos y germanos, atacó sus campamentos por sorpresa y los obligó a replegarse a la orilla derecha del río.

Sometidos los galos septentrionales y afirmado el flanco oriental renano, César decidió, en el 55, una expedición contra Britania, cuyos verdaderos motivos se nos escapan. La expedición, desde el punto de vista práctico, fue inútil, pero se repitió al año siguiente. Las tribus británicas, bajo la dirección de Cassivellauno, iniciaron una guerra de guerrillas, que apenas permitió a César resultados positivos. Sólo las rencillas internas de las tribus actuaron a favor de los romanos: Cassivellauno se decidió al fin por la negociación, y así, al menos nominalmente, Britana reconoció la supremacía romana. Pero la expedición a Britana iba a tener un corolario peligroso para la estabilidad del dominio sobre la Galia. Las imposiciones romanas y el inmenso espacio objeto de vigilancia decidieron a tréveros y eburones, asentados en el norte del país, a sublevarse, bajo la dirección del jefe trévero Indutiomaro. La rebelión fue sofocada, pero César podía poner pocas esperanzas en un sincero sometimiento. Fracasadas las soluciones políticas, el único camino practicable era el puro y simple terror. Por ello, durante el invierno de 54-53 César reclutó tres nuevas legiones en la Cisalpina e inició una campaña de exterminio contra las dos tribus: los tréveros fueron vencidos por el legado de César, Labieno, y los eburones, completamente aniquilados.

Pero esta cruel política no hizo sino aunar a la nobleza gala contra los odiados romanos. El foco principal surgió en la Galia central, donde el arvernoVercingétorix animó a las tribus vecinas a la rebelión, que comenzó en el invierno de 53-52 con el asesinato de todos los comerciantes romanos residentes en Cenabum (Orleans). Vercingétorix, aclamado jefe del ejército federal galo, intentó la invasión de la Narbonense, pero César se adelantó, llevando la guerra a sus territorios de la Arvernia. Los galos, conscientes de las dificultades de aprovisionamiento de los ejércitos romanos, aplicaron con éxito, durante un tiempo, la táctica de la tierra quemada. En la primavera del 52 César inició operaciones a gran escala, que llevaron finalmente al asedio de la capital de los arvernios, Gergovia. Vercingétorix logró acudir en auxilio de la ciudad y venció a las fuerzas romanas, poniendo así en entredicho el mito de la invencibilidad de César.A continuación, el teatro de la guerra se trasladó al sur, a territorio secuano, y tuvo como episodio culminante el sitio de Alesia (Alise-SainteReine), donde se hizo fuerte Vercingétorix. Tras un largo mes de asedio, se llegó a la batalla decisiva: la aplastante victoria romana obligó al jefe galo a capitular. Así relata Suetonio el momento:

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