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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (6 page)

BOOK: Césares
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Pero ya desde el principio se modelaba la imagen de un César que, por una u otra razón, debía convertirse en objeto de la atención pública. Y no solamente por sus intervenciones en el foro o por su valor en la milicia. En Roma se hablaba del joven aristócrata que derrochaba el dinero a manos llenas, y de sus deudas, que alcanzaban los ocho millones de denarios, acumuladas en la satisfacción de caprichos, como una lujosa casa de campo en el lago Nemi, o en incontables obras de arte con las que trataba de saciar su pasión de coleccionista; pero, sobre todo, en aventuras galantes y en costosos regalos para sus amigas.

Esta actitud, que lo distinguía del resto de jóvenes nobles que aspiraban a los honores públicos, no significó que César variara un ápice su trayectoria política, firmemente anclada en una clara oposición al régimen
optimate
, en un momento político en el que desde otros frentes se recrudecían los ataques contra el régimen recreado por Sila. El año en que Pompeyo y Craso, desde la suprema magistratura consular, minaban los más firmes pilares del régimen, César aprovechaba su primera intervención en la asamblea popular (70 a.C.) para hablar en favor de los represaliados por Sila todavía en el exilio, entre ellos el hermano de su propia esposa, Cornelia. Un año después moría su tía Julia, la esposa de Mario. César aprovecharía los funerales para subrayar su inequívoca postura de enfrentamiento a la oligarquía silana, pero también para resaltar el orgullo de su propio linaje:

Por su madre, mi tía Julia descendía de reyes; por su padre, está unida a los dioses inmortales; porque de Anco Marcio descendían los reyes Marcios, cuyo nombre llevó mi madre; de Venus procedían los julios, cuya raza es la nuestra. Así se ven, conjuntas en nuestra familia, la majestad de los reyes, que son los dueños de los hombres, y la santidad de los dioses, que son los dueños de los reyes.

Y contra la prohibición silana no se privó de mostrar públicamente las imágenes de dos proscritos: su tío Mario y su primo, asesinado cuando Sila entró en Roma. Poco después moría también su esposa Cornelia, que había dado a César una hija, Julia. Sólo era costumbre honrar con loas fúnebres a las viejas damas de la aristocracia. César, no obstante, y a pesar de la juventud de la fallecida, aprovechó la ocasión para mostrarse en público y pronunciar un arrebatado discurso en el que, con la expresión de su dolor por la pérdida, subrayaba la ascendencia de la infortunada joven, hija de uno de los más furiosos rivales de Sila, el cónsul Cinna.

El régimen del que César se declaraba enemigo no pudo impedir que, en las elecciones para la magistratura «cuestoria», que abría el acceso al Senado, fuese elegido entre sus miembros. Es cierto que su destino no fue la propia Roma, donde los cuestores cumplían funciones administrativas como guardianes del tesoro del Estado y de los archivos públicos, sino en una de las provincias del imperio
[5]
, la Hispana Ulterior, la más meridional de las dos circunscripciones en las que el gobierno romano había dividido sus dominios en la península Ibérica
[6]
, a las órdenes del propretor Lucio Antistio Veto, a quien en el año 69 a.C. le había correspondido el gobierno de la provincia.

Aunque unos años antes el episodio de Sertorio había puesto el acento en la inestabilidad del dominio romano en la zona, especialmente en los últimos territorios anexionados —centro de Portugal y las tierras más septentrionales de la meseta, al otro lado del Duero—, no se conoce ninguna campaña militar del propretor Veto durante su mandato en la Hispana Ulterior. Sus funciones debieron de desarrollarse por los acostumbrados cauces: mantener el territorio pacificado, allanar el camino de los recaudadores de impuestos y cumplir el papel de alta instancia judicial, como juez y árbitro de las cuestiones surgidas en las relaciones entre los provinciales o con la población civil romano-itálica, residente estable o transitoriamente en la provincia. Así, César, en el ejercicio de su cargo, hubo de ocuparse de impartir justicia en la provincia en nombre del gobernador, pero no descuidó granjearse al tiempo amistades y obligaciones entre los provinciales, como él mismo recordaría años más tarde. Una anécdota refleja su inconmensurable instinto de emulación. En uno de sus viajes por la provincia visitó el templo de Melqart, el viejo dios fenicio, que se levantaba sobre la isla de Cádiz, y allí, ante una estatua de Alejandro Magno, lloró amargamente por «no haber realizado todavía nada digno a la misma edad en que Alejandro ya había conquistado el mundo», en frase de Suetonio.

Pero los lamentos no paralizaron su firme determinación de luchar allí donde las circunstancias le permitieran alcanzar notoriedad y ganancia política en su línea de corte popular. En estos momentos un escenario se prestaba magníficamente a tales propósitos. Se trataba de la Galia Transpadana, el territorio entre los Alpes y el Po, cuyos habitantes no gozaban de los derechos de ciudadanía romanos, de los que estaban provistos desde el final de la Guerra Social el resto de los habitantes de Italia. La oligarquía senatorial se oponía firmemente a esta extensión de los derechos ciudadanos a una región que aún no era considerada como territorio italiano. Y César abandonó con resuelta decisión su destino, aun antes que su propio superior, el propretor, para acudir a apoyar a los peticionarios y enardecerlos llamando a la lucha abierta. El Senado mantuvo en armas dos de las legiones que debían partir a Oriente contra Mitrídates, hasta que la calma volvió a la Transpadana, pero César logró con esta actitud ganar un buen número de voluntades y atar con los habitantes de la región estrechas relaciones de patronato.

A su regreso a Roma, César tomó por esposa a Pompeya, una nieta de Sila. Una vez más intervenía en su decisión, por encima de cualquier sentimiento, la conveniencia. Pompeya, hija de Pompeyo Rufo, colega de Sila en el consulado en el año 88, contaba con una gran fortuna y prometía ventajosas conexiones en el entorno de la
nobilitas
. Con el apoyo de estas poderosas influencias, César lograría su nombramiento como
curator viae Appiae
, magistrado encargado del mantenimiento de la calzada que unía Roma con Brindisi, el puerto de embarque para Grecia. En este cometido se granjeó nuevas amistades y agradecimientos por su generosa dedicación a mejorar la más importante vía del sur de Italia con medios personales, a pesar de sus cuantiosas deudas. Esta incesante búsqueda de la admiración del pueblo no se agotaba para César en seguir sin más el camino político que Cicerón despectivamente tachaba de
popularis via
. Si César aprovechaba cualquier ocasión para mostrar sus tendencias
populares
proclamando su parentesco con Mario, también subrayaba su orgulloso pasado como miembro de una de las familias nobles más antiguas de Roma. Con astuta prudencia, en el difícil camino de la lucha por el poder, procuraba aprovechar conexiones distintas e, incluso, contrapuestas, tratando de evitar que la derrota de cualquiera de ellas le arrastrara a él también y, por ello, cuidando de no comprometerse fuera de ciertos límites, en un modesto pero firme avance frente a personalidades como Pompeyo y Craso, los líderes políticos del momento.

Tras el consulado conjunto de los dos personajes, fue Pompeyo quien más ganancias obtuvo, gracias a la utilización a su servicio de los tribunos de la plebe, mientras los
optimates
se perdían en estériles luchas internas. Y fue precisamente Pompeyo, cuyas victorias y prestigio obraban como un poderoso imán para la atracción de otros políticos dentro de su órbita, el objetivo elegido por César como trampolín para futuras promociones. Por mucho que le doliera, el acercamiento a Pompeyo era el único camino que tenía para seguir en la vía popular, tan firmemente emprendida desde el comienzo de su vida pública. Es en su facción, aunque con las reservas de una ambición que le impedía resignarse al simple papel de comparsa, donde se enmarca, en los años sesenta, la figura de César. Su intervención en favor del otorgamiento a Pompeyo de poderes extraordinarios para acabar con el problema de la piratería así lo muestran.

La piratería en el Mediterráneo era desde tiempos inmemoriales un mal endémico. Los piratas, desde sus bases en el sur de Asia Menor y en Creta, hacían peligrar el normal desarrollo de las actividades comerciales marítimas. Tras continuos y clamorosos fracasos, la opinión pública, a finales de los años setenta, estaba especialmente sensibilizada ante el problema y clamaba por su definitiva solución, que obligaba a la concesión de un comando extraordinario sobre importantes fuerzas a un general experimentado. Un agente de Pompeyo, el tribuno de la plebe Aulo Gabinio, presentó en enero del 67 una propuesta de ley (
lex Gabinia
) que establecía la elección de un consular —evidentemente, Pompeyo—, dotado de gigantescos medios para la lucha contra la piratería. Desde su nuevo escaño de senador, César fue uno de los pocos que apoyó la propuesta del tribuno, y, a pesar de la feroz resistencia de los
optimates
, la ley fue aprobada. La campaña, que apenas duró tres meses, fue un éxito. Esta fulminante acción era la mejor propaganda para nuevas responsabilidades militares, que sus partidarios en Roma ya preparaban para él; en concreto, la lucha contra el viejo enemigo de Roma Mitrídates del Ponto.

La precaria paz firmada por Sila con Mitrídates era apenas una tregua, que el rey del Ponto iba a romper de inmediato con la invasión del reino de Bitinia, recién convertido en provincia, cuando su rey, Nicomedes IV, lo dejó en herencia a Roma. En las operaciones de esta Tercera Guerra Mitridática (74-64 a.C.), el gobernador de Asia, Lúculo, logró no sólo reconquistar Bitinia, sino invadir el Ponto, lo que obligó a Mitrídates a buscar refugio en Armenia, junto a su yerno,Tigranes. En el año 69, Lúculo invadió el reino de Tigranes y se apoderó de la nueva capital de Armenia,Tigranocerta. Pero cuando intentó proseguir su avance hasta el corazón del reino, sus soldados se negaron a seguirle. Ante la impotencia de Lúculo, Mitrídates y Tigranes reagruparon sus fuerzas y lograron recuperar sus posesiones. Los agentes de Pompeyo no iban a desaprovechar la magnífica ocasión que ofrecía este fracaso. Un tribuno de la plebe, Cayo Manilio, presentó en enero del 66 una ley por la que se encargaba a Pompeyo la conducción de la guerra contra Mitrídates, con una concentración de poderes insólita y al margen de la constitución. Aunque también en esta ocasión la facción más recalcitrante del Senado se opuso con todas sus fuerzas, la ley fue finalmente aprobada.

En la conducción de la guerra, Pompeyo logró aislar al enemigo de cualquier ayuda exterior y convencer al rey de Partia, Fraartes III, de que invadiera Armenia por la retaguardia, mientras él atacaba a Mitrídates. Vencido, el rey del Ponto se retiró a sus posesiones del sur de Rusia, pero una revuelta de su propio hijo, Farnaces, le obligó a quitarse la vida. Vencido Mitrídates, Pompeyo invadió Armenia. El rey Tigranes se rindió al general romano, que convirtió Armenia en estado vasallo frente al reino de los partos.A continuación, Pompeyo creyó conveniente anexionar los últimos jirones del imperio seléucida, entre el Mediterráneo y el Éufrates, convirtiéndolos en la provincia romana de Siria, e intervenir en las luchas intestinas que ensangrentaban el estado judío, haciendo de Palestina un estado tributario de Roma. A las conquistas siguió una ingente obra de reorganización de los territorios conquistados, completada con una revitalización de la vida municipal en las provincias romanas y con la creación de más de tres docenas de nuevos centros urbanos en Anatolia y Siria. Y, así, concluida la guerra y asentado sobre nuevas bases el dominio romano en Oriente, Pompeyo, con un ejército fiel y con las numerosas clientelas adquiridas, se disponía a regresar a Roma como el hombre más poderoso del imperio.

Mientras, en la Urbe, el control de la política por parte de los agentes y seguidores de Pompeyo no era total. La oligarquía silana contaba con recursos igualmente poderosos. Pero entre el bloque senatorial, con sus contradicciones y sus disputas internas, y el partido de Pompeyo se había ido formando una tercera fuerza en torno a Marco Licinio Craso, el gran perdedor del año 70, quien, aprovechando la ausencia de Pompeyo, buscaba crearse una posición clave de poder en el Estado, con la inversión de los ilimitados recursos materiales y de la influencia que poseía. Pero, entre las ambiciones de los grandes líderes, opuestos al Senado, también César procuraba sacar provecho propio, basculando, entre interesadas lealtades, con cualquier fuerza política que le permitiera su propia promoción. Y sus esfuerzos se vieron recompensados con un nuevo éxito al conseguir ser elegido como edil curul para el año 65.

La edilidad, compuesta por un colegio de cuatro miembros —dos patricios o
curules
y dos plebeyos, aunque igualados en sus tareas—, era una magistratura fundamentalmente de carácter policial que, en el interior de Roma, incluía el control de las calles, edificios y mercados, así como la responsabilidad del abastecimiento de víveres a la Ciudad. Pero su importancia política residía, sin embargo, en la tarea específica que les encomendaba la organización de los juegos públicos, en abril, en honor de Cibeles, la madre de los dioses (
ludi Megalenses
), y, en septiembre y durante quince días, en honor de Júpiter Capitolino. Los enormes dispendios que esta organización acarreaba prometían, no obstante, una excelente rentabilidad política, como propaganda electoral para asegurar la continuación en la carrera de los honores del organizador, ante un electorado satisfecho por su esplendidez.

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