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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (3 page)

BOOK: Césares
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Por otra parte, la explotación de las provincias favoreció la rápida acumulación de ingentes capitales mobiliarios, cuyos beneficiarios terminaron constituyendo una nueva clase privilegiada por debajo de la senatorial: el orden ecuestre. En posesión de un gran poder económico, especialmente como arrendatarios de las contratas del Estado y, sobre todo, de la recaudación de impuestos, los
equites
(«caballeros») no consiguieron, sin embargo, un adecuado reconocimiento político. Por ello, se encontraron enfrentados en ocasiones contra el exclusivista régimen oligárquico senatorial, aunque siempre dispuestos a cerrar filas con sus miembros cuando podía peligrar la estabilidad de sus negocios.

El control político estaba en las manos exclusivas de la nobleza senatorial, que, gracias a su coherencia interna, férrea y sin fisuras hacia el exterior, había logrado construir una voluntad de grupo, materializada en un orden político aceptado por toda la sociedad. Pero los problemas políticos y sociales que comienzan a manifestarse hacia mediados del siglo II a.C. afectaron a esta cohesión interna y dividieron el colectivo senatorial en una serie de grupos o
factio
nes
, enfrentados por intereses distintos. La pugna trascendió del seno de la nobleza y descubrió sus debilidades internas, porque estos grupos buscaron la materialización de sus metas políticas —una despiadada lucha por las magistraturas y el gobierno de las provincias, fuentes de enriquecimiento— fuera del organismo senatorial, con ayuda de las asambleas populares y de los magistrados que las dirigían, los tribunos de la plebe.

En el año 133 a.C. un tribuno de la plebe, Tiberio Sempronio Graco, hizo aprobar con métodos revolucionarios una ley que intentaba reconstruir el estrato de pequeños agricultores, para poder contar de nuevo con una abundante reserva de futuros legionarios. La ley imponía que ningún propietario podría acaparar más de 250 hectáreas de tierras propiedad del Estado (
ager publicus
), y que las cuotas excedentes serían distribuidas en pequeñas parcelas entre los proletarios. La ley suscitó una encarnizada oposición por parte de la oligarquía senatorial (
nobilitas
), usufructuaria de la mayor parte de estas tierras, que, tras generaciones de explotación, consideraban como propiedad privada. El asesinato del tribuno puso un fin violento a la puesta en marcha de esta reforma agraria, que fue reemprendida por su hermano Cayo, diez años después, desde una plataforma política mucho más ambiciosa. Cayo, además de la ley agraria, hizo aprobar, desde su magistratura de tribuno de la plebe, un paquete de medidas tendentes a satisfacer las exigencias del proletariado urbano, de los caballeros y de los estratos comerciales y empresariales. Pero cuando intentó hacer pasar una ley que ampliaba la ciudadanía romana a los itálicos, sus enemigos supieron azuzar demagógicamente los instintos egoístas de la plebe, que le privó de su apoyo y le libró a una sangrienta venganza.

Los proyectos de reforma de los Gracos no consiguieron ninguna mejora positiva en la dirección del Estado, donde se afirmó todavía más la oligarquía senatorial, pero en cambio sí consiguieron romper para siempre la tradicional cohesión en la que esta oligarquía había basado desde siglos su dominio de clase. Tiberio y su hermano Cayo descubrieron las posibilidades de hacer política contra el poder y extender a otros colectivos, hasta entonces al margen de la política, el interés por participar activamente en los asuntos de Estado. Si bien esta politización no trascendió fuera de la nobleza, en su seno aparecieron dos tendencias que minaron el difícil equilibrio en que se sustentaba la dirección del Estado. Por un lado, quedaron los tradicionales partidarios de mantener a ultranza la autoridad absoluta del Senado, como colectivo oligárquico, los
optimates
; por otro, y en el mismo seno de la nobleza, surgieron políticos individualistas que, en la persecución de un poder personal, se enfrentaron al colectivo senatorial y, para apoyar su lucha, interesaron al pueblo con sinceras o pretendidas promesas de reformas y, por ello, fueron llamados populares.

Durante mucho tiempo aún, el contraste político se mantuvo en la esfera de lo civil. Pero un elemento, cuyas consecuencias en principio no fueron previstas, iba a romper con esta trayectoria estrictamente civil y favorecer su militarización. Fue, a finales del siglo II a.C., la profunda reforma operada por un advenedizo, Cayo Mario, en el esquema tradicional del ejército romano. Si hasta entonces el servicio militar estaba unido a la cualificación del ciudadano por su posición económica —y por ello excluía a los proletarü, aquellos que no alcanzaban un mínimo de fortuna personal—, Mario logró que se aceptase legalmente el enrolamiento de proletarü en el ejército. Las consecuencias no se hicieron esperar. Paulatinamente desaparecieron de las filas romanas los ciudadanos que contaban con medios de fortuna —y, por ello, no interesados en servicios prolongados, que les mantenían alejados de sus intereses económicos—, para ser sustituidos por aquellos que, por su propia falta de medios económicos, veían en el servicio de las armas una posibilidad de mejorar sus recursos o labrarse un porvenir. Fue precisamente esa ausencia de ejército permanente, que condicionaba los reclutamientos a las necesidades concretas de la política exterior, el elemento que más favoreció la interferencia del potencial militar en el ámbito de la vida civil. El Senado dirigía la política exterior y autorizaba, en consecuencia, los reclutamientos necesarios para hacerla efectiva. Pero el mando de las fuerzas que debían operar en los puntos calientes de esa política estaba en manos de miembros de la
nobilitas
. Investidos con un poder legal, que incluía el mando de tropas —el
imperium
—, apenas existían instancias legales que impusieran un control sobre su voluntad, convertida en instancia suprema en el ámbito de operaciones confiado a su responsabilidad, en su
provincia
. Lógicamente, el soldado que buscaba mejorar su fortuna con el servicio de las armas se sentía más atraído por el comandante que mayores garantías podía ofrecer de campañas victoriosas y rentables. La libre disposición de botín por parte del comandante, por otro lado, era un excelente medio para ganar la voluntad de los soldados a su cargo con generosas distribuciones. Y, como no podía ser de otro modo, fueron creándose lazos entre general y soldados, que, trascendiendo el simple ámbito de la disciplina militar, se convirtieron en auténticas relaciones de clientela, mantenidas aun después del licenciamiento, en la vida civil.

Con un ejército de proletarios, Mario logró terminar, a finales del siglo II a.C., con una vergonzosa guerra colonial en África contra el príncipe númida Yugurta, que había logrado, corrompiendo a un buen número de senadores, llevar adelante sus ambiciones incluso en perjuicio de los intereses romanos. No bien concluida esta guerra, que le reportó un triunfo concedido a regañadientes por la oligarquía senatorial, el general
popular
aniquiló en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae a las hordas celto-germanas de cimbrios y teutones, que en sus correrías amenazaban el norte de Italia. Estas victorias le valieron a Mario su reelección año tras año como cónsul (107-101). Pero la necesidad de atender al porvenir de sus soldados con repartos de tierra cultivable, que el Senado le negaba, echó al general en los brazos de un joven político
popular
, Saturnino, que aprovechó el poder y prestigio de Mario para llevar a cabo un ambicioso programa de reformas. Esta ofensiva de los
populares
alcanzó su punto culminante durante las elecciones consulares del año 100 a.C., desarrolladas en una atmósfera de guerra civil. El Senado consideró necesario recurrir al estado de excepción, decretando el
senatus consultus ultimum
, cuya fórmula —«que los cónsules tomen las medidas necesarias para que la república no sufra daño alguno»— autorizaba a los cónsules a utilizar la fuerza militar dentro del territorio de la Ciudad, donde estaba estrictamente prohibida la presencia de ejércitos en armas. Mario, obligado en su condición de cónsul a poner fin a los disturbios, hubo de volverse contra sus propios aliados, y el nuevo intento
popular
acabó otra vez en un baño de sangre: Saturnino fue linchado con muchos de sus seguidores, y Mario, odiado por partidarios y oponentes, hubo de retirarse de la escena política.

La victoria de la reacción tras los tumultos del año 100 a.C. no restableció la paz interna: los
optimates
volvieron a sus tradicionales luchas de facciones, mientras se generaba un nuevo problema que comprometía la estabilidad del Estado: la cuestión itálica. Los aliados itálicos reivindicaban insistentemente su integración en el estado romano como ciudadanos de pleno derecho, tras haber ayudado a levantar con sus hombros y su sacrificio material, durante generaciones, el edificio en el que se asentaba la grandeza de Roma. A comienzos del siglo I a.C., para muchos itálicos el deseo de integración derivó peligrosamente hacia sentimientos nacionalistas, que sólo veían en la rebelión armada el final de una dominación.

En el año 91 a.C. los itálicos, conscientes de que el Senado jamás accedería a concederles de grado la ciudadanía romana, tras el asesinato del tribuno de la plebe Livio Druso, que defendía sus reivindicaciones, se rebelaron abiertamente contra Roma. Esta llamada «Guerra Social» (de
socii
, «aliados») fue uno de los más difíciles problemas que hubo de afrontar el estado romano. Porque debía enfrentarse en el campo de batalla a los propios aliados, en los que Roma había descargado buena parte de su potencial militar, y además en la misma Italia. Sin embargo, la formidable fuerza que la confederación itálica logró reunir —unos cien mil hombres— estaba debilitada por su propio paradójico objetivo: destruir un Estado en el que deseaban fervientemente integrarse. Bastó que el peligro abriese los ojos al gobierno romano y le hiciera ceder en el terreno político —concesión, mediante una serie de provisiones legales, de la ciudadanía romana a los itálicos que así lo solicitaran— para que el movimiento se deshiciera.

Pero la guerra había obligado a relegar a un segundo plano los problemas de política exterior: no sólo se redujeron las fuentes de ingresos provinciales; más grave todavía fue que enemigos exteriores de Roma creyeran ver el momento oportuno para levantarse contra la odiada potencia. Éste fue el caso de Mitrídates del Ponto, un dinasta de la costa me ridional del mar Negro, que intentó sublevar toda Asia Menor contra el dominio romano.

En estas condiciones, en el año 88 a.C. un joven tribuno de la plebe, Publio Sulpicio Rufo, presentó una serie de propuestas legales que pretendían reformas políticas y sociales. La recalcitrante oposición de la
nobilitas
senatorial, acaudillada por el cónsul Lucio Cornelio Sila, obligó a Sulpicio a la utilización de métodos revolucionarios: movilización de las masas y alianzas con personajes y grupos de tendencia
popular
, y, entre ellos y sobre todo, con el viejo Cayo Mario. Como medida de presión, y gracias a sus prerrogativas de tribuno, Sulpicio consiguió arrancar a la asamblea popular un decreto que quitaba a Sila el mando de la inminente campaña que se preparaba contra Mitrídates —campaña que prometía sustanciosas ganancias —, para transferirlo a Mario. Sila se hallaba en esos momentos en Campana, al frente de un ejército, y con burdos argumentos demagógicos hizo ver a los soldados que la transferencia del mando a Mario les privaba de la posibilidad de enriquecerse, puesto que serían los soldados de Mario los que coparían gloria y ganancias. Y los soldados se dejaron conducir hacia Roma. Con la entrada de fuerzas armadas en la Urbe se cumplía el último paso de un camino que llevaba a la dictadura militar (88 a.C.). Por primera vez se había violado el marco de la libertad ciudadana. Pero Sila sólo tuvo tiempo de tomar algunas medidas de urgencia en la Ciudad, puesto que apremiaba la guerra contra Mitrídates. Apenas fuera de Roma, los
populares
, encabezados por Cornelio Cinna y el propio Mario, volvieron a tomar las riendas del poder y desataron un baño de sangre entre los senadores pro silanos.

César tenía trece años cuando Mario, a finales del año 87, entraba con Cinna en Roma. Su parentesco con el viejo general iba a ponerlo muy pronto en el ojo del huracán político que amenazaba con destruir la república.

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