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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (34 page)

BOOK: Clorofilia
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Capítulo 2

—Aquí hay que tener cuidado —dijo Gosha Degot meneando la cabeza con preocupación.

—Déjalo ya —replicó Musa riéndose—. Son unos salvajes ¿A qué viene tanto miramiento con ellos?

El todoterreno traqueteó y el doctor Smirnov volvió a coger el fusil automático que sujetaba entre las rodillas.

—Precisamente con los salvajes es con los que hay que tener más miramientos —indicó.

—Eso es lo que quiero decir —recalcó Gosha, girando bruscamente el volante—. Por tanto, escuchadme. En la aldea viven dos tribus. Antes sólo había una, pero hace poco tiempo el hijo mayor del jefe decidió separarse. Ahora mismo están en proceso de repartición de propiedades y territorio. El jefe es viejo, rico y tiene experiencia. El hijo es fuerte, joven y temerario. Los cuchillos, el fusil y la mermelada se lo daremos al viejo. Y la chica se la ofreceremos al joven. Como resultado, ambos nos respetarán.

Musa hizo una mueca de desdén.

—Ésos no nos van a respetar jamás. Solamente se puede respetar a los que son iguales a ti. Y nosotros para ellos somos semidioses. Lo único que pueden hacer con nosotros es temernos. O no temernos. Hay que dárselo todo al joven, los regalos y la chica. El viejo se asustará porque nos hemos olvidado de él y vendrá corriendo hacia nosotros él solito.

—Estoy de acuerdo —afirmó Glybov—. Es igual que en los negocios.

—Da igual —declaró con desagrado el doctor Smirnov—. Me preocupa la chica, sigue siendo una persona viva. Esto se parece a la venta de esclavos.

—No se parece —replicó Musa con indiferencia—. En primer lugar, porque la chica es una herbívora de segunda generación. Una completa idiota. Hay que ver cómo la ha degradado esa… En segundo lugar, fue condenada a siete años de colonia por consumir pulpa de tallo. En estos momentos debería estar en Siberia Oriental. En tercer lugar, doctor, no lo entiendo. Usted mismo dijo que los salvajes se están degenerando, que necesitan sangre nueva. ¿Qué tiene eso que ver con la trata de esclavos? En Moscú esta menor estaba tumbada a la bartola en el sofá hurgándose la nariz. Aquí tendrá hijos y será feliz. Es incluso más salvaje que los propios aborígenes de aquí. No sabe leer ni escribir. Créame, doctor, precisamente aquí se convertirá en persona. Por lo menos aprenderá a sembrar zanahorias.

El doctor negó con la cabeza, dubitativo.

—Si esto sale a la luz…

—Doctor —lo interrumpió Glybov en tono de reproche—, ¿qué le pasa en realidad? ¿Tiene miedo de algo?

—Ciertamente —afirmó Musa.

Las ramas de pino golpeaban las ventanillas blindadas. Glybov se sacó del bolsillo de la pechera una cantimplora plana y echó un trago. Se limpió la barba y se quedó mirando a Saveliy:

—Ahora en Moscú beben todos.

—Sin duda —dijo Saveliy encogiéndose de hombros—. ¿Cuánto cuesta ahora una dosis de novena destilación?

—No tengo ni idea —respondió con animosidad el millonario—. No soy un especialista.

—No se ofenda con nuestro Saveliy —dijo amablemente el doctor Smirnov—. Tiene un momento de lucidez. El nuevo medicamento da buenos resultados. Que diga todo lo que quiera. Y usted hable también con él.

—La novena destilación —respondió Musa en lugar de Glybov— no cuesta nada. No está a la venta. No se vende ninguna destilación. Por la preparación de concentrado ahora te caen veinte años de régimen especial: celda de aislamiento y media hora de paseo al día. Todos los laboratorios han sido derruidos. O tal vez la propia gente los ha arrasado. La joven generación se está llevando a algún lugar el número dos, incluso el tres, pero no para vender sino para consumo propio. En general, es mejor no bromear con este tema.

Glybov echó otro trago. Venía en helicóptero todas las semanas, y mientras estaba en la colonia se pasaba el tiempo bebiendo.

—Y no sólo con él, Saveliy —observó con fría amabilidad—. Que sepas que ahora en Moscú las cosas son totalmente distintas. Los chinos, Saveliy, eran los distribuidores en la ciudad del setenta y cinco por ciento de la carne, sesenta por ciento de las frutas y noventa por ciento de las verduras. Ahora el porcentaje es cero. Ahora, Saveliy, la gente de Moscú come hierba no porque les dé alegría en forma pura, sino porque tienen hambre. El tallo apenas alcanza los diez metros y ya lo talan y se lo comen. Por las noches vas por un puente elevado y ves que hay un montón de tallos bien espeso y crecido. Por la mañana miras y está vacío, lo han devorado todo. Treinta millones de parados, y hay que alimentarlos a todos. Incluso fríen la pulpa, la hierven… En lugar de comer pan, mascan pulpa. ¿Lo entiendes, Saveliy?

—Entiendo.

El millonario se pasó los dedos por el entrecejo.

—Mis bioquímicos dicen a una sola voz que pronto se acabará todo. Un buen día sólo quedarán las raíces de la hierba. Los nuevos retoños crecerán débiles. Incluso tendrán otro color, como amarillo grisáceo. Apenas será ya un micelio, un todo único. Me explicaron que para conseguir que el micelio se reproduzca enteramente necesita que cada tallo llegue necesariamente a la edad adulta…

—Se lo han explicado bien —dijo el doctor Smirnov—. La parte del micelio que está bajo tierra recibe la energía del sol desde las puntas de los tallos maduros. Si se cortan constantemente las puntas, esa parte carecerá de alimento y poco a poco morirá. Pero para eso hay que destruir unos cuantos miles de brotes de una sola vez, cada día, durante un largo período de tiempo…

—Ya los están destruyendo —dijo Glybov, haciendo un gesto con la mano—. Los talan, los cortan, los sierran. Los arrancan hasta con las uñas. Usted se ha mudado a la periferia, querido doctor. Si quiere, volamos hasta Moscú para que lo vea por sí mismo.

—Tengo pacientes aquí —respondió secamente Smirnov—. Y en general…

—La hierba no irá a ninguna parte —interrumpió sombríamente Gosha Degot—. Esto no es un micelio, ni una planta. El problema es nuestra torpeza. La despreocupación rusa materializada en algo concreto.

—¿Qué pasa, yo no soy ruso? —preguntó Musa riéndose.

—Pero vives en Rusia —soltó Glybov—. Por eso no tienes nada de qué reírte… delante de ciudadanos de esta nacionalidad. Con micelio o sin micelio, esa mierda verde no va a durar ni un mes.

—Será interesante —musitó Gosha— ver lo que va a pasar.

El todoterreno atravesó una ciénaga y un agua de color marrón salpicó todo el parabrisas.

—No hay manera —dijo el millonario apoyando las manos en el costado del coche—. ¿Creen que es la primera vez? Revoluciones, guerras, la
perestroika
, intentos de golpe de Estado, crisis. No nos ha faltado de nada. Abrimos nuestra ventana a Europa, dimos de comer a medio mundo mientras nosotros andábamos sin pantalones. Y nadie sacó la lección de todo esto. Y ahora la hierba. La devoraremos y todo volverá a ser como antes. Nunca cambiará nada.

—No —replicó tranquilamente el doctor Smirnov—. Cambiará. Es necesario hacer todo lo posible para que cambie. Hay que cerrar este círculo vicioso. La hierba no es una guerra, ni una crisis. Llevamos cuarenta años viviendo con ella. ¡Cuarenta años! Si desaparece, la historia volverá a empezar de cero. Toda persona que no sea indiferente debe aprovechar este momento y tratar de cambiar la conciencia social hacia algo mejor.

—Sí —opinó Gosha—. Estoy de acuerdo.

Glybov asintió, y de repente parecía haber envejecido. En su rostro se reflejaba un profundo desprecio.

—Pues manos a la obra, caballeros —dijo, riéndose irónicamente—. Empezar de cero, estupendo, maravilloso. Cambiar la conciencia social para ir por el buen camino. Yo, personalmente, paso. Tengo cuarenta años y llevo veinte trabajando de sol a sol. Y todo el tiempo veo lo mismo. De diez, sólo trabaja uno. El segundo le enseña cómo trabajar mejor. El tercero vende los resultados de ese trabajo. El cuarto cuenta el dinero. El quinto vela por la seguridad. El sexto dirige. El séptimo alegra a todos con canciones que levantan el ánimo… Y los tres restantes simplemente no hacen nada. Estos diez se pasan la vida molestándose unos a otros, riñendo e interfiriendo en sus asuntos… Nuestro querido jefe de voluntarios —dijo el millonario apuntando con un dedo al pecho de Gosha Degot— lo ha expresado muy bien. La hierba representa nuestra falta de amor nacional por el orden. Durante mil años hemos acumulado tal cantidad de ese desamor que al final pasó a ser una virtud. Se separó de nosotros y se convirtió en un ser biológico independiente.

—Yo no he dicho eso —observó Gosha—. Eso lo escribió Garri Godunov en su libro
Gente pálida
.

—Lo he leído —comentó el doctor—. Es un libro interesante, pero totalmente anticientífico.

Glybov maldijo entre dientes.

—¿Y es científico poner el propio destino en manos de los chinos? ¿Es científico exportar gas y petróleo para importar planchas de vapor, cafeteras y automóviles de bajo consumo? ¿Y qué me dice de concentrar toda la riqueza de este enorme país en una sola ciudad, para que la gente que vive en ella se vuelva loca de voracidad mientras el resto del país se hunde en la mierda? ¿Es eso científico?

—Quién va a hablar… —apuntó el doctor Smirnov.

—Ah, perdone. —Glybov sonrió maliciosamente—. Lo había olvidado. Es que yo soy rico, soy un burgués, un explotador, un estafador. No tengo derecho a opinar. —Se volvió hacia Saveliy—. Habla tú, entonces, hombre verde.

Saveliy pensó un poco y contestó cortésmente.

—Probablemente, si la hierba deja de crecer nos irá mal a todos. Pero eso será algo… bueno. ¿Lo entiende?

—Lo que faltaba —intervino Gosha—. Cuanto peor, mejor. Por cierto, eso es muy ruso. Pero la hierba no va a desaparecer en seguida. Allí hay millones de toneladas de biomasa.

—En estos momentos se están consumiendo dos mil toneladas al día —añadió Glybov—. Y no es un espectáculo para gente nerviosa. En los extrarradios han destrozado todas las farolas de las calles. Treinta millones de personas duermen durante el día y por las noches cortan la hierba y comen. Una auténtica Sodoma. Quinientos helicópteros de la policía patrullan constantemente desde el aire. Todo el que tiene rasgos asiáticos, o está encerrado en casa o ha huido ya. Por el centro patrullan tanques…

—Da igual —lo interrumpió Musa—. Aquí es más divertido.

El millonario hizo un ademán con la mano. Era un borrachín honrado. En cuanto a los colonos Smirnov y Gosha, era evidente que la mesura de la vida rural los había vuelto más tranquilos. Las descripciones que había hecho Glybov de los sucesos apocalípticos desde luego los habían conmovido, pero no los habían horrorizado. Al que había estado en el pabellón de infectados y había visto el tercer nivel de despersonalización no era fácil convencerlo con relatos sobre millones de parados hambrientos. Musa, un sujeto emocionalmente gélido, no alimentaba absolutamente ninguna ilusión con respecto a la raza humana. La conversación le resultaba divertida, nada más.

El sensible doctor cambió de tema. Dio unas palmaditas a Saveliy en el hombro y preguntó:

—¿Cómo se siente?

—De ninguna manera —contestó Saveliy—. Pronto empezaré a echar raíces.

—No hay que ser tan trágico. Lo curaremos. Veo que las tabletas le van bien.

—Sí, sólo que sus tabletas dan náuseas.

—Un efecto secundario —disparó Glybov, y volvió a dar otro trago.

Él en persona no había curado a nadie ni había inventado ninguna tableta, pero financiaba el proyecto. Toda la colonia había sido construida con el dinero de Glybov. A Saveliy y a Bárbara, como a todos los demás, los había llevado hasta allí un helicóptero de Glybov. Glybov era el dueño del todoterreno en el que iban ahora, y de las armas y los regalos que habían elegido para los aborígenes. Probablemente también pertenecía a Glybov el destino de todos los habitantes de la colonia, a excepción, probablemente, del destino de Gosha Degot y unos cuantos voluntarios.

—Tres cajones con regalos —suspiró Musa—. Un coche lleno. No puedo ni estirar las piernas. No lo entiendo. Necesitamos terreno. Si nos molestan esos salvajes, lo que hay que hacer simplemente es mandarlos a… tomar por el culo. ¿Dónde está el problema?

—El problema está en usted —respondió Gosha, enfadado—. El problema es que usted no entiende nada. La población local no distingue los conceptos entre terrenos, casas, patios o mesas para comer. Entrar sin permiso en el terreno de un salvaje para él es lo mismo que si usted intenta tirarse a su mujer. Su tierra son ellos mismos. Le voy a poner un sencillo ejemplo: a veces nuestros pacientes sienten necesidad de más agua y quieren bajar por el barranco a beber de su arroyo. Si los colonos beben, los locales lo sienten, a nivel inconsciente. Le aseguro que soportan nuestra presencia sólo con gran dificultad.

—Habría que fusilarlos —refunfuñó Musa.

—Son cuatrocientas personas. ¿Piensa acabar con todos ellos?

—¿Por qué a todos? —sonrió Musa—. Enterramos a un tercio o una cuarta parte de ellos, a los más molestos. Los demás huirán sin que tengamos que ahuyentarlos. O al revés, vendrán arrastrándose ante nosotros. Entonces nombraremos al señor Glybov gran soberano, emir, faraón, jeque… Un dios viviente. Y yo, un modesto virrey, dirigiré un departamento especial.

—Gracias, amigo —respondió el millonario—. La categoría de dios viviente es precisamente lo que me faltaba.

—Te gustará —dijo Musa sonriendo—. Por cierto, ¿tienen alguna creencia? ¿Rezan? ¿Tienen chamanes o hechiceros?

—Hechiceros, seguro que no —respondió Gosha—. Pero tienen animales totémicos, símbolos del bien y del mal. El Alce Blanco y el Gallo Enjuto.

Musa prorrumpió en carcajadas.

—El Alce Blanco —repitió Gosha sin inmutarse— representa la justicia y la abundancia de los animales del bosque. Y el Gallo Enjuto no es otra cosa que el demonio. Con él asustan a los niños. Por ejemplo a usted, querido Musa, lo consideran un siervo del Gallo Enjuto. Su helicóptero los altera mucho…

Musa sonrió.

—Eso está bien. En el último mes les he traído más de una tonelada de mermelada, y ahora resulta que soy un siervo del Gallo Enjuto.

El doctor Smirnov se rió.

Sus burdas botas militares estaban anudadas con alambre. A pesar del fusil automático, el médico daba la impresión de ser una persona muy cívica. Sentado a su lado iba Glybov, con el aspecto de ser el típico rico que va de safari. Hasta su nuevo traje de camuflaje olía a tela de reciente fabricación. Y ciertamente, con el arma en la mano, Glybov hablaba casi tan tranquilamente como Musa.

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