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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

Codigo negro (Identidad desconocida) (50 page)

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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—¿Por qué?

—Se había enterado de que ustedes habían ido a Francia —nos dijo a los dos—. A Interpol.

—Me pregunto cómo lo supo.

—Probablemente en su oficina. Quizá Chuck lo averiguó. ¿Quién puede saberlo? Ella siempre conseguía lo que quería, averiguaba lo que quería. Estaba convencida de que era la única que debía haber ido allá. A Interpol, quiero decir. No hablaba de otra cosa. Y comenzó a culparme de todos los fracasos. Como lo del estacionamiento del restaurante, lo del correo electrónico, la forma en que ocurrieron cosas en la escena del crimen de Quik Cary. De todo.

Todos los relojes dieron la hora al unísono. Era mediodía.

—¿A qué hora se fue de aquí? —pregunté cuando el concierto terminó.

—A eso de las nueve.

—¿Ella alguna vez hizo compras en Quik Cary?

—Es posible que haya pasado por allí antes —respondió—. Pero como se habrán dado cuenta al ver su cocina, no solía cocinar ni comer en casa.

—Y seguro que usted le llevaba comida todo el tiempo —agregó Marino.

—Y ella nunca ofrecía pagármela. Yo no gano mucho dinero.

—¿Qué me dice de esa bonita suma de los medicamentos recetados? Estoy un poco confundido —simuló Marino—. ¿Me está diciendo que no recibía una tajada justa?

—Chuck y yo recibíamos el diez por ciento cada uno. Yo le llevaba el resto a ella una vez por semana, según qué drogas entraban. En la morgue o, si obtenía algunas en una escena. Pero nunca me quedaba mucho tiempo cuando venía aquí. Ella siempre estaba apurada. De pronto, resulta que tenía cosas que hacer. Yo todavía tengo que pagar cuotas de mi auto. En eso se fue mi diez por ciento. No como ella. Ella no sabe lo que es preocuparse por una cuota del auto.

—¿Alguna vez se peleó con ella? —preguntó Marino.

—A veces. Discutíamos.

—¿Discutieron anoche?

—Supongo que sí.

—¿Por qué motivo?

—Por lo malhumorada que estaba ella.

—¿Y después?

—Me fui. Como le dije, ella tenía cosas que hacer. Ella siempre decidía cuándo poner fin a una discusión o a una pelea.

—¿Anoche usted conducía el auto alquilado? —quiso saber Marino.

—Sí.

Imaginé al asesino viéndola irse. Él estaba allí, en algún lugar en la oscuridad. Las dos estaban en el puerto cuando atracó el
Sírius,
cuando el asesino llegó a Richmond utilizando el alias de un marinero llamado Pascal. Lo más probable es que la hubiera visto. Sin duda vio a Bray. Debe de haberse sentido interesado en todas las personas que fueron a investigar su homicidio, incluyéndonos a Marino y a mí.

—Detective Anderson —dije—, ¿algunas veces volvía aquí después de haberse ido, para tratar de solucionar las cosas con Bray?

—Sí —confesó ella—. No era justo que ella me echara de esa manera.

—¿Era frecuente que regresara?

—Cuando me sentía trastornada.

—¿Qué hacía entonces? ¿Tocaba el timbre? ¿Cómo le hacía saber a ella que era usted?

—¿Qué?

—Parece que la policía siempre llama a la puerta, al menos cuando viene a casa —aseguré—. Nunca tocan el timbre.

—Porque la mitad de las ratoneras a las que vamos no tienen timbres que funcionen —comentó Marino.

—Yo golpeaba —dijo ella.

—¿De qué manera? —pregunté mientras Marino encendía un cigarrillo y dejaba que yo manejara la conversación.

—Bueno…

—¿Dos veces, tres? ¿Suave o fuerte?

—Tres veces. Fuerte.

—¿Y ella siempre la hacía pasar?

—A veces, no. A veces abría la puerta y me decía que me fuera a mi casa.

—¿Preguntaba ella quién estaba allí o algo por el estilo? ¿O sencillamente abría la puerta?

—Si sabía que era yo —contestó—, la abría directamente.

—Si pensaba que era usted, querrá decir —dijo Marino.

Anderson pescó el hilo de nuestros pensamientos y calló. No pudo ir más allá. Le resultaba insoportable.

—Pero anoche no volvió, ¿verdad? —dije.

Su respuesta fue quedarse callada. No había regresado. No había golpeado tres veces, con fuerza. Pero el asesino sí lo había hecho, y Bray abrió la puerta sin más. Probablemente decía ya algo, retomando la discusión de un momento antes, cuando de pronto el monstruo se abrió paso hacia su casa.

—Yo no le hice nada a ella, lo juro —se defendió Anderson—. No es culpa mía —repitió una y otra vez, porque no era propio de ella asumir la responsabilidad de nada.

—Realmente es una suerte que no haya vuelto anoche —le dijo Marino—. Suponiendo que nos dice la verdad.

—Es así. ¡Lo juro por Dios!

—Si hubiera regresado, podría haber sido la siguiente.

—¡Yo no tuve nada que ver con lo que pasó!

—Bueno, en cierta forma, sí. Ella no habría abierto la puerta si…

—¡Eso no es justo! —exclamó Anderson, y tenía razón. Cualquiera fuera su relación con Bray no era culpa de ninguna de las dos el que el asesino hubiera estado merodeando y aguardando.

—De modo que usted se fue a su casa —continuó Marino—. ¿Más tarde la llamó por teléfono, digamos para arreglar un poco las cosas?

—Sí. Pero ella no contestó.

—¿Esto sucedió cuánto tiempo después de haber abandonado la casa de Bray?

—Unos veinte minutos más tarde. Llamé varias veces más, porque pensaba que ella no quería hablar conmigo. Empecé a preocuparme cuando hice otros intentos después de la medianoche y siempre respondía el contestador.

—¿Le dejó algún mensaje?

—Bueno, muchas veces no lo hice. —Hizo una pausa y tragó fuerte—. Y esta mañana, alrededor de las seis y media, vine a ver cómo estaba. Llamé a la puerta y no hubo respuesta. Como estaba sin llave, entré.

Comenzó a temblar de nuevo y vi horror en sus ojos.

—Y fui al fondo… —Su voz subió de tono y se interrumpió—. Y eché a correr. Estaba asustada.

—¿Asustada?

—De quienquiera… casi podía sentir su horrible presencia en ese cuarto, y yo no sabía si todavía estaba allí, en alguna parte de la casa… Yo tenía mi arma en la mano y salí corriendo y después conduje el auto a toda velocidad, me detuve en un teléfono público y llamé al nueve-uno-uno.

—Bueno, le doy crédito por eso —dijo Marino con voz cansada—. Al menos se identificó, en vez de hacer que fuera un llamado anónimo.

—¿Y si ahora el asesino viene tras de mí? —preguntó, y su aspecto era el de una mujer diminuta y destruida—. Yo estuve antes en Quik Cary. A veces paso por allí. Y solía hablar con Kim Luong.

—Qué suerte que haya decidido decírnoslo ahora —dijo Marino, y yo empecé a entender de qué manera Kim Luong podía estar relacionada con todo esto.

Si el asesino había estado vigilando a Anderson, ella sin saberlo podría haberlo conducido al Quik Cary, a su primera víctima de Richmond. O quizá Rose lo había hecho. Tal vez él vio cuando Rose y yo entramos en el estacionamiento de mi oficina, o incluso cuando yo fui a su departamento.

—Bueno, podríamos encerrarla en la cárcel, si eso la hiciera sentirse más segura —propuso Marino, y no fue en broma.

—¿Qué voy a hacer? —exclamó ella—. Vivo sola… estoy asustada, muy asustada.

—Complicidad para distribuir y distribución real de drogas —pensó Marino en voz alta—. A lo que se suma la posesión de drogas sin receta. Todos delitos graves. Veamos. Puesto que usted y Chuckie-querido tienen empleos lucrativos y llevan una existencia tan impecable, la fianza no será muy alta. Probablemente de unos dos mil quinientos dólares, que sin duda usted podrá cubrir con su porcentaje de la venta de drogas. De modo que, ningún problema.

Metí la mano en mi bolso, saqué el teléfono celular y llamé a Fielding.

—El cuerpo de Bray acaba de llegar —me informó—. ¿Quiere que empiece a trabajar en él?

—No —respondí—. ¿Sabes dónde está Chuck?

—No se presentó.

—Apuesto a que no —dije—. Si llega a aparecer, siéntalo en tu oficina y no permitas que vaya a ninguna parte.

41

Un poco antes de las dos de la tarde entré con el auto en el playón cerrado y estacioné, en el momento en que dos empleados de funerarias cargaban un cuerpo metido en una bolsa en un coche fúnebre negro de modelo antiguo, con persianas en la luneta de atrás.

—Buenas tardes —dije.

—Buenas tardes, ¿cómo está?

—¿A quién vinieron a buscar?

—Al obrero de construcción de Petersburg.

Cerraron la puerta del vehículo y se quitaron los guantes de goma.

—El que fue atropellado por un tren —continuaron, hablando los dos al mismo tiempo—. Ni se lo imagina. No es la manera en que a mí me gustaría morir. Que tenga un buen día.

Utilicé mi tarjeta para abrir una puerta lateral y entré en el corredor bien iluminado, con piso con terminación epoxi contra riesgos biológicos y donde toda la actividad estaba monitoreada por cámaras de televisión de circuito cerrado montadas en lo alto de las paredes. Rose oprimía con irritación el botón correspondiente al refresco dietético en la máquina expendedora de bebidas cuando entré en el salón de descanso en busca de café.

—Maldición —exclamó—. Creí que la habían arreglado.

En vano trató de conseguir que le devolviera el cambio.

—Bueno, sigue con el mismo problema. ¿Ya nadie hace nada bien por aquí? —se quejó—: Haga esto, haga lo otro y, sin embargo, nada funciona, igual que en el caso de los empleados estatales.

Y lanzó un suspiro de frustración.

—Todo estará bien —aseguré, sin mucha convicción—. No te preocupes, Rose.

—Ojalá usted pudiera descansar un poco —dijo ella y volvió a suspirar.

—Ojalá todos pudiéramos hacerlo.

Los jarros de los integrantes del equipo estaban colgados de ganchos en un tablero ubicado al lado de la cafetera eléctrica, y busqué el mío sin éxito.

—Fíjese en el baño, sobre el lavatorio, que es donde por lo general lo deja —dijo Rose. Ese detalle mínimo relativo a nuestro mundo normal resultó para mí un verdadero alivio, por breve que haya sido.

—Chuck no volverá —afirmé—. Lo arrestarán, si es que ya no lo hicieron.

—La policía ya estuvo aquí. Su arresto no me apenará nada.

—Estaré en la morgue. Ya sabes cuál será mi tarea, así que no me pases ningún llamado, a menos que sea urgente —le dije.

—Llamó Lucy. Dijo que esta noche pasará a buscar a Jo.

—Ojalá vinieras a quedarte conmigo, Rose.

—Gracias. Pero prefiero quedarme tranquila en mi departamento.

—Yo me sentiría mejor si vinieras a casa.

—Doctora Scarpetta, si no es él, siempre será alguien más, ¿no? Siempre hay algún malvado allá afuera. Tengo que vivir mi vida. No puedo convertirme en rehén del miedo y de los años.

Una vez en el vestuario, me cambié de ropa. Me puse una bata quirúrgica y un delantal de plástico. Tenía los dedos torpes al hacer los nudos y todo el tiempo se me caían cosas. Me sentía helada y dolorida, como si estuviera por caer con gripe. Agradecí tener que ponerme barbijo, gorra, visor, fundas para zapatos y varias capas de guantes; todo eso me protegía de los riesgos biológicos y de mis emociones. No quería que nadie me viera ahora. Ya era bastante con que Rose me hubiera visto.

Fielding se preparaba para fotografiar el cuerpo de Bray cuando entré en la sala de autopsias, donde mis dos jefes asistentes y tres residentes trabajaban en casos nuevos porque el día seguía trayéndonos muertos. Se oía el ruido de agua que corría y de los instrumentos de acero contra acero, de voces y sonidos amortiguados. Los teléfonos no cesaban de llamar.

No había ningún color en ese lugar de acero, salvo las tonalidades de la muerte. Las contusiones y sufusiones eran de color morado-azulado y el livor mortis era rosado. La sangre resultaba luminosa contra el amarillo de la grasa. Las cavidades torácicas estaban abiertas como tulipanes y los órganos estaban en balanzas o en tablas de corte. Y ese día el olor a descomposición era intenso.

Otros dos casos eran de jóvenes: uno hispánico y uno blanco, los dos exhibían muchos tatuajes y múltiples puñaladas. Las expresiones de odio y furia de sus rostros se habían distendido hasta volver a ser las de los muchachos que podrían haber sido si la vida los hubiera dejado en zaguanes diferentes y, quizá, con genes también diferentes. Una pandilla había sido su familia; la calle, su hogar. Habían muerto de la misma forma en que vivieron.

—…penetración profunda. Diez centímetros por encima de la espalda lateral izquierda, a través de la duodécima costilla y la aorta, más de un litro de sangre en la cavidad torácica izquierda y derecha —dictaba Dan Chong hacia el micrófono que tenía sujeto a la bata, mientras Amy Forbes trabajaba del otro lado de la mesa.

—¿Hubo aspiración de sangre?

—Mínima.

—Y una abrasión en el brazo izquierdo. ¿Tal vez por la caída del andén? ¿Te conté que estoy aprendiendo a bucear?

—Te deseo buena suerte. Espera a hacerlo en mar abierto. Es realmente divertido. Sobre todo en invierno.

—Dios —dijo Fielding—. Dios mío.

En ese momento Fielding abría la bolsa y la sábana ensangrentada que envolvían el cuerpo de Bray. Yo me acerqué y volví a sentir un sacudón cuando la liberamos de su mortaja.

—Dios Santo —decía todo el tiempo Fielding en voz baja.

La levantamos a la mesa y ella empecinadamente retomó la misma posición que había tenido en la cama. Quebramos el rigor mortis de sus brazos y piernas para relajar esos músculos rígidos.

—¿Qué mierda le sucede a la gente? —dijo Fielding mientras cargaba película en la cámara.

—Lo mismo que le pasó siempre —respondí.

Sujetamos la mesa portátil de autopsias a una de las piletas de disección montadas en la pared. Por un momento, todo el trabajo de la sala se interrumpió cuando los otros médicos no pudieron evitar acercarse a mirar.

—Dios mío —murmuró Chong.

Forbes no pudo ni siquiera pronunciar palabra y se quedó mirando fijo el cuerpo, muy impresionada.

—Por favor —dije—, esto no es una demostración de autopsia y Fielding y yo la manejaremos.

Comencé a recorrer el cuerpo con una lente y a recoger más de esos pelos largos, finos y amarillentos.

—A él no le importa —dije—. No le importa que sepamos todo sobre él.

—¿Le parece que sabe que ustedes fueron a París?

—No sé cómo —respondí—. Pero supongo que podría estar en contacto con su familia. Y lo más probable es que ellos lo sepan todo.

Volví a ver mentalmente la casa grande de la familia Chandonne, sus arañas y a mí misma recogiendo agua del Sena, posiblemente en el lugar preciso en que el asesino se sumergía para curar su trastorno. Pensé en la doctora Stvan y confié en que estuviera a salvo.

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