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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (39 page)

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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—Además, los señores están algo desconcertados con los habitantes de la ciudad -recordó Gemba-, y no quieren provocar a nadie, pues temen una insurrección.

—Siempre han preferido maquinar en secreto -aseguré yo.

—Ellos lo llaman "negociación" -aclaró Kahei secamente-. ¿Han intentado negociar contigo?

—No he tenido noticias de ellos. Además, no hay nada que negociar. Fueron los responsables de la muerte de Shigeru. Primero intentaron asesinarle en su propia casa y, al no conseguirlo, se lo entregaron a Iida. Nunca llegaré a un acuerdo con ellos, aunque me lo propongan.

—¿Cuál será tu estrategia? -preguntó Kahei, entornando los ojos.

—No puedo atacar a los Otori en Hagi, pues necesitaría muchos más recursos de los que dispongo. Estoy considerando la posibilidad de dirigirme a Arai, pero no daré ningún paso hasta que Ichiro regrese al templo. Me dijo que vendría tan pronto como la carretera estuviera transitable.

—Envíanos a nosotros a Inuyama -se ofreció Kahei-. La hermana de nuestra madre está casada con uno de los lacayos de Arai. Allí podremos averiguar si la actitud de éste ha cambiado durante el invierno.

—Cuando llegue el momento, lo haré -prometí, agradecido por poder contar con la posibilidad de acercarme a Arai indirectamente.

Lo que por el momento no comuniqué, ni a ellos ni a nadie más, fue la decisión que había tomado: en primer lugar, iría a buscar a Kaede, dondequiera que estuviese; nos casaríamos y, a continuación, juntos asumiríamos el control de las tierras de Shirakawa y Maruyama, si es que ella aún estaba dispuesta a aceptarme, si todavía no se había casado...

* * *

Con el paso de los días mi impaciencia iba en aumento. El estado del tiempo era variable: una mañana, lucía el sol; a la siguiente, soplaban vientos helados. Los ciruelos florecieron bajo las tormentas de granizo, e incluso cuando los brotes de los cerezos empezaron a abultarse, el frío persistía. Pero las señales de la primavera se encontraban por doquier, sobre todo en mi propia sangre. Gracias a la disciplinada vida que había llevado durante el invierno, me encontraba en mejor forma física y mental que nunca. Las enseñanzas de Matsuda, el incondicional afecto que me profesaba y el descubrimiento de mi sangre Otori me habían proporcionado una mayor seguridad en mí mismo. Me sentía menos atormentado por mi naturaleza dividida, y mis lealtades en conflicto me perturbaban en menor medida. Yo no daba señal alguna de la impaciencia que me consumía, pues estaba aprendiendo a ocultar mis emociones en todo momento; pero de noche mis pensamientos volvían a Kaede y el deseo que sentía por ella me atormentaba. Anhelaba su presencia, y al mismo tiempo sentía temor de que se hubiese casado y la hubiera perdido para siempre. Cuando no lograba conciliar el sueño, salía en silencio de la habitación y me alejaba del templo. Entonces, exploraba los alrededores y a veces llegaba incluso hasta Yamagata. Las horas que había dedicado a la meditación, el estudio y el entrenamiento habían perfeccionado mis habilidades; estaba convencido de que nadie podría detectar mi presencia.

Makoto y yo nos encontrábamos todos los días y estudiábamos juntos, pero hicimos un silencioso pacto, en virtud del cual no manteníamos contacto físico alguno. Nuestra amistad se había trasladado a un plano diferente, y yo tenía la impresión de que se mantendría durante el resto de nuestras vidas. Tampoco mantuve relaciones con mujeres, pues la presencia de éstas en el templo estaba prohibida, y el temor a ser asesinado me mantenía apartado de las casas de lenocinio. Además, no quería concebir otro hijo. Con frecuencia me acordaba de Yuki. Una noche sin luna de finales del segundo mes no pude evitar la tentación de pasar frente a la casa de los padres de la muchacha; las flores de los ciruelos emitían un blanco resplandor en la oscuridad, pero la vivienda estaba a oscuras y en la cancela sólo había un guardia. Yo había tenido noticias de que los hombres de Arai habían saqueado la vivienda durante el otoño, y en aquel momento parecía desierta. Hasta el olor a semilla de soja fermentada había desaparecido.

Me vino a la mente nuestro hijo. Yo estaba convencido de que sería un varón al que la Tribu enseñaría a odiarme y que, con toda probabilidad, sería instruido para consumar la profecía que la anciana ciega me había desvelado. El hecho de que yo conociera el futuro no significaba que pudiera escapar de él: he aquí la amarga tristeza de la existencia humana.

Me pregunté dónde estaría Yuki -posiblemente en algún remoto y escondido pueblecito al norte de Matsue- y a menudo pensaba en Kenji, su padre. Imaginaba que él no estaría tan lejos, sino en una de las aldeas que los Muto habitaban en las montañas. Kenji no tenía ni idea de que, gracias a los documentos que Shigeru me había legado, yo me había enterado del entramado secreto de los escondites de la Tribu. Tampoco podía sospechar que me había pasado el invierno aprendiendo de memoria la situación de aquellas aldeas ocultas. Todavía no estaba seguro sobre qué debía hacer con toda esa información; tal vez sería conveniente utilizarla para conseguir el perdón y la amistad de Arai, o quizá yo mismo debiera emplearla para erradicar la organización secreta que me había sentenciado a muerte.

Mucho tiempo atrás, Kenji había jurado protegerme mientras yo viviera. Yo no creía en tal juramento, sino que lo interpretaba como propio de su retorcida naturaleza; además, no le había perdonado su participación en la traición urdida contra Shigeru. No obstante, también era consciente de que, sin su ayuda, no habría podido llevar a cabo mi venganza, y tampoco olvidaba que él me había acompañado de vuelta al castillo aquella noche. Si pudiera haber elegido a alguien para que me ayudara, habría sido él; pero estaba seguro de que Kenji nunca iría en contra de las decisiones de la Tribu. Si volviéramos a encontrarnos, sería como enemigos, y cada uno intentaría matar al otro.

En cierta ocasión, cuando regresaba a casa al amanecer, escuché el agudo jadeo de un animal, y al momento descubrí a un lobo en mitad del sendero. Me detectó por el olfato, pero no podía verme. Yo me encontraba lo suficientemente cerca para ver el pelaje rojizo de detrás de sus orejas y oler su aliento. Asustado, el lobo soltó un gruñido, retrocedió, se dio la vuelta y se adentró en la maleza. Escuché cómo se detenía y olfateaba el aire. Su sentido del olfato era tan fino como mi oído. Nuestros mundos de los sentidos se superponían; el mío, dominado por los sonidos; el suyo, por el olor. Me pregunté qué se sentiría al penetrar en el universo salvaje y solitario de aquel animal. En la Tribu me conocían con el apodo de Perro, pero yo prefería pensar que me parecía a ese lobo, puesto que ya no era propiedad de nadie.

Fue por entonces cuando, una mañana, volví a ver a
Raku,
mi caballo. Concluía el tercer mes y los capullos de los cerezos estaban a punto de florecer. Yo caminaba por el empinado sendero a medida que el cielo se iba iluminando, y al tiempo contemplaba cómo las cumbres de las montañas, aún cubiertas de nieve, adquirían un tono rosado bajo los pálidos rayos del sol. A las puertas de la posada, divisé unos cuantos caballos amarrados en las cuadras. Daba la impresión de que todos los moradores de la posada aún dormían, pero de repente escuché que al otro lado del patio se abría una puerta corredera. Volví la vista hacia los caballos y, en el mismo instante en que reconocí el pelaje gris de
Raku
y sus crines negras, el animal giró la cabeza, me vio y emitió un relincho de júbilo.

Raku
había sido mi regalo para Kaede; era una de las escasas pertenencias que me habían quedado tras la caída de Inuyama. ¿Podría ella haberlo vendido... o regalado? ¿Y si
Raku
hubiera traído a Kaede hasta mí?

Entre los establos y los aposentos de los huéspedes había un pequeño patio con pinos y linternas de piedra. Entré en él. Sabía que alguien estaba despierto, pues escuchaba el sonido de su respiración detrás de las contraventanas. Me acerqué a la veranda, desesperado por saber si se trataba de Kaede, y al mismo tiempo convencido de que en un instante podría verla.

Estaba más hermosa de lo que yo recordaba. Su enfermedad la había dejado más delgada y frágil; pero también había resaltado la belleza de sus rasgos y la esbeltez de su cuello y sus muñecas. Los latidos de mi corazón silenciaron el mundo que me rodeaba. Entonces, entendí de repente que estaríamos a solas durante unos momentos -antes de que los demás despertaran- y me arrodillé ante ella.

* * *

Al poco tiempo pude oír cómo las mujeres de la habitación se despertaban. Me hice invisible y me alejé de allí. Oí que Kaede, asustada, emitía un grito, y caí en la cuenta de que yo no le había hablado de los poderes extraordinarios que había heredado de la Tribu. Pensé que había innumerables asuntos sobre los que teníamos que hablar; ¿tendríamos algún día tiempo suficiente? Los móviles de bambú sonaron cuando pasé por debajo. Percibí que mi caballo me buscaba, pero no podía verme. Entonces, me hice visible de nuevo. Ascendí por la colina a grandes zancadas, henchido de energía y de júbilo, como si hubiera ingerido una poción mágica. Kaede estaba allí. No se había casado. Por fin sería mía.

Como hacía a diario, me dirigí al cementerio del templo y me arrodillé ante la tumba de Shigeru. A horas tan tempranas el lugar estaba desierto, y detrás de los cedros se adivinaba la débil luz del amanecer. El sol rozaba las copas de los árboles, y al otro lado del valle la bruma cubría las laderas de las montañas. Parecía que las cumbres flotaban sobre un mar de espuma.

La cascada continuaba con su incesante rumor, acompañado por el murmullo del agua que fluía por los canales y conductos y llenaba los estanques y los aljibes del jardín. Podía oír a los monjes entonar sus oraciones, el monótono sonido de los manirás, el repentino y nítido tañido de una campana. Me satisfacía que Shigeru reposara en un lugar tan pacífico. Le hablé a su espíritu y le supliqué que me transmitiera su fortaleza y sabiduría. Le conté lo que sin duda ya sabía: que me disponía a cumplir sus últimos deseos y, cómo no, que iba a contraer matrimonio con Shirakawa Kaede.

De repente se produjo una fuerte sacudida y la tierra tembló. En ese mismo instante tuve la certeza de que casarme con Kaede era la mejor decisión que podía tomar, y me embargó un sentimiento de urgencia: teníamos que hacerlo de inmediato.

Un cambio de tono en el murmullo del agua me hizo girar la cabeza. En el amplio estanque, las carpas se removían y se apiñaban bajo la superficie formando un oscilante tapiz rojo y dorado. Makoto les estaba dando de comer y, mientras las observaba, su rostro se mostraba plácido y sereno.

El rojo y el dorado, los colores de la buena fortuna, los colores del matrimonio, me llenaron los ojos.

Makoto se dio cuenta de que le miraba y, llamándome, dijo:

—¿Dónde estabas? Te has perdido el desayuno.

—Comeré más tarde -me levanté y me acerqué hasta él. No podía retener por más tiempo la emoción que me embargaba-. La señora Shirakawa está aquí. Me gustaría que fueras con Kahei a buscarla y que la escoltarais hasta aquí.

El joven monje arrojó al agua los últimos restos de mijo.

—Se lo diré a Kahei. Yo prefiero no ir; no quiero recordarle a la señora Shirakawa el daño que le hice.


Tal vez tengas razón. Sí, díselo a Kahei. Que la traiga antes del mediodía.

—¿Por qué ha venido? -preguntó Makoto, mirándome de refilón.

—Ha venido en peregrinaje, para dar las gracias por su recuperación; pero ahora que está aquí tengo la intención de casarme con ella.

—¿Así, sin más? -Makoto rió, pero lo hizo sin alegría.

—¿Por qué no?

—Mis conocimientos sobre el matrimonio son muy limitados; pero, según tengo entendido, en el caso de las importantes familias, como los Shirakawa y también los Otori, los señores del clan tienen que dar su consentimiento para que la boda se celebre.

—Yo soy el señor de mi clan y doy mi consentimiento -repliqué con ligereza, mientras pensaba que Makoto veía problemas donde no los había.

—Tu caso es distinto; pero ¿a quién debe obedecer la señora Shirakawa? Puede que su familia tenga otros planes para ella.

—Kaede no tiene familia -noté que la cólera empezaba a bullir en mi interior.

—No seas estúpido. Todo el mundo tiene familia; sobre todo las muchachas solteras herederas de grandes dominios.

—Tengo el derecho legal y el deber moral de casarme con Kaede, puesto que ella estaba prometida a mi padre adoptivo -mi voz iba adquiriendo un tono cada vez más seguro-. La expresa voluntad de Shigeru era que contrajéramos matrimonio.

—No te enfades conmigo -pidió Makoto, tras una pausa-. Conozco tus sentimientos hacia ella. Sólo te estoy diciendo lo que pronto estará en la mente de todos.

—¡Ella también me ama!

—El amor no tiene nada que ver con el matrimonio -Makoto hizo un gesto de negación con la cabeza y me miró como si yo fuera un niño.

—¡Nada va a impedírmelo! Kaede está aquí. No estoy dispuesto a perderla otra vez. Nos casaremos esta misma semana.

Entonces sonó el tañido de la campana. Uno de los monjes de más edad atravesó el jardín caminando y nos miró con desaprobación. Makoto había mantenido un tono adecuado durante nuestra conversación, pero yo había hablado en voz alta y de forma apasionada.

—Debo ir a meditar -anunció Makoto-. Tal vez tú también debieras hacerlo. Antes de dar ningún paso, te conviene reflexionar sobre lo que vas a hacer.

—Mi decisión es irrevocable. ¡Vete a meditar! Yo hablaré con Kahei, y después iré a ver al abad.

Cada mañana, aunque más temprano, yo me presentaba ante el abad para entrenarme en el arte de la espada por espacio de dos horas. Me apresuré, busqué a los hermanos Miyoshi y los alcancé cuando se dirigían colina abajo para hablar con un armero.

—¿La señora Shirakawa? -se extrañó Kahei-. ¿No es peligroso acercarse a ella?

—¿Por qué dices eso? -pregunté yo, molesto.

—No te ofendas, Takeo; pero todos hemos oído los rumores. Dicen que provoca la muerte a los hombres.

—Sólo a los que sienten deseo por ella -añadió Gemba, quien por un momento me miró a la cara, antes de exclamar-: ¡Eso es lo que cuentan!

—También se dice que es tan hermosa que es imposible mirarla sin sentir deseo -bromeando, Kahei hizo una mueca de consternación, y añadió-: ¡Nos envías a una muerte segura!

Yo no estaba de humor para bromas, pero las palabras de los hermanos me hicieron caer en la cuenta con mayor nitidez de lo imprescindible que era que Kaede y yo nos casáramos. Ella me había dicho que únicamente se sentía a salvo a mi lado, y yo entendía el porqué: sólo casándose conmigo se salvaría de la maldición que parecía perseguirla. Yo estaba convencido de que Kaede nunca sería un peligro para mí. Otros hombres que la habían deseado habían muerto; pero yo había unido mi cuerpo al suyo, y seguía con vida.

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