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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

Corazón enfermo (10 page)

BOOK: Corazón enfermo
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—No sé cómo vas a sentirte mejor si no eliminas a esa puta de tu vida.

«No voy a mejorar», pensó.

—Todavía no puedo.

—Te amo, Archie. Ben y Sara te quieren.

Trató de decir algo.

—Lo sé.

Quería añadir algo más, pero no pudo, así que guardó silencio.

—¿Vas a venir a vernos?

—Tan pronto como pueda. —Ambos sabían lo que eso significaba. Sintió las punzadas de un incipiente dolor de cabeza—. Hay una periodista —continuó—. Susan Ward. Está haciendo una serie de reportajes sobre mí para el
Herald
. probablemente te llame.

¿Qué debo decirle?

—Primero niégate a hablar con ella. Y después, más adelante, cuando vuelva a intentarlo, responde a cualquier cosa que te pregunte.

—¿Quieres que le diga la verdad?

Pasó sus dedos por la rugosa tela del triste sofá y se imaginó a Debbie sentada allí, en su casa, en su antigua vida.

—Sí.

—¿Quieres que lo publiquen en el
Herald
? —Sí.

—¿Qué te propones, Archie?

Tomó un trago de cerveza.

—Cerrar, de una vez por todas, una etapa de mi vida —respondió con una risa hueca.

CAPÍTULO 12

La primera noche, Gretchen no lo deja dormir, así que ha comenzado a perder la noción del tiempo Le inyecta alguna anfetamina y después lo abandona durante horas. El corazón de Archie late con fuerza y no puede hacer nada salvo mirar al techo blanco y sentir el pulso latiéndole en el cuello. Trata de mover las manos. La sangre de su pecho se ha coagulado y ahora siente un escozor tremendo. Cada vez que toma aire, le duele atrozmente, pero el licor lo está volviendo loco. Durante algunos instantes, intenta mantener el control del tiempo, contando, pero $u mente se distrae y se olvida de los números. A juzgar por el hedor del cadáver en el suelo, a su lado, lleva allí, por lo menos, unas veinticuatro horas. Pero más allá de eso, no está seguro de nada. Así que continúa mirando fijamente al techo, parpadea, respira… y espera.

No la oye entrar, pero, de pronto, allí está Gretchen —sonriendo a su lado. Le acaricia el cabello, empapado d sudor.

—Ha llegado la hora de tu medicina, querido —ronronea a su oído. Con un rápido movimiento le arranca la cita adhesiva de la boca. Introduce suavemente el embudo en su garganta, pero aun así se atraganta. Él se resiste, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, tratando de levantarse apoyándose en los hombros, pero ella lo aferra por los cabellos y sujeta su cabeza—. Vaya, vaya —lo reta.

Toma un puñado de pastillas y las deja caer en su garganta una por una. Él se ahoga y trata de escupirlas, pero ella saca el embudo, le obliga a cerrar la boca y le frota la garganta con la mano, obligándolo a tragar, como si fuera un perro.

—¿Qué son? —pregunta.

—Todavía no puedes hablar —replica, mientras coloca otro trozo de cinta adhesiva sobre su boca. Él casi lo agradece. ¿Qué podría decir?

—¿Qué quieres hacer hoy? —le pregunta ella. Archie mira hacia al techo, con los ojos ardiendo por falta de sueño—. Mírame —ordena ella con los dientes apretados.

Él la obedece.

—¿Qué quieres hacer hoy? —repite.

Él levanta las cejas con una expresión ambivalente.

—¿Seguimos con los clavos?

No puede evitar un estremecimiento.

Gretchen está exultante. Él se da cuenta de que su dolor la alegra.

—Te están buscando —dice con voz cantarina—. Pero no te van a encontrar.

Estén donde estén, ella puede leer el periódico y ver las noticias, piensa.

Ella acerca su rostro al de Archie, y él puede observar su suave piel de marfil, sus enormes pupilas.

—Quiero que pienses qué vamos a enviarles —dice con voz neutra. Pasa delicadamente la yema de sus dedos por su brazo, por su muñeca—. Una mano, un pie, algo por el estilo. Algo agradable para hacerles saber que estamos pensando en ellos. Voy a dejarte que elijas.

Archie cierra los ojos. No es él quien está allí. Aquello no está sucediendo. Trata desesperadamente de evocar el rostro de Debbie en la oscura piel de sus párpados. La recuerda como la vio la última mañana. Ya ha catalogado mental mente cada prenda de vestir que llevaba puesta. El grueso jersey de lana verde. La falda gris. El largo abrigo que le daba aspecto de soldado ruso. Reconstruye cada peca de su rostro, sus pequeños pendientes de diamante, el lunar en el cuello, justo por encima de la clavícula.

—Mírame —ordena Gretchen.

Él aprieta más los ojos. Su alianza, las rodillas redondeadas, las pecas de sus pálidos muslos.

—Mírame —vuelve a decirle, casi sin aliento.

«Vete a la mierda», piensa.

Siente un pinchazo justo por debajo de la costilla izquierda. Aúlla y se retuerce de dolor, abriendo los ojos instintivamente.

Lo agarra por el pelo con firmeza y se inclina sobre él de modo que sus senos quedan a sólo unos centímetros de su pecho y retuerce el bisturí, clavándoselo en la carne. Él alcanza a percibir su perfume —una mezcla de lilas, sudor dulce y talco—, un alivio tras el olor nauseabundo del cadáver.

—No me gusta que me ignoren —exclama casi en u„ susurro—. ¿Entendido?

Él asiente, tensándose contra su mano para intentar aliviar la presión.

—Mejor. —Retira el escalpelo y lo deja caer sóbrela bandeja de instrumental médico.

CAPÍTULO 13

Susan dejó el coche en uno de los recién pintados aparcamientos para visitantes ante las oficinas del equipo especial. Había llegado con media hora de antelación. Ella nunca llegaba temprano, y ni siquiera le gustaba la gente que lo hacía. Pero se había despertado al amanecer con ese ardor de estómago que tenía cuando estaba a punto de escribir una buena historia. Ian ya se había ido. Si había intentado despertarla para despedirse, no lo recordaba.

La niebla se había extendido por la ciudad durante la noche, y el aire estaba pesado y húmedo. La fría humedad se metía en todas partes, de forma que hasta el interior del coche de Susan parecía a punto de echar moho, mientras ella se encontraba allí sentada.

Para matar el tiempo, abrió su teléfono, marcó un número y dejó un mensaje después de escuchar la voz que ya conocía de memoria.

—Hola, Ethan. Soy Susan Ward, la del callejón. —«¿La del callejón? Dios mío»—. Quiero decir, del
Herald
. Me estaba preguntando si habías tenido oportunidad de hablar con Molly sobre mí. Creo de verdad que su historia merece ser oída. Con lo que sea, llámame, ¿vale?.

Ian le había dicho que abandonara aquel reportaje. En una pérdida de tiempo. Pero ella tenía tiempo de sobra, así que ¿por qué no investigar un poco? Investigar no era continuar, al menos en sentido estricto.

Esperó en su coche unos minutos más, fumando un cigarrillo y mirando cómo la gente entraba y salía del edificio Normalmente, Susan era una fumadora social. Fumaba cuan, do salía, cuando bebía y, a veces, cuando estaba nerviosa Odiaba ponerse nerviosa. Tiró el cigarrillo por la ventanilla y se quedó mirando hacia la pequeña explosión de chispas cuando se estrelló contra el asfalto. Después echó un vistazo a su aspecto en el espejo retrovisor. Iba vestida completa— mente de negro, con el pelo rosa recogido en una cola de caballo. «Por Dios —pensó—, parezco una ninja punky». No había nada que hacer. Tomó aliento y entró en el edificio.

Habían trabajado toda la noche para transformar el banco en un recinto policial. Las cajas que el día anterior estaban a medio vaciar habían sido amontonadas contra una puerta, esperando a que las retiraran. Las mesas estaban colocadas de dos en dos, y habían sido equipadas con un ordenador de pantalla plana, negra. No era extraño que el presupuesto para educación fuera tan bajo. Sobre un panel que ocupaba una de las paredes, se habían colgado fotos amputadas de cada una de las chicas, al igual que docenas de instantáneas. Varios mapas de la ciudad, salpicados con chinchetas de colores, habían sido extendidos entre ellas. Una fotocopiadora escupía papeles ruidosamente. Sobre las mesas se acumulaban tazas de café y botellas de agua. Susan pudo oler el café recién hecho. Contó siete detectives, todos ha blando por teléfono. Una oficial uniformada, sentada ante la mesa más próxima a la puerta, levantó la vista y la miró.

—He venido a ver a Archie Sheridan —explicó Susan—. Susan Ward. Tengo una cita con él. —Sacó la acreditación de prensa de su bolso y la dejó colgando de su cadena a escasa altura sobre la mesa.

La oficial echó un vistazo a la credencial, cogió el teléfono, marcó una extensión y anunció la llegada de la reportera.

—Vaya hasta el fondo —indicó, mientras se volvía hacia el monitor de su ordenador.

Susan se abrió camino hasta la oficina de Archie. Las blancas persianas estaban abiertas y pudo verlo sentado en su mesa, leyendo unos papeles. La puerta estaba entreabierta. Golpeó suavemente, sintiendo los nervios en la boca de su estómago.

—Buenos días —saludó el detective, poniéndose en pie.

Ella se acercó y estrechó la mano que le ofrecía.

—Buenos días. Perdón por llegar tan pronto.

Él arqueó las cejas.

—¿En serio?

—Unos treinta minutos.

Archie se encogió de hombros ligeramente y permaneció de pie. Susan contó cuatro tazas de café vacías sobre su escritorio.

Le indicó que tomara asiento y él hizo lo mismo. El despacho era pequeño. Apenas había espacio suficiente para una mesa grande contrachapada de cerezo, unos estantes y dos sillas, además de la de Archie. Una pequeña ventana daba a la calle, por donde los coches pasaban con regularidad. Él llevaba la misma chaqueta de pana del día anterior, pero su camisa era azul. A Susan le gustaba su estilo.

—Bueno, ¿por dónde empezamos? —Archie apoyó sus manos en la mesa—. Tú dirás. —Su expresión era amistosa, dándole la bienvenida.

—Bueno —comenzó Susan con lentitud—, necesito acceso a tu persona.

Él asintió.

—No hay problema mientras no interfiera en mi trabajo.

—¿No tendrás problema en que te siga a todas partes mientras intentas trabajar?

—No.

—Necesitaré también hablar con gente de tu entorno. —Examinó su rostro. Permanecía relajado, despreocupado—. Tu ex mujer, por ejemplo.

El detective ni siquiera parpadeó.

—Me parece bien, aunque no sé si querrá hablar contigo, pero puedes intentarlo.

—Y Gretchen Lowell.

Su rostro apenas se alteró. Abrió la boca. La cerró. Volvió a abrirla.

—Gretchen no habla con los periodistas.

—Puedo ser muy persuasiva.

Él trazó un círculo sobre el escritorio con la palma de su mano.

—Está en la prisión estatal de máxima seguridad. Sólo puede ver a sus abogados, a la policía y a sus familiares. No tiene familiares, y tú no eres policía.

—Podríamos intercambiar correspondencia, como en los viejos tiempos.

Se recostó lentamente contra su silla y la examinó con cuidado.

—No.

—¿No?

—Puedes seguirme. Puedes hablar con Debbie y con las I personas con las que trabajo. Hablaré contigo sobre el caso; del denominado Estrangulador Extraescolar. Hablaré contigo sobre el caso de la Belleza Asesina. Puedes entrevistar a mi médico si así lo deseas. Pero no a Gretchen Lowell. Ella sigue siendo objeto de una investigación policial y hacerle preguntas supondría una distracción. No es negociable.

—Perdón, detective, pero ¿qué te hace pensar que si yo le escribo a la cárcel vas a enterarte?

Sonrió con paciencia.

—Ten la seguridad de que me enteraré.

Ella lo miró fijamente. El hecho de que no quisiera que hablara con Gretchen Lowell no era lo que le molestaba. Él había pasado una temporada en el infierno. Por supuesto que no quería que su torturadora fuera entrevistada para un estúpido reportaje periodístico. Lo que la tenía inquieta era la creciente certeza de que ese reportaje era una mala idea para Archie Sheridan. Que tenía cosas que ocultar, y que ella iba a encontrarlas. El detective no tenía por qué haber accedido a todo aquello. Y si ella se percataba de eso, estaba casi segura de que el inteligente Archie Sheridan también se daba cuenta. Entonces, ¿por qué le dejaba hacerlo?

—¿Alguna otra cláusula no negociable? —preguntó.

—Una.

«Ahí vamos».

—Dispara.

—Los domingos libres.

—¿Es el día que pasas con tus hijos?

Archie apartó la mirada hacia la ventana.

—No.

—¿En la iglesia?

Nada.

—¿Golf? —intentó adivinar Susan—. ¿Club de taxidermistas?

—Un día de intimidad —replicó con firmeza, volviendo a mirarla, mientras descansaba sus manos en el regazo—. Tienes acceso a los otros seis.

Ella asintió un par de veces. Podía escribir aquella serie de artículos, y podía hacerlo bien. ¿A quién quería engañar? Podía hacerlo fantásticamente bien. La historia le pertenecía. Los interrogantes podría averiguarlos más tarde.

—Bien —aceptó—. ¿Por dónde empezamos?

—Por el principio —respondió—. El Instituto Cleveland. Lee Robinsón. —Descolgó el teléfono y marcó una extensión—. ¿Listo? —preguntó a alguien al otro lado de la línea. Colgó y miró a Susan—. El detective Sobol vendrá con nosotros.

Susan trató de ocultar su decepción. Había esperado tener a Archie Sheridan para ella sola, y así poder recorrer mejor los laberintos de su mente.

—¿Fue tu compañero de trabajo desde el primer asesinato de la Belleza Asesina?

Antes de que Archie pudiera responder, apareció Henry! poniéndose su chaqueta de cuero. Ofreció una enorme mano a Susan.

—Henry Sobol —dijo. Parecía un gran oso de peluche.

Ella estrechó su mano, intentando abarcarla.

—Susan Ward.
Oregon Herald
. Estoy escribiendo un reportaje sobre…

—Ha llegado temprano —la interrumpió Henry.

CAPÍTULO 14

Fred Doud fumaba una pipa en la playa. Estaba en cuclillas al lado de un tronco que había dejado la marea en la orilla el invierno anterior. No necesitaba ser discreto. Nunca había visto a nadie en aquella zona de la playa que acababa de recorrer. Habitualmente iba allí por la tarde, pero ese día tenía que ir al juzgado. Dio una profunda calada a la pequeña pipa y luego volvió a colocarla en su bolsa de cuero. Ató con fuerza la bolsa, sintiendo sus largos y huesudos dedos entumecidos por el frío, y se la colgó al cuello. Se examinó la piel de los brazos, los muslos, la tripa, las rodillas. Se habían vuelto de un rosa brillante, pero ya no sentía frío. Le gustaba el invierno en la playa. El resto del año había demasiada gente, pero durante el invierno era, con frecuencia, el único visitante. Vivía con unos compañeros de la universidad a pocos kilómetros de la isla, así que era un viaje corto. Siguiendo las normas de la playa, debía llevar un albornoz desde la zona del aparcamiento y mientras cruzaba el sendero que discurría entre los arbustos de zarzamoras. Después, una vez allí, dejaba que la prenda se deslizara por sus huesudos hombros y avanzaba, desnudo. Nunca se sentía más libre que en esos momentos.

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