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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

Corazón enfermo (25 page)

BOOK: Corazón enfermo
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—Darrow Miller. Abogado asistente de la fiscalía del distrito.

—¿Darrow? —repitió, con cierta sorpresa.

—Sí —respondió sin emoción—. Y el nombre de mi hermano es Scopes. Y ésa será la última broma al respecto.

Susan se esforzó por seguirles el paso mientras atravesaban con rapidez el edificio principal, doblando esquinas y subiendo escaleras con la facilidad de quienes han transitado por aquellos anchos pasillos tantas veces que podrían hacerlo con los ojos cerrados. Se encontró con dos puestos de control. En el primero, un guardia revisó su documentación, tomó sus datos y les estampilló las manos. Henry y Archie entregaron sus armas, y pasaron entre los guardias sin interrumpir su conversación. Uno de ellos detuvo a Susan, que venía unos pasos más atrás. El hombre era menudo y delgado y se colocó frente a ella con los puños sobre las caderas de su uniforme marrón, como un soldado de juguete.

—¿Acaso no ha leído las normas? —le preguntó, pronunciando cada sílaba lentamente como si hablara con un niño. Era más bajo que Susan, por lo que tenía que levantar la mirada.

Susan se sintió ofendida.

—Está bien, Ron —lo interrumpió Archie, dándose la vuelta—. Viene conmigo.

El diminuto guardia se mordió la mejilla un instante, echó una mirada al detective, luego asintió y se apartó.

—Nadie lee la lista de normas —murmuró.

—¿Qué he hecho? —preguntó Susan cuando reemprendieron la marcha.

—No les gusta que las visitas lleven vaqueros —explicó Archie—. Los presos usan pantalones azules, y se puede prestar a confusión.

—Pero seguramente sus pantalones no tienen los mismos desgarrones a la moda que el mío.

—Te sorprenderías —le dijo, sonriendo—. Los travestís son muy creativos.

Llegaron hasta un detector de metales. Los tres hombres pasaron sin problema. A Susan, en cambio, una guardia fornida le hizo señas para que esperara.

—¿Lleva sujetador? —preguntó la guardia.

Susan enrojeció.

—¿Perdón?

La vigilante miró a Susan, aburrida.

—No se permiten sujetadores con aros, hacen saltar el detectores de metales.

¿Era la imaginación de Susan o todos estaban mirando sus pechos?

—Ah. No. Soy chica de camisolas de encaje. Tengo problemas en encontrar sujetadores que me vayan bien. Pechos pequeños, hombros anchos. Ya sabe. —Susan sonrió con amabilidad —los pechos de la mujer eran enormes como melones—. Probablemente, ella tuviera un montón de problemas encontrar los sujetadores adecuados.

La funcionaría miró a Susan durante unos segundos, luego abrió aún más los ojos y suspiró.

—¿Lleva sujetador con aro? —volvió a preguntar.

—Oh. No.

—Entonces pase por el maldito detector de metales de una vez.

—Ya hemos llegado —anunció Archie. Abrió una puerta de metal gris, sin identificación, y Susan entró, seguida de Henry y el abogado. Se trataba de una sala de observación, con paredes de cemento y un impresionante cristal que daba a otro cubículo. Era como en la televisión. Susan estaba sorprendida. La habitación era pequeña, con un techo bajo y una larga mesa metálica contra el cristal, dejando un espacio apenas más ancho que el pasillo de un avión para moverse. Un joven hispano estaba sentado en un taburete en la mesa frente a un ordenador y una televisión de circuito cerrado, conectada a una cámara montada en una esquina de la habitación. Frente a él, tenía comida mexicana, un montón de servilletas de papel blancas, sobrecitos de salsa picante y un taco a medio comer. El olor de la salsa y los fríjoles fritos invadía todos los rincones de la pequeña habitación.

—Éste es Rico —dijo Archie, indicando con un gesto al joven.

Rico sonrió a Susan.

—Soy su colega —le dijo.

—Creía que Henry era su colega —dijo Susan.

—Qué va —dijo Rico—. Él es el socio. Yo, el colega.

Archie sonrió débilmente.

—Espera aquí —le ordenó a Susan—. Regresaré a buscarte en un minuto. —Dio media vuelta y salió por la puerta.

—Le presento a la Reina del Mal —le dijo Rico a Susan, indicando con la barbilla hacia la habitación al otro lado del ventanal.

Susan se acercó al cristal y pudo echarle una buena mirada a Gretchen Lowell. Estaba allí sentada. Su elegante postura resultaba incongruente con los pantalones y la camisa de tela vaquera, con la palabra «preso» estampada en la espalda. Susan había visto, por supuesto, las fotos. Los medios habían estado encantados de mostrar fotografías de Gretchen Lowell, porque era hermosa. Y una asesina en serie. Una combinación perfecta. «¿Acaso no son todas las mujeres hermosas capaces de asesinar?», parecían decir las fotos. Pero Susan pudo apreciar que era todavía más hermosa en persona. Tenía los ojos grandes, de un azul pálido, y sus facciones perfectamente simétricas, de pómulos prominentes, una nariz larga y bien proporcionada, y un rostro ovalado que terminaba en una graciosa barbilla. Su piel era inmaculada. Su cabello, muy rubio cuando fue arrestada, había adquirido un tono más oscuro, y estaba peinado en una alta cola de caballo, que le permitía lucir su largo y aristocrático cuello. No era bonita. Aquélla no era la palabra justa. «Bonita» hacía pensar en algo infantil. Gretchen Lowell era hermosa de un modo adulto, sofisticado u enérgico. Era mas que belleza, era el poder de la belleza, y eso lo dejaba traslucir por todos sus poros. Susan estaba hechizada.

La periodista vio a través del espejo, ensimismada, cómo Archie entraba en la habitación, con la cabeza baja y una carpeta bajo el brazo. Detrás de él, la puerta de metal volvió a cerrarse con un chasquido y, durante un instante, se quedó inmóvil ante la puerta cerrada, como si tuviera que recuperar la compostura. Luego tomó aliento, se enderezó y se dirigió hacia la mujer sentada a la mesa. Su rostro era cordial y agradable, como el de un hombre que se encuentra con un viejo amigo para tomar un café.

—Hola, Gretchen —saludó.

—Buenos días, querido. —Ella inclinó la cabeza y sonrió. Aquella sonrisa provocó un brillo extraordinario en sus facciones. No se trataba de una falsa sonrisa de reina de belleza, sino una expresión genuina de calidez y placer. O, quizá, también podía ser, pensó Susan, que fuera una estupenda actriz. Gretchen alzó las manos de su regazo y las apoyó en la mesa. Susan pudo ver las esposas. Ladeó la cabeza para comprobar que también sus pies estaban esposados. Los grandes ojos azules de Gretchen se abrieron aún más, juguetones.

—¿Me has traído algo? —le preguntó a Archie.

—Te la traeré en un minuto —respondió el detective, y Susan se dio cuenta con un escalofrío de que estaban hablando de ella.

Archie se acercó a la mesa y con mucho cuidado abrió la carpeta que llevaba y desplegó cinco fotografías de veinte por veinticinco centímetros frente a Gretchen.

—¿Cuál de éstas es ella? —le preguntó.

Gretchen sostuvo su mirada, con una expresión de complicidad todavía en el rostro. Después, con un casi imperceptible gesto de sus ojos, extendió una mano y coloco su palma sobre una de las fotos.

—Esa —señaló, con una sonrisa todavía más amplia—. ¿Podemos jugar ahora?

—Vuelvo enseguida —dijo Archie.

Volvió a la sala de observación y sostuvo la fotografía Gretchen había elegido. Era una muchacha latina, de unos veinte años, con cabello negro, corto, y una sonrisa graciosa. Tenía el brazo en torno a alguien que había sido cortad de la foto, y hacía el símbolo de la paz.

—Es ella —dijo simplemente.

—¿Quién? —preguntó Susan.

Rico giró sobre el taburete.

—Gloria Juárez. Diecinueve años. Estudiante universitaria. Desapareció en Utah en 1995. Gretchen nos dio su nombre esta mañana. Dijo que nos diría en dónde encontrar su cuerpo si la traíamos a usted para conocerla.

Susan estaba sorprendida.

—¿Por qué yo?

—Por mi culpa —respondió Archie. Parpadeó lenta— mente, se pasó una mano por su cabello oscuro, mirando al techo un momento antes de continuar—. Hace casi seis meses que no ha desvelado la identidad de ninguna de sus víctimas. Pensé que un artículo en el
Herald
sería un revulsivo, Se pone celosa fácilmente. Me imaginé que si ella sabía que me aproximaba a una reportera lo suficiente como para hablar de lo sucedido, reaccionaría entregándome… —hizo una pausa, como si considerara sus palabras con cuidado—… una señal de su afecto.

Susan miró a su alrededor. Todos la estaban mirando, esperando su reacción.

—¿Un cadáver?

—Sí. En todo este año no ha querido hablar con nadie, excepto conmigo. —Se encogió de hombros, desamparado—. Nunca se me ocurrió que quisiera verte a ti.

La habían manipulado. Sintió una punzada de rabia. Archie la había utilizado. Dio un paso atrás, alejándose un poco. Se había aprovechado de ella. Se resistió a creerlo, furiosa por haber confiado en él. Era una sensación extrañamente familiar. Nadie dijo nada. Susan levantó una mano y, aferrando un mechón de su cabello, lo empezó a enrollar en torno a sus dedos, hasta que le dolió. Darrow, el abogado, se frotó la gruesa nuca y estornudó. Rico miró hacia su almuerzo. Henry estaba reclinado contra la pared, con los brazos cruzados, esperando alguna señal de Archie. Todos lo sabían, y ese descubrimiento hizo que se sintiera todavía peor.

Susan miró a Gretchen a través del cristal. La psicópata estaba tranquila, un impecable modelo de comportamiento. Genéticamente superior. ¿Por qué tenía que ser tan perfecta?

—¿Por eso accediste al reportaje? —consiguió articular Susan, manteniendo su voz lo más tranquila que pudo—. ¿Pensaste que yo conseguiría que ella te dijera dónde había más cadáveres?

Archie dio un paso en dirección a Susan.

—Si ella cree que tengo contigo mucha confianza, querrá reforzar su control sobre mí, y me dará más información sobre sus víctimas. —Dirigió su mirada a Gretchen, al otro lado del cristal, y allí se detuvo. Después volvió a mirar a Susan—. Ella había mencionado tus artículos. Lee lo que escribes. Por eso te elegí.

Bajo sus pesados párpados, vio reflejada en sus ojos una disculpa, pero también decisión y algo más. En su expresión había algo indefinido. De repente, Susan cayó en la cuenta «Por Dios», pensó, «está colocado».

—Ayúdame —le pidió.

Estaba bajo el efecto de las pastillas. Pudo ver como él se daba cuenta de que ella lo había notado. Se las recetado. Estaba sufriendo. Pero no dio ninguna explicación. Él se rió.

—Mierda —exclamó, frotándose los ojos con una mano. Apoyó la frente contra el espejo y miró a Gretchen Lowell. Nadie dijo una palabra. Finalmente, Archie se giró hacia Susan—. Nunca debí haberte traído. Lo siento.

Susan alzó la barbilla, señalando hacia el cristal.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó.

Archie miró a Susan. Se pasó una mano por la boca, luego por el cabello.

—Quiere evaluarte, y comprobar qué es lo que sabes.

—Sobre ti.

Él asintió varias veces.

—Efectivamente.

—¿Qué quieres que le diga?

Él la miró a los ojos.

—La verdad. Ella es fantástica para detectar las mentiras. Pero si entras a verla, va a querer arruinarte la vida. No es una buena persona. Y tú no le gustarás.

Susan trató de sonreír.

—Puedo resultar encantadora.

El rostro rudo de Archie estaba mortalmente serio. —Ella se sentirá amenazada por ti y se mostrará cruel. Tienes que ser consciente de ello.

Susan apoyó la palma de la mano en el cristal, de modo que la cabeza de Gretchen Lowell descansara en el ángulo formado por sus dedos índice y pulgar.

—¿Puedo escribir sobre ella?

—No puedo evitar que lo hagas.

—Cierto.

—Pero sin bolígrafo —ordenó Archie, decidido.

—¿Por qué?

Miró a Gretchen a través del espejo. Susan pudo sentir cómo recorría su figura con los ojos; su cuello, sus brazos sus manos. Le recordó la mirada de un amante.

—Porque no quiero que ella lo use para clavártelo en el cuello —respondió.

CAPÍTULO 31

Gretchen —dijo Archie—, ésta es Susan Ward, Susan, Gretchen Lowell.

A Susan le pareció que no había suficiente oxígeno la habitación. Se mantuvo de pie, estúpidamente, durante ü momento, preguntándose si debía tender su mano para estrechar la de Gretchen, pero luego recordó las esposas y cambió de idea. «Mantén la calma», se dijo Susan a sí misma por décima vez en treinta segundos. Acercó una silla para poder sentarse frente a Gretchen. La silla hizo ruido al ser arrastrada, lo que provocó que Susan se sintiera torpe e inútil. Su corazón latía con fuerza. Evitó mirarla mientras tomaba asiento, consciente de sus vaqueros rasgados, deseando haber pedido un minuto para peinarse en el pasillo. Archie se sentó al lado de la periodista, que levantó la vista hacia el otro la— do de la mesa. Gretchen le sonrió. De cerca era aún más encantadora.

—Bueno, qué guapa eres —dijo Gretchen con suavidad—. Como un personaje de dibujos animados. —Susan nunca había sido más consciente de su estúpido cabello rosa, de sus ropas infantiles ni de sus pechos pequeños—.Me gustaron mucho tus artículos —continuó Gretchen, con un ligero tono irónico en la voz, aunque Susan no pudo saber con exactitud si estaba siendo sincera o sarcástica.

Colocó su grabadora sobre la mesa, rogando que el corazón disminuyera su ritmo.

—¿Le importa si grabo la conversación? —preguntó, intentando parecer profesional. La habitación olía a antiséptico, o a algún producto de limpieza industrial tóxico.

Gretchen inclinó la cabeza hacia el espejo, donde Susan sabía que los demás estaban mirando.

—Todo está siendo grabado —dijo.

Susan miró a Gretchen a los ojos.

—Aun así.

Gretchen arqueó las cejas.

La reportera apretó el botón de grabar. Podía sentir cómo ella la absorbía. Se sentía como la amante enfrentándose repentinamente a la fascinante esposa de su amado. Era un papel que a Susan le iba a la perfección, pensó con ironía. Miró a Archie en busca de alguna indicación sobre cómo actuar o comportarse. Él estaba sentado, reclinado en la silla, con las manos entrecruzadas en su regazo, sin apartar los ojos de Gretchen. Había un cierto nivel de complicidad entre ambos, como si se conocieran de toda la vida. Debbie tejía razón. Era horrible.

—Le gustas —le dijo bromeando Gretchen a Archie.

Archie sacó el pastillero metálico de su bolsillo y lo puso sobre la mesa, delante de él.

BOOK: Corazón enfermo
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