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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

Corazón enfermo (23 page)

BOOK: Corazón enfermo
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—¿Sólo la anfetamina y la codeína?

—Sí.

—¿Más codeína de la habitual?

—Sí —dice atragantándose.

—Pídemelo.

—¿Podrías darme más codeína?

Ella le sonríe. —Sí.

Toma las pastillas de unos frascos de la estantería apoyada en la pared y vuelve con el agua. Se las da, y le deja beber. Esta vez no efectúa el control para ver si las ha tragado, porque sabe que no es necesario.

Pasarán quince minutos antes de que sienta el efecto de los medicamentos, así que trata de disociarse de la lenta muerte de su cuerpo. Gretchen se sienta en una silla junto a la cama, con las manos colocadas cuidadosamente en el regazo, mirándolo fijamente.

—¿Por qué decidiste convertirte en psiquiatra? —le pregunta tras un largo silencio.

—No lo soy —responde—. Sólo he leído algunos libros.

—Pero tienes conocimientos médicos.

—Trabajé como enfermera en el servicio de urgen Empecé Medicina, pero abandoné. —Sonríe—. Hubiera sido una gran doctora, ¿no te parece?

—Tal vez no sea la persona indicada para responder a eso.

Se quedan en silencio, pero ella parece inquieta.

—¿Quieres que te cuente mi infancia de mierda? pregunta, esperanzada—. ¿El incesto, las palizas?

Él niega con la cabeza.

—No —dice con voz pastosa—. Tal vez más tarde.

Siente el primer hormigueo en el centro de su rostro y luego comienza a expandirse por su cuerpo. «Quédate en este sótano», se dice a sí mismo. No pienses en Debbie. No pienses en los chicos. No pienses. Sólo quédate aquí.

Gretchen lo mira con aprecio. Extiende una mano y toca su rostro con afecto. Es un gesto que —ya ha aprendido a identificarlo—, con frecuencia, anuncia que está a punto de hacer algo terrible.

—Quiero matarte, Archie —susurra con suavidad—. He pensado en ello. Es una fantasía que he tenido durante años.

Recorre con las yemas de sus dedos la oreja del detective. Es una sensación agradable. Su respiración se relaja a medida que la codeína calma el dolor de sus huesos rotos de su carne lacerada.

—Entonces, hazlo.

—Quiero usar líquido para desatascar cañerías —le dice, como si estuvieran discutiendo qué vino elegir para la cena—. Siempre lo he hecho rápidamente. Los obligaba a beber una gran cantidad, al final. La muerte llegaba con celeridad. —Su rostro se anima—. Pero contigo quiero hacerlo lentamente. Deseo verte experimentar la muerte. Quiero que bebas el líquido corrosivo con lentitud. Una cucharada por día, para saber cuánto tiempo tardas, y qué efecto te causa. Quiero tomármelo con tranquilidad.

Él la mira a los ojos. «Es sorprendente —piensa— que semejante horror psicópata viva en un cuerpo tan hermoso y proporcionado». Ella lo mira ansiosa.

—¿Estás esperando mi autorización? —pregunta.

—Dijiste que serías bueno. Le envié el paquete a Henry, Lomo me pediste.

—¿Entonces eso forma parte de la fantasía? ¿Tengo que ornar el veneno voluntariamente?

Ella asiente, mordiéndose el labio.

—Voy a matarte, Archie —afirma con absoluta certeza— puedo cortarte en pedazos y enviarlos uno a uno a tus hijos. O podemos hacerlo a mi manera.

Él calibra sus opciones. Sabe que ella le presenta una elección imposible, y se da cuenta de que sólo puede elegir una cosa. Gretchen quiere ejercer un control total sobre él. Su única arma es conservar una pequeña ilusión de poder para sí mismo.

—Muy bien —asiente lentamente—. Con una condición.

—¿Cuál?

—Cuatro días más. Es todo lo que puedo hacer. Si no estoy muerto en cuatro días, me matarás de algún otro modo.

—Cuatro días —acepta ella, sus ojos azules brillantes de placer—. ¿Podemos empezar ahora?

El observa cómo cambian sus movimientos, temblorosa de excitación. Asiente y se rinde. Gretchen se pone en pie de un salto y se dirige a la estantería de la pared. Coge vaso de agua y un recipiente de cristal con un líquido color dorado claro y vuelve a su lado.

—Te va a quemar —advierte—. Tendrás qué resistir el impulso de vomitar. Te taparé la nariz y te daré agua después del líquido para que puedas tragarlo. Echa el liquido en una cuchara de té y se lo acerca. El olor familiar le resulta nauseabundo—. ¿Estás listo?

Él parece separarse de su cuerpo. No es él quien se encuentra en el sótano con Gretchen Lowell. Es otra persona. Abre la boca mientras ella le tapa la nariz, empuja la cuchara en su garganta y deja caer el veneno. Él traga. Sostiene el vaso con agua junto a sus labios y él bebe tanta como le es posible. El ardor es abrumador. Siente que le quema la garganta y luego el esófago. Durante un segundo vuelve a su cuerpo, mientras que su sistema nervioso se viene abajo de puro terror. Cada músculo de su rostro se deforma. Se muérdelo, labios para obligarse a retener el líquido sin vomitar. Al cabo de un rato, se recupera y permanece, respirando agitado en la cama. Gretchen le sostiene la cabeza entre sus manos.

—Shhh —le dice, tranquilizándolo—. Te has portado bien. —Ella le acaricia el cabello y lo besa varias veces en la frente. Después busca en su bolsillo y saca seis pastillas grandes, blancas y ovaladas—. Más codeína —le explica con delicadeza—. Puedes tomar tantas como quieras. A partir de ahora.

CAPÍTULO 28

Susan se había pasado el sábado escribiendo y cuando entregó el segundo artículo, lo celebró con un baño de espuma. El Gran Escritor tenía una radio en el cuarto de baño, pero a ella no le gustaba escucharla allí. Prefería dedicar aquel tiempo a pensar. La música la distraía demasiado. Se había pasado en la bañera casi media hora y el agua se había enfriado. Abrió el grifo del agua caliente con los pies y dejó que corriera el agua hasta que volvió a notar el calor. Su piel se enrojeció, produciéndole un ligero escozor. Le encantaba sentir esa agradable sensación.

Dio un salto cuando sonó el teléfono. Nunca se daba un baño sin su teléfono móvil y el de la casa al alcance de la mano, pero se había relajado lo suficiente como para que la sorprendiera. Al hacer un brusco movimiento para alcanzar el teléfono inalámbrico, que reposaba en el borde de la bañera, volcó la copa de vino tinto, que estalló sobre las baldosas, manchándolo todo con el líquido rojo.

—¡Mierda! —exclamó en voz alta mientras agarraba el auricular. Ya había roto cinco del juego de ocho copas del Gran Escritor. Con ésa sumaban seis. Había algo en su forma de moverse por el mundo que no era compatible con los objetos frágiles. Consiguió aferrar el auricular, que casi le resbaló dentro del agua jabonosa, mientras se acomoda dé I nuevo en la bañera.

—¿Ian?

—No, preciosa, soy yo.

—¡Ah! —Trató de no parecer decepcionada—. Hola, Bliss.

—He leído tu artículo.

Susan se sentó en la bañera, acercando las rodillas a su pecho.

—¿En serio?

—Leaf, en la cooperativa, me dio un ejemplar.

El cuerpo de Susan se estremeció de placer. No le gustaba llamar la atención sobre su trabajo a su madre, ni tampoco admitir que le importaba su opinión.

—Escucha, cariño —dijo Bliss—. Sé que sabes hacer tu trabajo. —Hizo una pausa—. ¿Pero no te parece que estás utilizando a esas chicas?

El eco de placer se detuvo. Susan pudo sentir cómo apretaba los dientes, haciéndolos rechinar, mientras perdía otra capa de esmalte. Era increíble la capacidad que tenía su madre para decir siempre lo que no debía.

—Tengo que cortar, Bliss, estoy dándome un baño.

—¿Ahora?

—En este preciso instante. —Hizo ruido en el agua—. ¿No lo oyes?

—Vale, luego hablamos.

—Seguro. —Colgó y se volvió a recostar en la bañera, dejando que el agua caliente le llenara los oídos, y esperó hasta que los latidos de su corazón se volvieron más regulares. Ella y Bliss se habían llevado bien hasta el año en que murió su padre, entonces Bliss se volvió imposible. O quizá había sido Susan la que se había vuelto insoportable. Era difícil de saber. Se habían peleado, sobre todo, por la bañera. En aquella época, a Susan le gustaba darse dos o tres baños al día, Era el único lugar donde no tenía frió.

Susan sonrió. «Archie Sheridan». Tenía que admitir que en su fuero interno, había deseado que fuera él quien la llamaba por teléfono. Después de todo, era su tipo. No estaba casado, pero era totalmente inalcanzable. Mierda. Ella era una causa perdida. Al menos era consciente de ser un romántico descarrilado. Había sido así desde los catorce años. El conocimiento de sí misma valía algo, ¿no? Cuando salió de bañera, diez minutos más tarde, y recogió los pedazos de la copa del suelo estaba tan ensimismada en sus pensamientos que se clavo un fragmento de cristal en un dedo. Cogió una de las toallas del Gran Escritor y se la enrolló en la pequeña herida. Mientras esperaba a que la sangre se coagulara, llamó a Archie para tantear cómo iban las cosas. Él no la invito a salir. Cuando terminó de hablar por teléfono, la toalla estaba manchada; otra cosa más que había arruinado.

Los ciruelos frente a al antigua casa de Gretchen habían florecido, Así era la naturaleza. Durante una temporada, aquellos árboles tenían un aspecto esquelético y moribundo, como si hubieran quedado calcinados tras un incendio, y de repente, un buen día, aparecían repletos de brotes rosa pálido, conscientes de su propia belleza.

—¿Va a quedarse aquí esperando? —preguntó el conductor del taxi.

Archie dejó caer el móvil en su bolsillo y miró al taxista.

—Durante un rato.

El sol que brillaba a través de la ventanilla era cálido y Archie recostó su sien contra el cristal, disfrutando del calor en la piel. La casa era de estilo vagamente georgiano. Las ventanas estaban cerradas con blancos postigos. Un camino de ladrillos llegaba desde la acera hasta una escalera también de ladrillo y luego se dirigía hacia la colina sobre la que se asentaba el edificio. Archie siempre había pensado que era una bonita casa.

Claro que nunca había pertenecido a Gretchen. Ella le había mentido cuando le dijo que la había alquilado por unos meses a una familia que estaba pasando sus vacaciones en Italia. La había encontrado en Internet y había dado un nombre falso, de la misma forma que había hecho con la casa en Gresham.

—¿Está usted espiando? —preguntó el taxista, mirando a Archie por el espejo retrovisor.

—Soy policía.

El hombre dejó escapar un graznido, como si ambas cosas fueran compatibles.

Archie había pasado la mañana con Henry revisando la montaña de papeles que habían recibido y que podían darles alguna pista. Había miles de cartas, transcripciones de llamadas telefónicas e incluso postales. Era un trabajo tedioso y Archie podía haberlo delegado. Pero, al menos, estaba entretenido. Y existía la posibilidad —una posibilidad remota— de que entre todos aquellos papeles encontraran la información que necesitaban.

Tras seis horas de trabajo, habían revisado más dedos mil posibles pistas. Y no estaban más cerca de encontrar al Estrangulador Extraescolar.

—Es sábado —había dicho Henry—. Vete a casa unas horas.

Archie se había mostrado de acuerdo. No quería decirle a Henry que, con la proximidad del domingo, estaba teniendo dificultades para concentrarse en cualquier otra cosa que no fuera Gretchen.

Y cuando el taxista le preguntó la dirección, se sorprendió dándole aquélla.

Así pues, Archie miró la casa, como si algo en ella pudiera ayudarle a comprender todo lo que había sucedido desde la última vez que atravesó la puerta principal.

Un brillante Audi negro aparcó frente al garaje de la casa y una mujer de cabellos oscuros se bajó con dos niños también morenos. Rodeó el vehículo, abrió la puerta trasera y le entregó al mayor de los niños una bolsa con la compra; éste se dirigió a la casa, con el más pequeño trotando tras él. La mujer sacó otra bolsa del maletero, dio media vuelta y se acercó al taxi.

—¿La está vigilando a ella? —le preguntó el taxista.

—No estoy vigilando a nadie —respondió Archie. La mujer se dirigía, sin ninguna duda, hacia ellos, decidida a entablar conversación. El detective se imaginó que vendría a preguntarle qué hacía frente a su casa. Pensó en decirle al taxista que se iban, pero no quería enfurecer más a la mujer, dejándola atrás en medio de una nube provocada por el tubo de escape. Estaba sentado en un taxi frente a su casa, en un barrio residencial. Seguramente podría dar miles de explicaciones. Sólo tenía que buscar una. Bajó la ventanilla mientras ella daba los últimos pasos hacia ellos, e hizo todo lo posible por aparentar un aire respetable. Todo fue en vano.

—Usted es Archie Sheridan —afirmó ella.

Lo había reconocido. Eso le daba poco margen para maniobrar.

La mujer le dirigió una gran sonrisa, comprensiva. Llevaba unas mallas negras y un largo jersey también negro con un símbolo en sánscrito, de color blanco, con las mangas subidas. Ropa para hacer yoga. Su negro cabello ondulado estaba atado en una cola de caballo. Tendría unos cuarenta años, bien llevados. Las finísimas arrugas en torno a su boca y ojos probablemente sólo eran visibles bajo la luz natural.

Él asintió. Archie Sheridan. Desesperado. Descubierto. A sus órdenes.

Ella hizo un gesto con la mano en dirección a él, sus brazos eran delgados, bien contorneados, pero fuertes.

—Soy Sarah Rosenberg. ¿Por qué no me ayuda con las bolsas?

La siguió hasta la cocina, llevando en sus brazos bolsas de la compra del supermercado Whole. No recordaba ya la última vez que había realizado aquel sencillo gesto, tan familiar. Recordó a Debbie y a los niños, y el enorme placer de la normalidad. Pero se encontraba en la casa. No había cambiad nada. El vestíbulo, el pasillo, la cocina. Le pareció que se adentraba en un sueño. El mayor de los niños, un joven adolescente, ya había comenzado a vaciar las bolsas, esparciendo los productos por la mesa de la cocina: puerros, manzanas, queso…

—Éste es el detective Sheridan —anunció Sarah, mientras el chico cogía las bolsas que Archie sujetaba—. Mi hijo Noah.

El chico saludó al detective con un gesto.

—Algunos de los amigos de mi hermano ya no vienen a visitarnos —dijo el muchacho—. Parece como si tuvieran miedo de ella. Como si todavía estuviera aquí, y fuera a secuestrarlos.

—Lo siento —se disculpó Archie.

Podía notar la presencia de Gretchen a su alrededor en todas partes, a su lado, respirando en su nuca, como si nunca se hubiera ido. La habitación que había usado como despacho estaba en el extremo opuesto a la cocina, al otro lado del vestíbulo. Archie se dio cuenta de que estaba apretando el pastillero que llevaba en su bolsillo, y se obligó a aflojar la presión de su mano.

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