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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (92 page)

BOOK: Danza de dragones
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«Si hay problemas, será uno de estos quien empiece.» Dorne era una tierra airada y dividida, y el control que ejercía el príncipe Doran no era tan firme como cabía desear. Muchos señores lo consideraban débil y habrían preferido una guerra declarada contra los Lannister y el niño rey del Trono de Hierro.

En ese sentido destacaban sobre todo las Serpientes de Arena, las hijas bastardas del difunto Oberyn, conocido como la Víbora Roja. Tres de ellas habían asistido al banquete. Doran Martell era un príncipe sabio, y el capitán de su guardia no era quién para cuestionar sus decisiones, pero no entendía por qué había permitido que lady Obara, lady Nymeria y lady Tyene salieran de sus celdas de la Torre de la Lanza.

Tyene masculló algo al oír el brindis de Ricasso, y lady Nym lo desechó con un movimiento despectivo de la mano. Obara esperó a que le llenaran la copa hasta el borde y derramó el contenido en el suelo. Una criada se arrodilló para limpiar el vino, momento que Obara eligió para abandonar la estancia. Poco después, la princesa Arianne se disculpó y salió en pos de ella.

«Obara no volverá su rabia contra la princesita. —De eso, Hotah estaba seguro—. Son primas, y la aprecia mucho.»

El banquete se prolongó hasta bien entrada la noche, presidido por la calavera sonriente colocada en el pedestal de mármol negro. Se sirvieron siete platos en honor de los siete dioses y de los siete hermanos de la guardia real. La sopa era de huevo y limón, y los pimientos verdes alargados llegaron rellenos de queso y cebolla. Se sirvieron empanadas de lamprea, capones glaseados con miel y un bagre del fondo del Sangreverde, tan grande que hicieron falta cuatro hombres para llevarlo a la mesa. Después llegó un sabroso guiso de serpiente, con trozos de siete sierpes diferentes cocinados a fuego lento con guindillas dragón, naranjas sanguinas y unas gotas de veneno para darle un poco de mordida. Aun sin probarlo, Hotah sabía que era un plato enormemente picante. Tras la serpiente, los criados sirvieron sorbete para refrescar la lengua, y como remate dulce, a cada invitado se le puso delante una calavera de azúcar horneado. Al romper la costra crujiente la encontraron rellena de natillas con trocitos de cereza y ciruela.

La princesa Arianne volvió justo a tiempo para los pimientos rellenos.

«Mi princesita», pensó Hotah. Pero Arianne era ya una mujer; las sedas escarlata con que se cubría no dejaban la menor duda. Últimamente también había cambiado en otros sentidos. Su plan para coronar a Myrcella se había descubierto y aplastado; su caballero blanco había muerto de la manera más sangrienta a manos de Hotah, y a ella la habían encerrado en la Torre de la Lanza, condenada a la soledad y el silencio. Aquello la había aplacado, pero había algo más, un secreto que le había confiado su padre antes de liberarla, aunque el capitán no sabía de qué se podía tratar.

El príncipe había asignado a su hija un asiento entre él mismo y el caballero blanco, un lugar de gran honor. Arianne sonrió al volver a sentarse y murmuró algo al oído de ser Balon, que prefirió no responder. Hotah observó que comía poco: una cucharada de sopa, un trocito de pimiento, una pata de capón, unas migas de pescado… Rechazó la empanada de lamprea y solo probó una cucharadita del guiso, y aun tan pequeña cantidad hizo que el sudor le corriera por la frente. Hotah la comprendía bien: cuando llegó a Dorne, la comida picante le hacía nudos en las tripas y le abrasaba la lengua. Pero de eso hacía muchos años. Ya tenía el pelo blanco y era capaz de comer lo mismo que cualquier dorniense.

Al ver las calaveras de azúcar, ser Balon apretó los labios y lanzó una larga mirada al príncipe para dilucidar si estaban burlándose de él. Doran Martell no se dio cuenta, pero su hija, sí.

—Es una bromita del cocinero, ser Balon —comentó Arianne—. Para los dornienses, ni la muerte es sagrada. Espero que no os lo toméis a mal. —Rozó con los dedos el dorso de la mano del caballero blanco—. Y que hayáis disfrutado de vuestra estancia en Dorne.

—Todo el mundo se ha mostrado muy hospitalario, mi señora.

Arianne tocó el broche de los cisnes en combate con que se cerraba la capa.

—Siempre me han gustado los cisnes. No hay ave más hermosa en esta parte de las Islas del Verano.

—Seguro que vuestros pavos reales no están de acuerdo —apuntó ser Balon.

—Seguro —reconoció Arianne—, pero los pavos reales son animales vanidosos y presumidos, siempre exhibiéndose, y con esos colores tan llamativos. Prefiero la serenidad de los cisnes blancos, o la belleza de los cisnes negros.

Ser Balon asintió y bebió de su copa.

«No es tan fácil de seducir como lo fue su hermano juramentado —pensó Hotah—. Pese a su edad, ser Arys era un niño, pero este es un hombre, y un hombre cauto. —Solo había que mirarlo para darse cuenta de que el caballero blanco estaba incómodo—. Este lugar le resulta extraño, no le gusta.» Hotah lo comprendía. Dorne también le había parecido estrambótico cuando llegó con su propia princesa, hacía ya muchos años. Los sacerdotes barbudos le habían metido en la cabeza la lengua común de Poniente antes de enviarlo, pero los dornienses hablaban tan deprisa que no entendía nada. En Dorne, las mujeres eran lascivas; el vino, amargo, y la comida, llena de especias extrañas y picantes. El sol era más cálido que el pálido y débil de Norvos, y día tras día brillaba inmisericorde desde un cielo siempre azul.

El capitán sabía que el viaje de ser Balon había sido más breve, pero también angustioso a su manera. Desde Desembarco del Rey lo habían acompañado tres caballeros, ocho escuderos, veinte soldados y un numeroso grupo de mozos de cuadra y criados, pero en cuanto cruzaron las montañas y entraron en Dorne, tuvieron que detenerse en cada castillo del camino para recibir agasajos y participar en banquetes, cacerías y celebraciones. Cuando por fin llegaron a Lanza del Sol, ni la princesa Myrcella ni ser Arys Oakheart pudieron recibirlos.

«El caballero blanco sabe que algo anda mal —intuía Hotah—, pero no es solo eso.»

Tal vez lo pusiera nervioso la presencia de las Serpientes de Arena. Si se trataba de eso, el regreso de Obara debió de haber sido como sal en una herida. La joven volvió a ocupar su lugar sin decir palabra y se quedó sentada, huraña y hosca, sin sonreír ni hablar con nadie.

Ya se acercaba la medianoche cuando el príncipe Doran se volvió hacia el caballero blanco.

—Ser Balon, he leído la carta que me habéis traído de parte de nuestra amada reina. ¿Puedo suponer que estáis al tanto del contenido?

—Lo estoy, mi señor. —Hotah advirtió que el caballero se tensaba—. Su alteza me informó de que se me podría requerir que escoltara a su hija en el viaje a Desembarco del Rey. El rey Tommen languidece de nostalgia por su hermana y desea que la princesa Myrcella regrese a la corte para hacerle una breve visita.

La princesa Arianne compuso un gesto de tristeza.

—Oh, no, ¡con el cariño que le hemos tomado a Myrcella! Mi hermano Trystane y ella son inseparables.

—El príncipe Trystane también sería más que bienvenido en Desembarco del Rey —respondió Balon Swann—. Estoy seguro de que para el rey Tommen sería un placer conocerlo. Su alteza no tiene muchos amigos de su edad.

—Los lazos que se crean en la infancia pueden durar toda la vida —convino el príncipe Doran—. Cuando Trystane y Myrcella contraigan matrimonio, Tommen y él serán como hermanos. La reina Cersei tiene mucha razón: los niños deberían conocerse y hacerse amigos. Dorne lo echará de menos, claro, pero ya va siendo hora de que Trystane vea algo de mundo, más allá de la muralla de Lanza del Sol.

—Me consta que en Desembarco del Rey será muy bien acogido.

«¿Por qué suda ahora? —se preguntó el capitán sin dejar de observarlo—. Hace fresco, y ni siquiera ha probado el guiso.»

—Por lo que respecta al otro asunto que menciona la reina Cersei —siguió el príncipe Doran—, es cierto: el asiento de Dorne en el consejo privado ha estado vacante desde la muerte de mi hermano, y ya va siendo hora de que alguien lo ocupe de nuevo. Me halaga que su alteza piense que mi asesoría podría serle de utilidad, pero no me siento con las fuerzas necesarias para emprender semejante viaje. Tal vez si fuéramos por mar…

—¿Por mar? —Ser Balon se sobresaltó—. ¿Os parece…? ¿Os parece seguro, mi señor? El otoño es la estación de las tormentas, según tengo entendido, y los piratas de los Peldaños de Piedra…

—Los piratas. Claro, claro. Tal vez tengáis razón. Es más prudente que volváis por donde habéis venido. —El príncipe Doran le dedicó una amable sonrisa—. Hablaremos mañana. Cuando lleguemos a los Jardines del Agua, se lo diremos a Myrcella. Estoy seguro de que se emocionará mucho, porque ella también echa de menos a su hermano.

—Ardo en deseos de volver a verla —respondió ser Balon—. Y también de visitar vuestros Jardines del Agua. Tengo entendido que son bellísimos.

—Bellísimos y tranquilos —asintió el príncipe—. Brisa fresca, agua iluminada por el sol y las risas de los niños. Los Jardines del Agua son mi lugar favorito. Los construyó un antepasado mío para complacer a su esposa Targaryen, y que pudiera liberarse del calor y el polvo de Lanza del Sol. Se llamaba Daenerys y era hija del rey Daeron el Bueno; fue por su matrimonio por lo que Dorne se incorporó a los Siete Reinos. Todo el mundo sabía que estaba enamorada de Daemon Fuegoscuro, el hermano bastardo de Daeron, y que la correspondía, pero el rey era sabio y comprendió que el bien de muchos debía anteponerse al deseo de dos, aunque fueran dos personas muy queridas. Daenerys llenó los jardines de niños que reían sin cesar. Al principio, sus hijos, pero más adelante, también los de los señores y caballeros hacendados, a los que llamaron para acompañar a los príncipes. Una tarde de verano más calurosa que de ordinario, Daenerys se compadeció de los hijos de los mozos de cuadra, cocineros y criados, y los invitó también a usar las fuentes y estanques, tradición que se ha mantenido hasta la fecha. —El príncipe maniobró con las ruedas de su silla para apartarse de la mesa—. Disculpadme, por favor. Tanto hablar me ha cansado mucho, y tenemos que partir con la primera luz del día. Obara, ¿tendrías la amabilidad de ayudarme a llegar a la cama? Nymeria, Tyene, venid vosotras también para darle las buenas noches a vuestro anciano tío.

Obara Arena empujó la silla del príncipe para salir del salón de banquetes de Lanza del Sol y recorrer una larga galería seguida por sus hermanas, la princesa Arianne, Ellaria Arena y Areo Hotah. El maestre Caleotte corrió tras ellos arrastrando las zapatillas; llevaba la calavera de la Montaña en brazos como si fuera un bebé.

—No dirás en serio lo de enviar a Trystane y a Myrcella a Desembarco del Rey —inquirió Obara. Avanzaba a zancadas rápidas, furiosas, demasiado deprisa, y la gran silla de madera traqueteaba contra las losas irregulares del suelo—. No volveríamos a ver a la niña, y tu hijo será rehén del Trono de Hierro toda su vida.

—¿Me tomas por idiota, Obara? —suspiró el príncipe—. Hay muchas cosas que no sabes; cosas que es mejor no tratar aquí, al alcance de los oídos de cualquiera. Si te callas, te prometo que te lo explicaré todo. —Hizo un gesto de dolor—. Más despacio; si me tienes algún afecto, ve más despacio. Ese bache ha sido como si me clavaran un cuchillo en la rodilla.

Obara aminoró la marcha.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Lo que hace siempre —respondió su hermana Tyene con voz ronroneante—. Prolongar la situación, enredarlo todo, intrigar… Es la especialidad de nuestro valeroso tío.

—Sois injustas con él —replicó la princesa Arianne.

—Callaos todas —ordenó el príncipe.

Cuando estuvieron tras las puertas cerradas de sus habitaciones, hizo girar la silla de ruedas para enfrentarse a las mujeres. Hasta aquel esfuerzo lo dejó sin aliento, y la manta myriense con que se cubría las piernas se le quedó atrapada entre dos radios, con lo que tuvo que agarrarla para que no se le cayera. Debajo tenía las piernas blancas, blandas, cadavéricas. Las dos rodillas estaban rojas e hinchadas, y los dedos de los pies, como morcillas. Areo Hotah se los había visto mil veces, pero le seguía costando mirarlos.

—Déjame ayudarte, padre. —La princesa Arianne se adelantó.

—Todavía puedo controlar mi manta. —El príncipe consiguió liberarla de la rueda—. Qué menos. —Era poca cosa, pero aún conservaba cierta fuerza en las manos y los brazos, aunque tenía las piernas inutilizadas desde hacía tres años.

—¿Mi príncipe desea que le traiga un dedito de leche de la amapola? —preguntó el maestre Caleotte.

—Con este dolor necesitaría un cubo, pero no, gracias. He de conservar la mente clara. Ya no os voy a necesitar más esta noche.

—Muy bien, mi príncipe. —El maestre Caleotte hizo una reverencia, aún con la calavera de ser Gregor entre las suaves manos rosadas.

—Ya me hago cargo yo de eso. —Obara le quitó la calavera y la sostuvo ante sí—. ¿Qué aspecto tenía la Montaña? ¿Cómo sabemos que se trata de él? Podrían haber metido la cabeza en brea, pero nos mandan los huesos limpios.

—La brea habría estropeado la caja —apuntó lady Nym mientras el maestre salía de la estancia—. Nadie vio morir a la Montaña y nadie vio como le cortaban la cabeza. Reconozco que eso me preocupa, pero ¿qué gana la reina zorra con engañamos? Si Sandor Clegane sigue vivo, más tarde o más temprano se sabrá. Ese hombre medía tres varas; no hay nadie como él en todo Poniente. Si de repente aparece alguien que se le parece demasiado, Cersei Lannister quedará como mentirosa ante los Siete Reinos. Tendría que ser muy idiota para correr ese riesgo, y además, ¿qué ganaría con ello?

—La calavera tiene el tamaño adecuado, desde luego —dijo el príncipe—, y también sabemos que Oberyn hirió de gravedad a Gregor. Todos los informes que hemos recibido aseguran que Clegane tuvo una muerte lenta y dolorosa.

—Tal como pretendía nuestro padre —asintió Tyene—. Hermanas, os aseguro que conozco el veneno que usaba; si la lanza arañó la piel de Clegane, está muerto por grande que fuera. Dudad de vuestra hermana pequeña si queréis, pero nunca dudéis de nuestro padre.

—Nunca he dudado y nunca dudaré —replicó Obara, airada. Dio un beso burlón a la calavera—. Es un buen comienzo.

—¿Comienzo? —repitió Ellaria Arena, incrédula—. No lo quieran los dioses, yo creía que con esto terminaba todo. Tywin Lannister ha muerto, igual que Robert Baratheon, Amory Lorch y ahora Gregor Clegane: todos los que tomaron parte en el asesinato de Elia y de sus hijos. Ha muerto incluso Joffrey, que ni siquiera había nacido cuando mataron a Elia. Lo vi perecer con mis propios ojos, luchando por respirar. ¿Quién queda por matar? ¿Han de morir Myrcella y Tommen para que las sombras de Rhaenys y Aegon descansen en paz? ¿Cuándo acabará esto?

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