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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (11 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
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Al fin, cuando ya pensaba dejarse caer en plena calle y abandonarse al inmenso cansancio que la envolvía, Julia se encontró rodeada por la luz tranquilizadora y el bullicio de los cientos de viajeros que iniciaban o terminaban su recorrido en la estación. La ciclópea bóveda acristalada pareció acogerla en su seno cual escudo protector. Hecha un ovillo bajo una de las escaleras mecánicas que conducían a los andenes, acunada por el familiar sonido de las voces que iban y venían y la monótona megafonía que anunciaba los trenes, Julia perdió el conocimiento por segunda vez en ese día.

El profesor Baxter miró una vez más el cielo encapotado. Desde que la española se había ido, no había hecho más que mirar por la ventana y juguetear con una pequeña libreta de tapas de cuero gastadas que había sacado de un cajón de su escritorio.

Tras finalizar el viaje que narraban las páginas amarillentas, Baxter había conservado la esperanza de que todo lo que había visto y experimentado hubiera sido una alucinación caprichosa e increíble amplificada por el miedo atávico del ser humano frente a un peligro incierto. Pero la visita extraña e inesperada que había recibido en su despacho años después y sus insidiosas revelaciones, los ocasionales encargos y la inquietante noticia que le había traído ahora la marchante española habían desmoronado por completo la frágil barrera.

Alguien más conocía —aunque no del todo—, la terrible verdad que acechaba desde los pliegues del universo, mostrando periódicamente su aterradora presencia a los humanos, tenues ecos del aliento de un dragón dormido que nadie debía despertar.

Sus ojos se posaron en la libreta que brillaba suavemente bajo la luz de la lámpara. Entre sus páginas había un número de teléfono muy especial, al que tenía órdenes imperativas de llamar si se producían hechos como los que acababan de suceder.

La mano callosa de Baxter inició el movimiento para coger el auricular, pero se detuvo a medio camino, titubeante, cuando un relámpago lejano iluminó la gruesa capa de nubes que cubrían la ciudad.

Halifax, agosto de 1976

Estimado señor G.

En efecto, hoy es un día glorioso. Ante todo, mis más sinceras felicitaciones por su tenacidad, que ha rendido por fin fruto tras dieciséis años de intenso trabajo. No dude que será recompensado con creces cuando se sumerja en las Aguas Primordiales para Nadar Ante Su Presencia.

La obtención del Libro, tras superar las duras negociaciones con los lamas que me ha descrito en su misiva, constituye sin lugar a dudas un paso de gigante que nos acerca, una vez más, al objetivo final.

Por otra parte, entiendo a la perfección lo que usted me plantea al referirse al elevado coste que supone todo esto, pero, desafortunadamente, no dispongo de medios económicos suficientes para compensar, de momento, sus valiosos esfuerzos. No me cabe duda de que será capaz de hallar una solución satisfactoria a este período de carestía que espero de todo corazón, sea pasajero.

Con la fe puesta en el Despertar del Dios Dormido,

Cordialmente,

W.T.M.

Capítulo VI

Abrió los ojos y trató de levantarse, pero no pudo hacerlo. Ya era de día y la luz del sol, que por fin había conseguido vencer a las omnipresentes nubes, entraba a raudales por la diáfana cúpula semicircular de la enorme estación. Dejó caer el bastón que todavía empuñaba con la mano entumecida y, doblándose hacia adelante con dificultad, consiguió agarrar los trozos de carne inerte e insensible en que se habían convertido sus piernas dobladas bajo el cuerpo quién sabe por cuánto tiempo. Las estiró con un súbito tirón y tuvo que morderse los labios con fuerza para no soltar un alarido. Las lágrimas fluyeron de sus ojos enrojecidos y cayeron al suelo pulido que reflejaba un rostro que casi no reconoció.

Julia nunca llegó a recordar cómo llegó hasta las taquillas, cómo subió al vagón correcto y se instaló en el asiento. Cuando sus sentidos comenzaron a recuperarse, el paisaje verde y relajante del sur de Inglaterra se deslizaba por la gran ventana del tren que ya enfilaba las primeras estribaciones de los acantilados de Dover. A lo lejos se veía la gran plataforma de cemento que salía del mar y que hacía las veces de muelle para embarcar en el
hovercraft
que atravesaba el canal de la Mancha hasta Calais. Su compañero de asiento, un joven enjuto de ojos hundidos y azules, pelo rubio y corto con flequillo, estaba trabajando con un ordenador portátil y de vez en cuando echaba miradas cautelosas en su dirección. Al ver que Julia había regresado del limbo donde había estado, el hombre le sonrió con timidez, apartó la vista y siguió tecleando. Ésta siguió la dirección de la mirada del viajero y descubrió, azorada, que encima del maletín que descansaba sobre su regazo el ominoso bastón destacaba como un faro de color rojo coralino. Murmurando una frase de excusa, se alzó del asiento y se encaminó a los servicios.

En el diminuto lavabo, Julia examinó su imagen en el espejo. El rostro macilento que le devolvió la mirada, con grandes bolsas oscuras bajo los ojos, pómulos salientes y labios pálidos cuyas comisuras se arqueaban hacia abajo con amargura, la llenó de horror. El suéter de cuello alto lucía grandes manchas de aspecto grasiento. Un costado estaba desgarrado y manchado de sangre procedente de un rasguño que seguía doliéndole con latidos punzantes. El pantalón tejano gris no estaba en mejor condición y parecía haber pasado por varias canteras.

Se quitó los guantes y usó y abusó de las toallitas y del jabón de los servicios del tren. Después empleó el contenido del pequeño neceser que siempre guardaba en el maletín y trató de obrar un milagro y recobrar un aspecto que como mínimo le garantizara el anonimato que necesitaba. A continuación dedicó unos minutos a examinar su nuevo trofeo. El bastón parecía estar hecho de coral, de una sola pieza —Julia no quiso imaginar a qué espantosas profundidades podía crecer un coral con aquel descomunal tamaño—, y tenía tallados unos relieves que, sin saber por qué, le produjeron náuseas. Conteniendo una arcada, metió el bastón en el maletín y se roció de nuevo la cara con agua.

Cuando se sintió de nuevo con fuerzas, salió del lavabo y se encaminó a su asiento. La mirada de sorpresa y de admiración reprimida del hombre del portátil le confirmaron que los casi veinte minutos empleados habían conseguido el efecto deseado.

Al cabo de poco rato, el tren entró traqueteando en la estación de trasbordo y se detuvo con un clamoroso estruendo de frenos chirriantes. El tiempo había empeorado, y un ligero viento racheado traía el mensaje húmedo de una lluvia cercana. Julia aprovechó que el trasbordador aún no había llegado para entrar en una de las muchas tiendas de ropa que había cerca de la estación marítima y comprar lo necesario para mejorar un poco más su aspecto. Sólo conservó el abrigo largo, que curiosamente era la única prenda casi incólume. Al salir de la tienda, vio que el
hover
estaba llegando y se apresuró hacia el embarcadero.

Levantando nubes de espuma, el enorme vehículo anfibio se lanzó sobre la plataforma de cemento con los motores de hélice rugiendo de manera ensordecedora. Poco tiempo después, estaba sentada en una de las sillas de cubierta, contemplando cómo iban entrando los coches en las entrañas del barco y mirando de reojo a los demás viajeros. Pero nadie parecía estar especialmente interesado en la mujer de aspecto un tanto desaliñado que sostenía contra su pecho un maletín lleno de arañazos como si contuviera las joyas de la corona.

Al rato, las tres enormes hélices cobraron vida de nuevo y el vehículo, sustentado por el gran colchón de aire, se dio la vuelta y se internó en el agua. La travesía duraba unos treinta minutos y el mar, de un azul verdoso, estaba relativamente calmado. Julia se alegró de no haber desayunado, pues no toleraba demasiado bien los viajes marítimos y el leve vaivén del barco habría bastado para acabar de descomponerla.

Cuando llevaban diez minutos de travesía, se oyeron unas exclamaciones en la parte posterior de la cubierta y buena parte de los pasajeros se levantó para situarse a popa, señalando algo que parecía seguir a la nave.

Julia tuvo un horrible presentimiento. Como en un sueño, se vio a sí misma alzándose del asiento y dirigiéndose hacia el lugar donde estaba la gente que seguía señalando excitadamente hacia el agua. Una o dos personas habían sacado las cámaras y los potentes fogonazos de los flashes añadían más irrealidad a la situación. Oyó entonces la palabra «delfines» y casi se echó a reír de alivio. Aprovechando un hueco que se abrió entre los que se apiñaban en la borda, consiguió echar un vistazo. Al principio no fue capaz de distinguir nada más que la estela de espuma blanca que iba dejando el poderoso
hovercraft
, pero de repente los vio. Unas formas de color gris que brillaban con centelleos irisados trataban de seguir la marcha del barco, saliendo de vez en cuando a la superficie y volviéndose a hundir al cabo de un instante.

La sonrisa que había empezado a aflorar en sus labios se quedó helada de repente mientras de nuevo la gran tenaza del miedo se apoderaba de ella: en uno de los elegantes saltos que daban las criaturas para mantener el ritmo, Julia observó con terror renovado y creciente que, a diferencia de los cuerpos estilizados de los delfines, las extrañas criaturas que seguían con terquedad al barco poseían
dos
extremidades palmípedas con las que se impulsaban con una rapidez nada común.

Se aferró a la barandilla mientras notaba cómo la sangre se le helaba en las venas. No sólo uno, sino varios monstruos habían conseguido seguirle el rastro y estaban poniendo cerco, tratando por todos los medios de alcanzarla con el obvio fin de acabar con la amenaza que suponía para sus desconocidos propósitos.

Miró con desesperación en todas direcciones, con la esperanza de oír en cualquier momento disparos salvadores que acabaran con las pesadillas recalcitrantes. Pero sólo oyó el rugir de las poderosas hélices por encima de su cabeza. Irónicamente, parecía haber despistado a sus protectores y no a sus enemigos. Estaba sola.

Julia se dejó caer en la primera silla que encontró, con el cuerpo sacudido por un temblor incontrolable y la mente paralizada por la nueva oleada de miedo. Tenía la espantosa certidumbre de que su destino estaba sellado, de que la persecución iba a continuar hasta que los terribles monstruos consiguieran acabar con ella.

Con una lucidez extraordinaria, los pasajes casi olvidados de la infame obra de Helena Blavatsky le volvieron a la mente. También cobró sentido cada palabra que hacía referencia a la raza de Adeptos, Adamu o la Raza Oscura que sobrevivió al Diluvio, que adoraba a los Dioses Primigenios y que había habitado en un lugar vagamente mencionado en los mitos caldeos y en la Biblia, en las fábulas oscuras de Xisuthros y Noé, Samotracia, la ciudad sepultada bajo las aguas y de la que sólo se habían hallado relatos fragmentados en papiros mutilados, descubiertos en las excavaciones realizadas en 1842 por sir Austen Henry Layard, en el terraplén de Kouyunjik, en las inhóspitas tierras de Mesopotamia. La exposición que organizó el British Museum con los hallazgos de Layard había levantado tal polémica y escándalo que fue clausurada de forma discreta mucho antes de cumplirse el tiempo de exposición establecido, y su contenido, tachado de blasfemo y repugnante, desapareció de la luz pública.

La lluvia que le salpicaba la cara la sacó del trance en que se había sumido. Miró a su alrededor y vio que no quedaba nadie en cubierta. Sacudida todavía por los temblores y empapada por la fina pero persistente llovizna, se acercó hasta la borda y observó con atención el agua color gris plomo que reflejaba el cielo tormentoso. La velocidad del barco había superado a la de los monstruos, pues ya no se veía ninguna forma en las aguas, pero sabía que no cejarían en su empeño y que, a partir de aquel momento, el tiempo era primordial.

Sintió cómo una determinación desesperada se apoderaba de ella. Julia Andrade no iba a poner las cosas fáciles y si tenía que caer, lo haría arrastrando con ella a alguien —o algo—. Volvió la cabeza hacia la proa y vio con el alivio del náufrago que la costa de Francia estaba muy cerca. El siguiente paso sería coger un tren que la condujera hasta Viena vía París.

Esta vez, Calais fue para ella un borroso conjunto de casas de baja altura y colores desgastados por el viento y el mar, reconstruidas con terquedad por sus habitantes tras sufrir dos guerras. En cualquier otra ocasión se habría quedado para pasear por las antiguas murallas en forma de estrella, modificadas una y otra vez por franceses, ingleses y alemanes y que habían sobrevivido casi intactas. Habría degustado el excelente marisco de Au Côte d’Argent, un restaurante de renombre mundial cuyo
chef
, Bertrand LeFebvre, poseía un par de valiosas obras de arte que había comprado a través de la galería barcelonesa. Pero lo que menos deseaba en esos momentos era sentarse frente a cualquier cosa que le recordara al pescado y optó por saciar su apetito en un Burger King de la estación de la SNCF, mientras esperaba con ansiedad la salida del tren que había de cubrir la primera parte del viaje.

En el vagón, tras comprobar que estaba sola, corrió las cortinas y se cambió de ropa. La sensación de calidez y el olor a ropa nueva la tranquilizaron un poco más. Viendo desfilar los aledaños de la ciudad a través de los cristales mojados por la lluvia, acunada por el traqueteo rítmico del tren y la calefacción, se apoderó de ella una modorra a la que se entregó sin oponer demasiada resistencia.

Dos horas y media más tarde, el penetrante chirrido de los frenos y el súbito bamboleo del tren al entrar en la estación de Paris-Nord la arrancaron del sopor medio comatoso en el que se había sumido. Se apeó del tren, miró el gran reloj que dominaba una de las paredes de la estación y, con un reflejo surgido de la costumbre, ajustó su reloj de pulsera a las dos de la tarde, hora de Francia. Aturdida por el viaje y con todo el cuerpo protestando de nuevo con vehemencia por el trato al que estaba sometido, Julia cruzó las dos calles que la separaban de la estación de Paris-Est, de donde salía el tren expreso que la llevaría finalmente hasta la capital de Austria, pasando por Estrasburgo, Stüttgart y Munich. El tren partía de París a las seis de la tarde y llegaba a Viena a las nueve de la mañana. Iban a ser casi quince horas de viaje que pretendía aprovechar para poner en orden el caos mental en el que se hallaba sumida y repasar todo lo ocurrido.

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