Read Despertando al dios dormido Online

Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (9 page)

BOOK: Despertando al dios dormido
7.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

De pronto se dio cuenta de que había algo nuevo en la habitación: el silencio. Ya no se oía el horrible gemido en que se había convertido la respiración de su madre. Julia se incorporó de un salto, con el estómago contraído por la ansiedad, y se acercó a la cama.

—¿Mamá? —susurró, asiendo la mano que asomaba por debajo de las sábanas. Fue como coger un trozo de piedra fría. De pronto, un torrente de lágrimas le inundó los ojos y una sensación de ahogo le oprimió la garganta. Inspiró con fuerza por la boca y se tapó la cara con las manos. La noche anterior, su madre había despertado del sueño comatoso en el que se sumía cada vez con más frecuencia y había sonreído a Julia.

—Me iré pronto —le había dicho con escalofriante serenidad. Silenció con un leve movimiento las vehementes protestas de Julia y giró la cabeza hacia el mar que se veía por la ventana—. He vivido lo suficiente y no quiero alargar más mi paso por esta tierra. He hecho mucho más, sí, mucho más de lo que se esperaba de mí, he cumplido mi parte y ahora te toca a ti cumplir la tuya.

Julia pestañeó, confusa.

—Oh, sí, Julia —prosiguió, ahora mirándola directamente. Una expresión de tristeza asomó en sus ojos cansados—. Mi pobre Julia. Todavía no entiendes lo que digo, ¿verdad?

Cogió la mano de Julia, y sus dedos, duros y agrietados por una vida de trabajo junto al mar, se deslizaron entre los de Julia como ramas de avellano.

—Pronto, muy pronto, sabrás que eres una persona muy especial —susurró con un gorgoteo estremecedor—, mi hija…, mi hija inocente…

Sus ojos se cerraron con suavidad y volvió a sumirse en el estado semiinconsciente del que ya no volvería a salir.

Las lágrimas brotaban ahora incesantemente. Se había ido. Tal y como había dicho, su madre se había ido, sin escándalo, sin molestar, igual que había vivido.

Transida por la tristeza, dejó que las lágrimas fluyeran libremente y se subió con mucho cuidado a la cama, como si temiera despertarla. Allí, se hizo un ovillo y abrazó por última vez a su madre, mientras que el dolor acumulado durante años encontraba, por fin, una salida.

Cuando volvió a abrir los ojos, y a pesar de la sensación de inmensa fatiga, se obligó a incorporarse y salir de la cama. Arrastrando los pies, se acercó a la ventana y miró cautelosamente a través de las cortinas que la cubrían. Ya era de día. La omnipresente nubosidad de Londres hacía imposible saber la hora. Recordó que todavía llevaba puesto el reloj de pulsera y comprobó que era media tarde. Había dormido —estado fuera de combate, era más apropiado decir— casi un día entero. Miró el suelo de la habitación, donde yacían desparramados todos los documentos y las fotografías. En aquel instante, Julia sintió un odio irracional hacia Ûte Firsch-Pieke y deseó con toda su alma que la maldita pintora se estuviera pudriendo en el más profundo de los infiernos.

Con desgana, recogió todo lo que había por el suelo y lo metió en el maletín con brusquedad. Cuando estaba guardando las ampliaciones de los símbolos, recordó con un sobresalto la cita con el profesor Baxter en el British Museum. «Maldición»,
pensó
. Si reunía el valor suficiente para salir a la calle, tenía el tiempo justo de llegar al museo antes del cierre.

La asaltaron las dudas y el miedo a que la reconocieran. Con toda probabilidad, el encargado de Solsbury’s habría comentado a la policía que ella había estado muy interesada en el maldito cuadro. Con toda seguridad, ahora sería una de las principales sospechosas.

Lo primero que pensó fue que tenía que huir a Barcelona, ocultarse en el relativo anonimato de la galería y negar cualquier posible acusación, olvidar el desgraciado asunto del cuadro y contar a Albert alguna patraña verosímil acerca del precio o la dificultad de obtenerlo.

Pero, por otra parte, habían pasado ya dos días desde lo de Solsbury’s y nadie había venido a golpear la puerta de la habitación ni había indicios claros de que la estuvieran siguiendo. Además, estaba el enfurecido italiano que había protagonizado el escándalo y que daba un perfil mucho mejor de ladrón sin miramientos, aunque era preocupante que fuera tras el mismo objeto que ella. Sin embargo, en caso de que no hubiera sido el italiano, no tenía la menor idea de lo que buscaban los otros. Podía haberse tratado de una desafortunada coincidencia; un robo tras una subasta, se dijo, tampoco era tan impensable. Y así, Julia fue enumerando en su mente una serie de excusas, verdades a medias y falsas esperanzas que muy pronto tejieron un velo lo suficientemente tupido para disimular lo más evidente. Con la flamante venda en los ojos, y haciendo caso omiso del aria de terror que entonaba su instinto, decidió seguir investigando y llegar hasta el fondo del descabellado asunto.

Y ése fue su tercer y definitivo error.

Julia se vistió con la única muda que le quedaba limpia, echó un último vistazo a la habitación, inspiró profundamente y salió al pasillo con cautela. Nadie apareció para arrestarla y el recepcionista ni siquiera la miró dos veces cuando pagó la cuenta y solicitó que le guardaran el equipaje mientras hacía unas gestiones de última hora. Nadie la abordó en la calle tras hacer una serie de requiebros dignos del mejor detective de la literatura inglesa.

Entonces, Julia se sintió por fin a salvo, poderosa, inteligente y casi en la obligación de llamar por teléfono a cualquiera y relatarle sus hazañas con todo detalle. Con paso rápido y segura de sí misma, fue callejeando hasta llegar frente a la entrada del British Museum. Como de costumbre, estaba abarrotado con cientos de turistas, ávidos de admirar los increíbles tesoros de todas las épocas y orgullo de los británicos, que preferían no recordar el expolio cultural que muchas veces había representado su consecución.

Julia llamó con los nudillos a la puerta del segundo piso que anunciaba con letras doradas al profesor Baxter. Unos instantes más tarde, éste abría la puerta y esbozaba una leve sonrisa.

—¡Ah!
Good evening, Miss
Andrade —dijo arrastrando la
erre
de su apellido y convirtiendo la
e
en una
i
—, pase, por favor, y tome asiento.

—Gracias, profesor —replicó Julia, observando con incredulidad que la silla que había vaciado el día anterior seguía igual—, espero no llegar demasiado tarde. He estado muy ocupada y casi pierdo…

—¡Oh!, no, no —interrumpió el profesor con un gesto amable, mirándola por encima de las gafas de pasta que imitaban al carey y exhibiendo de nuevo una sonrisa que a ella se le antojó un tanto forzada—. La verdad es que los horarios de mi trabajo son extremadamente flexibles,
if you know what I mean
—añadió con un deje de ironía.

Tras cerrar la puerta y volver a su asiento, el profesor cogió una pequeña carpeta, extrajo la fotocopia que le había entregado Julia y unos documentos, y se ajustó las gafas. A ella le pareció que en éstos había muchos garabatos y por un momento se reavivó la esperanza de sacar algo de provecho de la entrevista.

—En efecto,
miss
Andrade, los signos no tienen ningún precedente en arqueología ni en ninguna de las lenguas conocidas —dijo el profesor de un tirón y con absoluto aplomo mientras miraba los documentos.

Julia abrió la boca para replicar pero él continuó con su dictamen.

—Los signos que representó su pintora
parecen
fonemas, pero es muy cuestionable que puedan ser reproducidos por una garganta humana, si es que quieren decir algo. —El profesor hizo una pausa y alzó la vista para mirar a Julia, que cerró la boca, sintiéndose un poco ridícula—. Lo más probable es que ni siquiera la artista supiera qué estaba pintando cuando hizo este galimatías.

Algo hizo clic en la cabeza de Julia al oír la expresión
garganta humana
. De pronto, la imagen de un pez boqueando le vino a la mente.

—Dígame, profesor —preguntó, intentando mantener el control de la voz y sintiendo cómo la invadía una repentina oleada de calor—, ¿qué clase de garganta podría emitir eso, en el caso, como usted dice, de que sean fonemas?

El profesor se quedó mirándola de hito en hito con expresión extraña. Tras un largo momento, giró la cabeza hacia la ventana, dónde iban apareciendo las gotas semejantes a lágrimas que iba dejando una nueva oleada de lluvia. Un trueno lejano pareció sacarlo del estado de indecisión y volvió la mirada hacia Julia.

—Probablemente peces o batracios —dijo frotándose con dos dedos un lado de la frente surcada de arrugas—. Pero es una simple conjetura y, desde luego, nada definitivo. Sigo pensando —añadió apresuradamente— que se trata de dibujos sin sentido fruto de una mente enferma.

Julia sintió que algo se removía en su interior al escuchar la noticia. De repente, empezaron a encajar una serie de piezas que hasta entonces habían estado girando sin control como si formaran parte del endiablado juego ruso del Tetris. Por un lado, la monstruosa imagen antropomorfa oculta tras la imagen de la dama del cuadro. Por otro, la extraña mujer pez de asombroso parecido con la imagen y el extraño hedor a pescado que emanaba de ella. Y, finalmente, los inconclusos informes de la isla de Oak y la increíble similitud con los dibujos del medallón. Todo parecía tener algo en común, algo que todavía no estaba claro pero que empezaba a cobrar sentido.

—¿Se encuentra bien,
miss
Andrade? —oyó que le preguntaba el profesor con tono preocupado—. Se ha puesto un poco pálida, querida.

Julia se dio cuenta de que había estado mirando al vacío y agarrando el asa del maletín con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. Sacudió la cabeza como un perro saliendo del agua y esbozó una sonrisa que más bien pareció una mueca.

—Lo siento, profesor, pero es que esta tarde no me encuentro muy bien —dijo sin faltar a la verdad—. Creo que debo estar incubando un resfriado. El clima de Barcelona es tan distinto a éste… —añadió para tranquilizar al alarmado profesor.

Al oír la palabra
clima
, el profesor Baxter se relajó de forma visible. Julia sonrió para sus adentros. No había nada que sosegara tanto y permitiera que un británico conversara con cualquier otro ser humano que las similitudes y diferencias de los climas. La cháchara que inició a continuación el profesor sobre tan fascinante tema permitió a Julia recobrar un poco la compostura, ayudada en gran medida por el té que apareció como por arte de magia un instante después.

Cuando hubo recuperado el control, posó la taza vacía sobre el minúsculo rincón de la mesa que había despejado el profesor y se aclaró la garganta. No sabía si lo que estaba a punto de hacer tenía algún sentido, pero los nuevos datos requerían nuevas acciones. Con manos un poco temblorosas abrió el maletín que reposaba sobre su regazo y extrajo la fotocopia del microfilme que había conseguido en la hemeroteca de
The Times
y que mostraba el artículo de la tablilla de piedra hallada en la isla de Oak.

—Profesor —dijo aprovechando una pausa que hizo éste para recobrar el aliento—, ¿me permite mostrarle algo?

El anciano profesor, un poco desconcertado por el repentino cambio de tono de su joven interlocutora, se limitó a asentir con la cabeza y se ajustó de nuevo las gafas.

—Mire esto —le dijo al tiempo que le pasaba la hoja y le explicaba su procedencia de forma breve—. Me temo que esto contradice un poco su teoría —añadió con toda la suavidad que pudo.

La expresión del profesor al leer el artículo se iba alternando entre la sorpresa y la confusión, debidas con toda seguridad al hecho de que un momento antes había dicho que aquello no eran fonemas sino garabatos sin sentido ni trascendencia que ahora veía refutado por la innegable competencia de un diario considerado uno de los faros de la prensa británica. A medida que iba avanzando en la lectura del artículo, el profesor lanzaba ojeadas a la fotocopia del medallón, frunciendo la frente y los labios en muecas de disgusto casi imperceptibles, parecidas a un tic nervioso. Cuando terminó la lectura, depositó la hoja sobre la mesa con lentitud y se quedó mirando fijamente a Julia. Ella intentó sostener la mirada, pero finalmente bajó los ojos. Al cabo de lo que le pareció una eternidad, lo oyó carraspear.


Miss
Andrade, creo que le debo una disculpa.

Al levantar la vista, Julia se encontró con la mirada del profesor. El tono de la frase era neutro pero pudo detectar un ligero matiz áspero, como si le hubiese costado decir las palabras.

Era obvio que para un hombre de su posición admitir que se había equivocado no era fácil y mucho menos frente a una
spaniard
casi desconocida, una marchante de arte, sin credenciales ni clase social distinguida. Julia esperó en silencio, perfectamente consciente de que la situación estaba en un momento crítico y que cualquier cosa que dijera podría ser malinterpretada como una provocación o, peor aún, como una burla. Su experiencia con el público le decía que el profesor debía tomar una decisión por sí mismo y que cualquier atisbo de condescendencia o de actitud arrogante por su parte podía terminar con aquella frágil relación que ahora necesitaba de forma desesperada.

Un nuevo trueno retumbó en la lejanía. El repiqueteo de la lluvia en la ventana se intensificó y Julia se dio cuenta de que el único sonido que se oía en aquellos instantes era el monótono
tic tac
de un reloj que debía estar oculto en alguna parte de la gran estantería que tenía el profesor a su espalda.

Casi saltó de la silla cuando el profesor se inclinó hacia adelante y apoyó los brazos sobre la mesa.

—Francamente, estoy un poco avergonzado —dijo él con una voz extrañamente queda—. Debería salir más a menudo de este maldito despacho y ver qué está pasando ahí fuera. En esta parte del mundo a veces creemos que todo lo que no nos sucede no existe.

Julia persistió en su silencio, permitiéndose una ligerísima sonrisa de aliento y comprensión. Estaba convencida de que la balanza se había decantado claramente a su favor, pero todavía no era prudente demostrarlo. El manual decía que el pez debía morder el anzuelo por completo antes de recoger el sedal. El profesor volvió a coger el artículo del diario con una mano y la fotocopia con la otra, y se recostó en la silla, haciéndola crujir de un modo alarmante. Como si Julia no estuviera presente, el profesor empezó a murmurar para sí, mientras sus ojos iban de un papel a otro con la rapidez de una serpiente.

—Bien —exclamó por fin el profesor, con un tono mucho más distendido y un suspiro que pareció un bufido—, ¿cree que todavía puedo serle de utilidad a pesar de mi absoluta arrogancia?

BOOK: Despertando al dios dormido
7.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

REMEMBER US by Glenna Sinclair
How to Score by Robin Wells
Winning Back His Wife by Ewing, A. B.
Simply Shameless by Kate Pearce
The Enchantment by Betina Krahn
Against the Wind by Madeleine Gagnon
A Young Man's Heart by Cornell Woolrich
A Warrior's Revenge by Guy Stanton III