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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (24 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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Por un momento, Viana acarició la idea de ir con Uri. Se sentía a gusto con él y sabía que, si abandonaba el campamento y lo dejaba atrás, aunque fueran pocos días, lo iba a echar mucho de menos. Pero la sensatez se impuso y la joven comprendió que, fuera de los límites del bosque, Uri llamaría mucho la atención. Además, sabía que Dorea cuidaría bien de él.

De modo que Viana optó por hablar con Airic. Dudó mucho antes de tomar esta decisión, porque el muchacho era todavía muy joven y, si aceptaba, probablemente tendrían que partir sin pedir permiso a su madre. Sin embargo, Airic había demostrado tener ingenio y muchos recursos, y eso era lo que Viana necesitaba. No pensaba tomar el castillo por la fuerza, sino entrar en él mediante algún tipo de ardid. Y un chico como Airic despertaría menos sospechas que un adulto.

Así que, una tarde, Viana y uri se acercaron al muchacho, que estaba tallando flechas.

—Airic, ¿tienes un momento? Me gustaría proponerte algo.

Él dejó inmediatamente lo que estaba haciendo.

—Claro, mi señora, faltaría más.

—No, no, puedes seguir con tu trabajo —lo tranquilizó ella—. Solo necestito que me escuches y me des una respuesta, ¿de acuerdo?

Airic asintió, intrigado.

—No sé si sabes que tuve que marcharme de mi casa de una forma un tanto precipitada —comenzó Viana—. No me refiero a Torrespino, sino a la casa de mi padre, el duque de Coven de Rocagrís, que cayó en la batalla contra los bárbaros. Pues bien… Harak ka entregado la propiedad de mi familia a uno de los suyos, y yo quisiera regresar para recuperar algo que dejé escondido allí.

A pesar de las indicaciones de Viana, Airic no pudo evitar dejar las flechas a un lado para mirarla con los ojos brillantes.

—¿Regresar a Rocagrís, mi señora? ¿De qué manera? ¿Y qué es eso que quereis ir a buscar? Si se puede preguntar —añadió rápidamente, temiendo haber sido demasiado indiscreto.

Viana sonrió.

—Se trata de las joyas de mi madre, que en paz descanse —respondió—. Significan mucho para mí, y no quiero que caigan en manos de bárbaros.

—Por supuesto que no —coincidió Airic, escandalizado ante la idea—. Iremos a buscarlas, mi señora. ¿Atacaremos el castillo?

—Me temo que no, Airic. Lobo no querrá descubrir nuestras fuerzas tan pronto, ni estará de acuerdo en que vaya a recuperar lo que es mío, de modo que tendré que hacerlo sola. Conozco bien el castillo donde me crié. Encontraré un modo de entrar y salir sin que nadie me descubra. Pero necesitaré que alguien me acompañe. ¿Querrías hacerlo tú?

—¡Por supuesto, mi señora! —respondió el chico, dando un salto—. ¡Ya sabéis que podéis contar conmigo para lo que haga falta! Soy vuestro más leal y sincero servidor.

—No me cabe duda —sonrió Viana, conmovida—. Pero será peligroso, y me pregunto qué le voy a decir a tu madre si algo te sucediera.

—Soy casi un hombre —replicó él, algo ofendido—. Sé cuidar de mí mismo, y mi madre tiene que aceptarlo.

Viana tenía alguna duda al respecto, pero la desechó rápidamente al ver su entusiasmo. Hizo una pausa para pensar en los detalles de su plan. Su mirada se detuvo en un extremo del campamento, donde pastaban varios caballos que los rebeldes habían robado de las cuadras de Robian. Los habían utilizado en una incursión reciente y, por lo que Viana sabía, no tenían intención de organizar otra hasta varios días después. Una idea cruzó su mente.

—¿Sabes montar a caballo? —le preguntó a Airic. Él vaciló.

—No muy bien, pero puedo aprender sobre la marcha.

Viana sospechó que, en realidad, no sabía montar en absoluto. No era extraño, tratándose de un muchacho de origen humilde.

—Tendrá que bastar con eso —suspiró Viana—. Si vamos a pie, tardaremos mucho más. Pero Rocagrís está a dos días a caballo. Necesitaremos, pues, víveres y monturas para el viaje. Tomaremos un par de caballos prestados —añadió en voz baja.

Se estremeció al decirlo. No podía creer que fuera a regresar por fin.

Airic siguió la dirección de su mirada y entendió en seguida cuáles eran sus planes. Asintió.

—Entonces, ¿él no viene con nosotros? —preguntó, señalando a Uri.

—No, él no viene. La gente se fijaría en su aspecto, y nos conviene pasar desapercibidos.

—Mejor —opinó el joven, satisfecho.

Uri los miraba alternativamente, tratando de comprender la conversación. Cuando se alejaron de Airic, con la promesa de volver a reunirse por la noche para ultimar los preparativos, Uri se dirigió hacia ella, vacilante.

—¿Tú… viaje? —inquirió—. ¿Dónde?

—A casa —respondió ella sonriendo.

—¿Casa? —repitió Uri, señalando a su alrededor.

—No, Uri, esto no es mi casa. Unas personas me echaron de mi hogar, y ahora quiero regresar.

—¿Yo… no voy contigo?

—No, Uri, esta vez no. Pero no te preocupes; volveré pronto. No me marcho para siempre.

—Para siempre —repitió Uri, paladeando la expresión—. ¿Por qué… yo no voy contigo?

Viana se detuvo, tratando de organizar sus ideas. Era largo de explicar.

—Porque eres diferente —dijo, acariciando su extraño pelo—. Y yo voy a un lugar donde hay muchas personas. Personas como yo y Airic. Pero no como tú.

Uri entornó los ojos y meditó aquella información.

—¿Personas… como tú? ¿Muchas? —quiso saber. Paseaba la mirada por el campamento, y pareció asombrado al descubrir que había más gente en alguna parte. Más personas, además de aquellas a las que conocía.

—Muchas más —confirmó Viana. Uri alzó la cabeza con decisión.

—Yo voy contigo —afirmó.

—No, Uri, no puedes. En este viaje necesito que nadie se fije en mí. Que nadie me mire —trató de explicarle—. Y tú eres diferente. La gente me mirará. Y yo no podré esconderme de mis enemigos.

—¿Enemigos? —repitió Uri.

—Gente mala —definió Viana; pensó que también tendría que explicarle aquello, pero, ante su sorpresa, Uri asintió lentamente y con seriedad, como si comprendiera el concepto incluso mejor que ella.

—Gente mala —repitió.

Tomó la mano de Viana y la alzó para contrastarla con la suya. Solía hacerlo a menudo: unir piel con piel para observar las diferencias entre la suya, parda y moteada, y la de ella, que había sido blanca y fina, pero que la vida al aire libre había bronceado.

—Gente mala… no debe mirar.

—Me alegro de que lo entiendas —dijo ella con sinceridad.

Pero él parecía angustiado, y Viana no sabía si se debía a su inminente separación o al hecho de que existieran personas malvadas de las que había que esconderse.

—Volveré, de verdad —le prometió—. Serán solo unos pocos días.

Uri tomó sus manos y la instó a mirarlo a los ojos.

—Yo… tengo que ver.

—¿Qué es lo que tienes que ver?

—Gente mala —respondió él.

—¿A la gente mala? —repitió ella con sorpresa—. ¿A qué te refieres? ¿A mis enemigos, los bárbaros? ¿O es que tú también tienes enemigos?

Uri parecía confuso, y Viana se dio cuenta de que no había entendido del todo la pregunta.

—Yo… viaje. A casa de muchas personas. De los enemigos.

—Quieres ir fuera del bosque —comprendió Viana—. A donde hay más gente. Donde están los bárbaros. ¿Por qué? ¿Para qué?

Pero la respuesta del muchacho fue tan extraña que no supo interpretarla: alzó las manos y dio una vuelta sobre sí mismo, para que ella lo viera bien.

—No lo entiendo, Uri.

Él sacudió la cabeza, como si desistiera de tratar de explicárselo. Y Viana no insistió.

Airic y Viana organizaron el viaje rápida y discretamente y, apenas tres días más tarde, cuando rayaba el alba, salieron sigilosamente del campamento, arrastrando tras de sí dos de los caballos de los rebeldes. Viana sabía que Lobo los echaría de menos, pero esperaba que no adivinara lo que se proponía hasta que estuviesen bien lejos. Se preguntó una vez más si no sería un plan descabellado. Pero no parecía mucho más peligroso que adentrarse en el Gran Bosque y, después de todo, no había salido tan mal parada.

Justo en los lindes de la floresta se encontraron con Uri, que los estaba esperando.

—¿Qué haces aquí? —inquirió Viana, un tanto desconcertada, temiendo que el joven quisiera compañarlos.

—Yo… digo adiós —respondió Uri, moviendo una mano en señal de despedida.

—Entiendo —asintió ella, emocionada por su gesto.

—Mi señora, no tenemos mucho tiempo —protestó Airic.

—Será solo un momento.

Se acercó a Uri y, tragando saliva, le apartó el pelo de la cara con una caricia.

—No te preocupes por mí, Uri. Volveré, te lo prometo. Pórtate bien y cuida de todos, ¿vale?

—Tú… vuelves. Y enseñas. Yo hablo mejor. Y puedo hablarte a ti.

—¿Quieres hablarme? ¿Qué quieres contarme?

—Mucho —dijo él con fervor, y Viana entendió que se sentía frustrado y limitado por su escaso conocimiento del lenguaje.

El corazón le latió un poco más deprisa. ¿Quería decir aquello que Uri estaba empezando a recordar retazos de su pasado perdido? Acarició la idea de retrasar su viaje, pero comprendió que no podía dejar pasar la oportunidad de marcharse ahora que lo tenía todo dispuesto.

—Claro que sí, Uri —le dijo—. Volveré y seguiremos practicando, y me contarás muchas cosas.

—Después —prosigió él—, vamos a la casa de mucha gente.

Viana no tenía tiempo de discutir con él ni de decirle de que, con su aspecto, lo más probable es que jamás pudiera salir del bosque.

—Claro, Uri. Cuando vuelva.

—Tú vuelves —repitió él, y la abrazó con fuerza.

Viana hundió la cabeza en su hombro, ante la mirada desaprobadora de Airic, y permitió que él la estrechara un breve instante.

—Yo vuelvo —le prometió.

Después, ambos se separaron —sus manos quedaron prendidas un momento antes de desligarse por completo— y la muchacha dio la espalda al bosque, y al muchacho que había encontrado en él, para dirigirse al hogar familiar, sin estar segura de si iba a poder cumplir su promesa.

Capítulo X

Que trata de puercos, joyas y viejas amistades.

Así, Airic y Viana, regresaron a la civilización, aunque viajaban con cautela, procurando no dejarse ver demasiado; después de todo, Viana seguía siendo una proscrita. Pero aun así podía hacerse pasar por un muchacho cualquiera y viajar libremente por los caminos, incluso saludar a los campesinos que pasaban en sus carromatos. Iba siempre con la capucha calada hasta los ojos, y tuvo la suerte de que el tiempo no fuese del todo favorable, con nubes y ligeras lloviznas, puesto que habría parecido extraño verla cubierta bajo un sol radiante.

Pese a todo ello, Viana añoraba a Uri y a sus amigos del bosque, incluido Lobo. Sí, era estupendo poder cabalgar bajo el cielo abierto, pero a veces también echaba de menos la protección y la seguridad que le daba el laberinto de árboles en el que había aprendido a vivir.

El viaje se desarrolló sin demasiados incidentes. En una ocasión tuvieron que ocultarse en un pajar para que no los descubriera una patrulla de bárbaros, y en otra optaron por bordear una población importante para evitar que alguien pudiera reconocer a la joven que había desafiado al gran rey Harak. Viana sabía que mucha gente la apoyaba en secreto, pero también había otros que no dudarían en venderla a los bárbaros a cambio de la suculenta recompensa que ofrecían por su cabeza.

Por fin, una tarde, llegaron hasta las inmediaciones de Rocagrís. Descabalgaron en un bosquecillo de abedules y se asomaron a un recodo del camino desde el que se vislumbraba su destino.

Viana parpadeó para contener las lágrimas. Había abandonado aquel lugar año y medio atrás. Se le antojaba una eternidad y, sin embargo, parecía que nada había cambiado. Si acaso, la hiedra de los muros había crecido y nadie se había ocupado de arreglar los desperfectos que se apreciaban en el tejado del torreón, probablemente causados por las nieves del invierno. La muchacha suspiró.

Era consciente de que muchos sirvientes habrían abandonado el castillo al conocer la suerte de sus amos. Pero otros se habían quedado, y Viana esperaba que lo hubieran hecho por fidelidad a su familia. Ahora obedecían a los bárbaros que habían ocupado el lugar de los ausentes, pero quizá quedara en ellos una pizca de lealtad hacia la memoria del duque. En un momento de apuro, la complicidad de un criado podría ser clave para el éxito de su empresa.

—¿Qué hacemos, mi señora? —preguntó Airic.

Viana tardó un poco en contestar. Seguía contemplando el castillo, tratando de no dejarse llevar por la melancolía. El portón aún se encontraba abierto; no lo cerrarían hasta que se hiciera de noche. Sin embargo, había un guardia apostado en la entrada, rascándose la barba indolentemente. Viana se mordisqueó el labio inferior, pensativa.

—Se me ocurrirá algo —dijo por fin—. Lo importante es no despertar sospechas. Si pudiésemos entrar al anochecer, cuando los bárbaros estén cenando, podría llegar hasta mi antigua habitación sin que nadie lo advirtiera. Pero para eso debo estar dentro antes de que cierren las puertas.

Airic no respondió, pero se quedó mirándola, con una fe ciega en ella. Viana se sintió un poco incómoda, aunque procuró no dejarlo traslucir. Era cierto que había llegado hasta allí sin contar con un plan; sin embargo, confiaba en que encontraría la forma de llevar a cabo sus propósitos. Lo que sí tenía claro era que no pondría a Airic en peligro; lo había traído solo como apoyo y no tenía la menor intención de hacerle entrar en una fortaleza llena de bárbaros.

En aquel momento resonó por el bosque el sonido de un cuerno que trajo a Viana multitud de recuerdos: tardes de invierno junto al fuego, tardes de verano en el jardín trasero, tardes de otoño frente a la ventana, contemplando la puesta de sol. Aquel cuerno sonaba solo por las tardes.

¿Qué era?

Se dio vuelta, dispuesta a desvelar el misterio, y se internó entre los abedules.

No tardó en escuchar el mismo sonido, y en esta ocasión lo reconoció apenas un instante antes de que una manada de formas oscuras se desparramara por la ladera de una pequeña loma.

—Solo son cerdos —dijo Airic decepcionado.

Pero Viana sonrió. Detrás de la piara apareció ladrando un perro mestizo, y tras él, silbando, aún con el cuerno colgado del cinto, caminaba el porquerizo, un muchacho pelirrojo, alto y desgarbado.

—Son mucho más que cerdos —dijo la joven—. Son nuestro pasaje al interior del castillo.

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