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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (27 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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—Toma —le dijo tendiéndole los guantes de cuero que llevaba en el zurrón—. Póntelos; así no te despellejarás las manos.

Belicia obedeció. Después respiró hondo y se colgó de la cuerda.

Su cuerpo se balanceo peligrosamente sobre el vacío y la muchacha no pudo evitar lanzar un grito de miedo.

Viana se agachó inmediatamente. Uno de los guardias estaba mirando hacia su posición. Por fortuna, desde allí no podía ver a la joven que colgaba de la cuerda, por la parte exterior de la muralla.

El bárbaro mantuvo la vista fija en el adarve durante un instante eterno. Después volvió a su partida de dados.

Viana respiró hondo y se asomó para ver qué tal le iba a Belicia. La muchacha parecía a punto de dejarse caer.

—No puedo más, Viana —jadeó.

—Tranquila. Baja poco a poco, ¿de acuerdo? Deja que tus manos se deslicen por la cuerda; llevas guantes, no te harás daño.

Lenta, muy lentamente, Belicia descendió por la soga. Pero sus brazos no aguantaron la tensión y, cuando apenas le faltaban un par de metros para llegar al suelo, se dejó caer.

Aterrizó como un fardo en los matorrales que crecían al pie de la muralla. En esta ocasión, su exclamación de miedo y sorpresa se oyó con más claridad en la noche.

Viana echó un vistazo preocupado hacia la entrada principal. Los dos guardias estaban de pie y miraban fijamente en su dirección. Respiró hondo.

—¡Corred, vamos, montad! —les gritó a sus amigos desde lo alto de la muralla. Entonces, sin molestarse ya en permanecer oculta, se incorporó y se dispuso a descender por la soga.

—¡Eh! —gritó uno de los guardias; después lanzó una maldición que Viana no entendió.

Pero no se detuvo. Calculó que los bárbaros tardarían unos minutos en dar la alarma y bajar el portón para perseguirlos, y ella no necesitaba más para descender por la cuerda. Esperaba que, entre tanto, Belicia y Airic estuvieran preparados para partir.

Se deslizó por la cuerda tan deprisa como pudo. Reprimió una exclamación de dolor al sentir que la fricción despellejaba las palmas de sus manos, pero no se detuvo. No había tiempo.

Cuando por fin alcanzó el suelo, Airic ya montaba uno de los caballos, y había ayudado a Belicia a subir al otro. Viana reprimió una maldición al ver que la muchacha montaba de lado, como correspondía a una dama. Ella misma había empezado a cabalgar a horcajadas tras su huida del castillo de Holdar, pero no había contado con que Belicia no había tenido ocasión de aprender. Montó delante de ella y deseó que fuera capaz de aguantar la desesperada fuga que los aguardaba.

—Agárrate bien —le dijo—. ¡Nos vamos!

Sintió los brazos de Belicia sujetos en torno a su cintura y espoleó a su montura con fiereza.

Justo cuando los caballos partían al galope, oyeron voces tras ellos. Viana sintió que se le paraba el corazón: los bárbaros no se habían molestado en perder el tiempo con el portón: habían subido al adarve y los observaban desde las murallas. Pronto, los fugitivos oyeron silbar flechas a su alrededor.

—¡Más rápido, más rápido! —gritó Viana. Debían ponerse fuera del alcance de los proyectiles cuanto antes.

No había terminado de decirlo cuando sintió un dolor punzante en el hombro que le hizo lanzar un grito y soltar las riendas. Belicia chillo, asustada. Sobreponiéndose, Viana luchó por recuperar el control del caballo. Ante ella, Airic cabalgaba como podía, tratando de mantenerse sobre el lomo del animal, y ambos no eran más que una sombra fugaz entre los árboles. «No podemos quedarnos atrás», pensó la muchacha.

Clavó los talones en los flancos del caballo con todas sus fuerzas, sin preocuparse más por la flecha que sobresalía de su hombro izquierdo. Ya tendría ocasión de curarse cuando estuvieran a salvo.

Y justo cuando alcanzaban la primera fila de árboles, justo cuando creía que lo habían conseguido, una última flecha silbó en la noche y detuvo su trayectoria de improviso. Viana oyó un jadeo de dolor y una voz temblorosa a su espalda.

—Creo… creo que me han dado…

Capítulo XI

En el que Viana experimenta muchos sentimientos intensos y discordantes en un espacio muy corto de tiempo; también se narra aquí la verdadera historia de Lobo y de cómo perdió su oreja, junto con otros acontecimientos de gran importancia para este relato.

Viana sintió como si una garra de hielo le aferrase el corazón. No se atrevió a detener el caballo, pero notó que el brazo de Belicia perdía fuerza y la muchacha se deslizaba hacia el suelo. La aferró como pudo, pero su situación no era muy favorable. Con el caballo al galope y un brazo inmovilizado, apenas podía sostener el cuerpo de Belicia y dominar a su montura al mismo tiempo.

—¡Airic! —gritó—. ¡Estamos heridas!

El muchacho frenó su caballo a duras penas, un poco más allá. No debían detenerse, porque Heinat y los suyos pronto saldrían en su persecución, pero no tenían más remedio.

Con un supremo esfuerzo, Viana detuvo su montura junto a la de él.

—¡Mi señora…! —exclamó el muchacho, horrorizado.

Viana hizo caso omiso de la flecha que aún sobresalía de su hombro izquierdo.

—¡No hay tiempo! Ayúdame, lleva tú a Belicia.

Sostuvo a su amiga como pudo. Se le encogió el estómago al ver que tenía una flecha clavada en la espalda.

Una mancha escarlata teñía su camisón, cuya blancura había supuesto una diana perfecta en la oscuridad de la noche.

—Belicia… no… —susurró Viana con voz ronca.

La muchacha yacía yerta entre sus brazos, pálida como un fantasma, pero todavía respiraba. Viana sabia que sería peor tratar de arrancar la flecha.

—Ten mucho cuidado —imploró a Airic cuando este subió a Belicia a su caballo.

—Señora, es muy difícil que sobreviva a una herida como esta.

Viana sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos, pero no podía permitirse llorar. No en aquel momento. No hasta que estuviesen a salvo.

—¡Lo conseguirá! —replicó con fiereza—. Sujétala bien y escapad de aquí. Yo tratar de distraerlos —añadió, volviendo la cabeza hacia el camino; desde detrás del recodo, se oían ya los cascos de los caballos acercándose—. Nos encontraremos en la granja abandonada que hay a las fueras del próximo pueblo.

—Tened cuidado, Viana —dijo Airic muy serio, antes de picar espuelas y salir disparado con Belicia a cuestas. No iba muy seguro, pero que al menos lograba mantenerse sobre el caballo y sostener el cuerpo de la fugitiva al mismo tiempo. Viana deseó que fuera capaz de conducirla sin contratiempos hasta el lugar de la cita.

La joven aguardó un instante hasta que sus compañeros se perdieron en la oscuridad. Entonces, y justo antes de que los bárbaros doblaran el recodo, hizo dar media vuelta al caballo y lo lanzó por una senda perpendicular al camino principal. Volvió la vista atrás para asegurarse de que los barbaros iban tras ella, y se sintió satisfecha al comprobar que así era.

Fue una noche larga y angustiosa, pero Viana logró esquivar a sus perseguidores porque su caballo era ligero y veloz, y ella no suponía un gran peso para él. Sin embargo, los enormes bárbaros montaban imponentes caballos de guerra que, a pesar de su evidente fuerza y poderío, eran considerablemente más lentos.

Al amanecer llegó a la granja abandonada donde se había citado con Airic. No tardó en verlo aparecer.

—¿Te siguen? —le preguntó, ayudándolo a descargar el cuerpo inerte de Belicia.

—Creo que no —jadeó él.

Viana asintió. Se inclinó con ansiedad sobre el rostro de Belicia para comprobar que seguía respirando. Su piel, blanca como la cera, hacía presagiar lo peor; sin embargo, aún le quedaba un hálito de vida.

—Rápido, hay que curarla —dijo.

La llevaron hasta lo que quedaba del establo y la tendieron bocabajo encima de una manta que Airic desplegó sobre un monto de paja. Viana le desgarró el camisón teñido de rojo y examinó su herida con precaución. La flecha estaba hundida justo debajo del omóplato derecho, y Viana comprendió que no sería capaz de extraerla sin ayuda.

—Ayúdame a romperla —le pidió a Airic, con un nudo en la garganta—. Por aquí, justo encima del orificio de la entrada.

Quebraron la flecha con sumo cuidado. Belicia se estremeció y dejo escapar un gemido. Viana se apresuro vendarle la herida como mejor supo. Deseó que la punta de la flecha, alojada todavía en el interior del cuerpo de su amiga, no hubiese causado daños irreparables. Sin embargo, la expresión de Airic no invitaba al optimismo.

—Aguanta, Belicia —susurró—. Pronto estarás a salvo.

Pero su amiga no podía escucharla.

—Viana, vos también estáis herida —dijo Airic.

Ella no respondió. Sabía que Belicia estaba mucho más grave; sin embargo, no podía seguir ignorando la flecha que sobresalía de su hombro. Le dolía mucho y no le permitía mover el brazo izquierdo. Además, corría el riesgo de infectarse, y en tal caso sí podría ser mortal.

De modo que suspiró, se quitó el jubón como pudo y se arrancó la manga de la camisa con la otra mano. Después se arrodilló en el suelo.

—Adelante —le dijo a Airic—, sácala.

El muchacho se puso lívido.

—¿Estáis segura señora?

Viana asintió.

—No ha atravesado ninguna zona vital, así que no hay motivo para dejarla adentro. Si no sale a la primera, retuércela en círculos mientras tiras de ella.

Ella también palideció mientras lo decía, pero no tenía otra opción. Se puso el cinturón entre los dientes y lo mordió con fuerza, aguardando el tirón.

Airic lo hizo lo mejor que pudo, pero Viana no pudo evitar aullar de dolor. Por fortuna, la flecha salió con relativa facilidad. Aun así, la muchacha se dejó caer en el suelo, temblando y casi a punto de perder el sentido. Airic lavó y vendó la herida y le dio agua a Viana, que poco a poco fue sintiéndose mejor.

—¿Creéis que podéis cabalgar? —le preguntó el chico.

Viana tragó saliva. Aún se sentía muy débil, y el hombro le dolía como si le hubiesen prendido fuego, pero de todas formas dijo:

—Tendré que poder. Hemos de llevar a Belicia a casa cuanto antes.

Confiaba en que, cuando llegara al campamento de los rebeldes, alguien sería capaz de extraer la flecha adecuadamente. Había allí soldados y guerreros que tenían experiencia en heridas de ese tipo.

Se pusieron en marcha sin permitirse siquiera un descanso para comer o echar una cabezada. Debían regresar al bosque cuanto antes.

Era ya noche cerrada cuando alcanzaron las lindes del gran bosque, y aún tardaron un poco más en llegar al campamento. Cada paso que daban hacia su destino le parecía una eternidad. Cuando Airic y Viana cargaron con Belicia porque la maleza era ya demasiado cerrada para permitir el paso de los caballos, tuvieron la sensación que ya no respiraba; pero ninguno de los dos lo dijo en voz alta.

Finalmente llegaron al claro donde se hallaba el campamento de los proscritos. Viana suspiró, aliviada, al comprobar que aún quedaban algunos hombres junto a la hoguera.

Los momentos posteriores fueron muy confusos. Voces, exclamaciones de preocupación, la frágil silueta de Belicia mientras la llevaban en volandas hasta la cabaña de las mujeres…

Viana esperó junto a la hoguera, muerta de miedo. Minutos después, vio salir a Dorea entre un velo de lágrimas. El rostro triste de la mujer le reveló la verdad antes de que ella negara con la cabeza.

Viana dejó escapar un grito y se precipito al interior de la cabaña. Contempló el rostro blanco de Belicia, enmarcado de rizos castaños, sin ser capaz de reaccionar.

—Es demasiado tarde, Viana —dijo entonces Lobo a su espalda—. No hemos podido hacer nada por ella.

—No puede ser —susurró la muchacha—. ¡No puede ser!

Abrazó con fuerza el cuerpo de su amiga, sollozando. Su corazón ya no latía. Su piel empezaba adquirir la implacable frialdad de la muerte.

—No puede ser —seguía repitiendo Viana—. Belicia, no, tú no…

—Lo siento mucho —dijo Lobo, colocando una mano sobre su hombro sano.

Pero Viana no quería consuelo. Lo único que deseaba era que su amiga volviese a respirar.

Aunque eso, naturalmente, era imposible.

Se quitó de encima a Lobo, se secó las lágrimas y salió de la cabaña porque tenía la sensación de que se ahogaba ahí dentro. Ya en el claro, se detuvo un momento, pero tampoco soportaba las miradas de los demás porque sentía que se clavaban acusadoramente en su alma.

«Sí, es culpa mía», pensó, «si no hubiese vuelto a Rocagrís, si no hubiese tratado de salvar a Belicia… ella todavía seguiría viva».

—Mi señora… —murmuró Airic.

Pero ella sacudió la cabeza y se alejó a paso ligero, luchando por contener las lágrimas.

Nadie la siguió.

Se internó entre los árboles, agradeciendo la soledad y el silencio del bosque, y avanzó hasta llegar al arroyo. Y, allí sí, se echó a llorar desconsoladamente.

Se quedó un buen rato en cuclillas junto a la orilla, sollozando. Se sentía muy miserable.

«¿Cómo puede ser?», se pregunto. «Todo lo que intento me sale mal. Si escapé de los barbaros fue gracias a Dorea, pero yo… nunca he hecho nada que valga la pena. Siempre que actúo por mi cuenta, todos mis planes se vuelven del revés. Qué tonta he sido…creyendo que tenía algún poder sobre mi destino. Y ahora la pobre Belicia está muerta por mi culpa».

—Viana —oyó una voz tras ella—. Estoy contento porque has vuelto.

La joven volvió la cabeza y, bajo la luz de la luna, descubrió una silueta que conocía muy bien.

—Uri —suspiró—. Yo también me alegro de verte.

Había estado fuera solo tres días, pero en aquel momento se dio cuenta que, en efecto, lo había echado mucho de menos.

Y en tan poco tiempo, él había aprendido a hablar mejor. Aquel muchacho nunca dejaría de sorprenderla.

El chico se sentó junto a ella.

—¿Estás bien? ¿Qué te pasa? —le preguntó con dulzura.

—Estoy triste —confesó Viana—. He perdido a mi mejor amiga.

Antes de que se diera cuenta, le estaba relatando todo lo que había sucedido durante su viaje. Uri la escuchaba con el seño fruncido y el semblante reconcentrado, y Viana dedujo que no entendía muy bien lo que le estaba contando. Era lógico, se dijo ella. Conceptos como «castillos» o «joyas» resultaban desconocidos para él. Tampoco estaba segura que aquel muchacho, en su inocencia comprendiera de qué quería salvar a Belicia exactamente. Sin embargo, no dejó de hablar. Le hacía mucho bien saber que alguien la estaba escuchando sin juzgarla.

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