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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (41 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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Él se iba, huía de su peligrosa desnudez agazapada.

—¿Se ha perdido mi camisón? —dijo ella.

Él metió la mano bajo la sábana y sacó el pedacito de seda ligera.

—Sabía que tenía seda en los tobillos —dijo él. Pero el camisón estaba casi roto en dos pedazos.

—No importa —dijo ella—. Realmente éste es su sitio. Lo dejaré aquí.

—Sí, déjalo, podré ponérmelo entre las piernas por la noche para que me haga compañía. ¿No tiene nombre ni marca, no?

Ella se puso la prenda rasgada y siguió sentada, mirando ausente por la ventana. La ventana estaba abierta, entraba el aire de la mañana y el ruido de los pájaros, que pasaban volando continuamente. Luego vio a Flossie correteando. Era por la mañana.

Le oyó abajo encendiendo el fuego, sacando agua con la bomba y saliendo por la puerta trasera. Poco a poco empezó a llegar el olor de panceta y por fin llegó él escaleras arriba con una enorme bandeja negra que apenas pasaba por la puerta. Dejó la bandeja sobre la cama y sirvió el té. Connie se acuclilló con su camisón rasgado y se lanzó hambrienta sobre la comida. Él se sentó en una silla con el plato en las rodillas.

—¡Qué bueno está! —dijo ella—. Qué maravilla desayunar juntos.

Él comía en silencio, pensando en lo rápido que pasaba el tiempo. Aquello la hizo recordar.

—¡Cómo me gustaría poderme quedar contigo y que Wragby estuviera a un millón de millas de aquí! Es de Wragby de lo que escapo en realidad. Y tú lo sabes, ¿no?

—¡Sí!

—¡Prométeme que viviremos juntos, una vida juntos, tú y yo! Me lo prometes, ¿no?

—¡Sí! Si podemos.

—¡Sí! Y podremos, podremos, ¿no? —se inclinó derramando el té y cogiéndole de la muñeca.

—¡Sí! —dijo él, secando la mancha de té.

—Es imposible que no vivamos juntos, ¿no? —dijo ella suplicante.

Él la miró con su mueca oscilante.

—¡Imposible! —dijo—. Sólo que tendrás que irte dentro de veinticinco minutos.

—¿Sí? —gritó ella. De repente él levantó un dedo, pidiendo silencio, y se puso en pie.

Flossie había dado un ladrido corto y luego tres ladridos largos y potentes de aviso.

En silencio puso su plato sobre la bandeja y bajó. Constance le oyó descender por el camino del jardín. Fuera se oía el timbre de una bicicleta.

—Buenos días, señor Mellors. Una carta certificada.

—¡Ah, sí! ¿Tiene un lápiz?

—Aquí tiene. —Hubo una pausa.

—¡Del Canadá! —dijo la voz del extraño.

—¡Sí! Un compañero mío que está en la Colombia Británica. No sé por qué la mandará certificada.

—A lo mejor le manda una fortuna.

—Pedirá algo más bien. —Pausa.

—¡Bueno! ¡Otro día estupendo!

—¡Sí!

—¡Buenos días!

—¡Buenos días!

Poco después llegó de nuevo a la habitación. Parecía enfadado.

—El cartero —dijo.

—¡Qué temprano! —contestó ella.

—Tiene que hacer la ronda; casi siempre aparece hacia las siete cuando viene.

—¿Te envía una fortuna tu amigo?

—¡No! Sólo unas fotos y papeles sobre un sitio allí en la Colombia Británica.

—¿Quieres ir allí?

—He pensado que quizás podríamos ir los dos.

—¡Sí! ¡Es una magnífica idea!

Pero estaba fastidiado por la visita del cartero.

—Malditas bicicletas, están encima de ti antes de que te des cuenta. Espero que no se haya enterado de nada.

—¿Y de qué podía enterarse, después de todo?

—Tienes que levantarte y prepararte. Voy a salir a echar un vistazo fuera.

Ella le vio ir a reconocer el camino con la perra y la escopeta. Bajó, se lavó y estaba lista cuando volvió él; había metido las pocas cosas que llevaba en la pequeña bolsa de seda.

Él cerró con llave y se pusieron en marcha, pero fueron por el bosque en lugar de seguir el camino. Se había vuelto precavido.

—¿No crees que vivimos para momentos como los de anoche? —le dijo ella.

—¡Sí! Pero también hay que pensar en el resto del tiempo —contestó él un tanto cortante.

Avanzaban por un sendero recubierto de maleza. Él iba delante, en silencio.

—Estaremos juntos y viviremos juntos, dime que sí —suplicó ella.

—¡Sí! —contestó él sin detener la marcha ni volverse a mirar—. ¡Cuando llegue el momento! Ahora vas a ir a Venecia o a no sé dónde.

Le seguía en silencio, con el corazón oprimido. ¡Qué duro se le hacía marcharse!

Él se detuvo por fin.

—Voy a cortar por aquí —dijo, señalando hacia la derecha.

Pero ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.

—Reservarás tu ternura para mí, dime que sí —susurró ella—. Me gustó tanto lo de anoche. Pero dime que reservarás tu ternura para mí.

Él la besó y la apretó un momento contra sí. Luego suspiró y volvió a besarla.

—Tengo que ir a ver si ha llegado el coche.

Se abrió camino entre las zarzamoras y los helechos, dejando un paso visible en la espesura. Estuvo ausente uno o dos minutos. Luego apareció de nuevo.

—El coche no ha llegado todavía —dijo—. Pero el carro del panadero está en la carretera.

Parecía inquieto y molesto.

—¡Escucha!

Oyeron llegar a un coche que tocaba suavemente la bocina al acercarse. Aminoró la marcha en el puente. Ella se metió desesperada por el paso que él había abierto en la maleza hasta llegar a un enorme matorral de acebo. Él estaba detrás, a su lado.

—¡Pasa por ahí! —dijo, señalando un agujero entre las ramas—. Yo me quedo aquí.

Ella le miró desesperada. Él la besó y se despidió. Connie, absolutamente desolada, se abrió camino entre el ramaje, atravesó la cerca de madera, cruzó a duras penas la pequeña zanja y llegó al camino, donde Hilda estaba saliendo del coche, preocupada por no verla.

—¡Ah, ya estás aquí! —dijo Hilda—. ¿Y él?

—No viene.

La cara de Connie estaba bañada de lágrimas al subir al coche con su pequeña bolsa. Hilda le alargó el casco de automovilista con las gafas.

—¡Póntelo! —dijo.

Connie se encasquetó el disfraz, luego se puso el largo guardapolvos y se sentó, disfrazada, todo gafas, inhumana, irreconocible. Hilda puso el coche en marcha con mano experta. Dejaron el camino y desaparecieron carretera abajo. Connie había mirado hacia atrás, pero no había rastro de él. ¡Cada vez más lejos! ¡Más lejos! Lloraba con amargura. La despedida había llegado tan de repente, de forma tan inesperada. Era como la muerte.

—¡Gracias a Dios que no le verás durante algún tiempo! —dijo Hilda, tomando un desvío para evitar Crosshill.

CAPITULO 17

—Mira, Hilda —dijo Connie tras la comida, cuando estaban ya cerca de Londres—, tú no has llegado a conocer ni la ternura ni la sensualidad de verdad: y si se llegan a conocer, y con la misma persona, la diferencia es enorme.

—¡Haz el favor y déjame en paz con tus experiencias! —dijo Hilda—. Todavía no he encontrado un hombre capaz de llegar a una verdadera intimidad con una mujer, de entregarse a ella. Eso es lo que yo he buscado. Me sobran su ternura en beneficio propio y su sensualidad. No quiero ser el juguetito de un hombre ni su
chair á plaisir.
He buscado una intimidad completa, y nada. Así que se acabó.

Connie pensaba en aquello. ¡Intimidad completa! Imaginaba que quería decir ponerse por completo al descubierto ante la otra persona y que la otra persona hiciera lo mismo con uno. Pero qué aburrido. ¡Y aquella relación entre un hombre y una mujer que consistía en que cada uno pensara en sí mismo todo el tiempo! ¡Era cosa de enfermos!

—Yo creo que piensas demasiado en ti misma todo el tiempo cuando te relacionas con alguien —le dijo a su hermana.

—Al menos creo que no tengo una naturaleza de esclava —dijo Hilda.

—¡Quizás sí! Quizás seas esclava de la idea que te has hecho de ti misma.

Hilda condujo en silencio durante algún tiempo ante aquella insolencia inaudita de una mocosa como Connie.

—Por lo menos no soy esclava de la idea que otra persona tenga de mí, de otra persona que es además criado de mi marido —replicó por fin, llena de ira.

—Pues no es así —dijo Connie con calma. Siempre se había dejado dominar por su hermana mayor. Ahora, aunque en algún lugar de su interior seguía llorando, estaba libre del dominio de otras mujeres. ¡Ah! Simplemente aquello era ya una liberación, como haber recibido una vida nueva: verse libre del extraño dominio y de las obsesiones de las demás mujeres. ¡Qué horribles eran las mujeres!

Estaba contenta de volver a ver a su padre. Siempre había sido su favorita. Ella y Hilda se alojaron en un pequeño hotel junto a Pall Mall y Sir Malcolm estaba en su club. Pero salió con sus hijas por la noche y ellas disfrutaron yendo con él.

Se conservaba atractivo y robusto, aunque algo asustado ante aquel mundo nuevo que iba surgiendo a su alrededor. Se había casado por segunda vez en Escocia con una mujer más joven que él y más rica. Pero trataba de disfrutar de tantas vacaciones sin ella como le fuera posible: como había hecho con su primera mujer.

Se sentó a su lado en la ópera. Era moderadamente vigoroso, de músculos llenos, pero todavía fuertes y en forma, los muslos de un hombre con dinero que había disfrutado de la vida. Su egoísmo alegre, su obstinada idea de la independencia, su sensualidad impenitente, le parecían a Connie reflejados en aquellos muslos estirados y fuertes. ¡Un hombre y nada más! Cosa triste, ahora iba envejeciendo. Porque en sus piernas viriles, fuertes y gruesas, no quedaba rastro de esa sensibilidad despierta, de esa capacidad de ternura que es la esencia misma de la juventud, algo que nunca muere si se ha tenido alguna vez.

Connie había despertado a la existencia de las piernas. Habían llegado a ser para ella más importantes que las caras, que han perdido mucho de su realidad. ¡Qué poca gente tenía piernas vivas y dispuestas! Observaba a los hombres de las primeras filas en el patio de butacas. Grandes muslos de tarta envueltos en paño negro de repostería, o finos palillos revestidos de funeral, o piernas jóvenes bien formadas pero vacías, sin sensualidad ni ternura ni sentimientos, una simple vulgaridad piernil en movimiento. Desprovistas incluso de una sensualidad como la que tenían las de su padre. Piernas acobardadas, expulsadas de la existencia.

Un acobardamiento que no afectaba a las mujeres. ¡El horroroso muslerío de la mayoría de las mujeres! ¡Realmente asombroso, suficiente en realidad para justificar el asesinato! ¡Palitos esmirriados! ¡Piernecillas consumidas en medias de seda, sin el menor rastro de vida! ¡Horroroso, cuántos millones de piernas sin sentido en un hormigueo sin sentido!

Pero no era feliz en Londres. La gente le parecía espectral y vacía. Les faltaba la alegría de la vida, por muy vivos y hermosos que parecieran. Todo era estéril. Y Connie sentía ese hambre ciega por la felicidad, por la certeza de la felicidad, típica de las mujeres.

En París, por lo menos, le pareció que quedaba algo de sensualidad. Pero era una sensualidad cansada y gastada. Erosionada por la falta de ternura. ¡Oh! Qué triste era París. Una de las ciudades más tristes: cansada de su sensualidad, que se había hecho mecánica; cansada de la tensión del dinero, dinero, dinero; cansada incluso de la envidia y el orgullo; mortalmente cansada, y no lo suficientemente americanizada o londonizada como para saber ocultar el cansancio bajo un frenesí mecánico. ¡Ah, aquellos machos presumiendo de hombres, aquellos
fláneurs
, aquellos mirones insinuantes, aquellos devoradores de buenas cenas! ¡Qué aburridos eran! Aburridos, gastados por falta de un poco de ternura dada y recibida. Las mujeres, eficientes, a veces encantadoras, sabían una cosa o dos sobre las realidades de la sensualidad: esa ventaja tenían sobre sus balbuceantes hermanas inglesas. Pero sabían aún menos que ellas de ternura. Secas, con esa tensión infinitamente seca del egoísmo, se marchitaban también. El universo humano estaba marchitándose. Quizás se volviera salvajemente destructivo. ¡Una especie de anarquía! ¡Clifford y su anarquía conservadora! Quizás dejara de ser conservadora dentro de poco. Quizás se transformara en una anarquía verdaderamente radical.

Connie descubrió que iba replegándose, que le daba miedo el mundo. A veces era feliz un momento, cuando estaba en el Boulevard, o en el Bosque de Bolonia, o en los jardines de Luxemburgo. Pero París estaba ya lleno de americanos e ingleses. Extraños americanos con los uniformes más raros, y los ingleses aburridos de siempre, tan molestos en el extranjero.

Le alegraba marcharse. De repente comenzó a hacer calor, así que Hilda decidió hacer el viaje por Suiza, por el Brennero y los Dolomitas y de allí a Venecia. A Hilda le encantaba decidir, conducir y ser la jefa del cotarro. A Connie le bastaba con tener paz.

Y el viaje fue realmente agradable. Sólo que Connie no dejaba de preguntarse: «¿Por qué no me importa nada? ¿Por qué no hay nada que me emocione? ¡Qué horror que ya no me importe ni siquiera el paisaje! ¡Espantoso! Pero no me importa. Soy como San Bernardo, que podía atravesar en barca el lago de Lucerna sin ver siquiera las montañas ni el verde del agua. Ya no me interesa el paisaje. ¿Por qué habría de mirarlo? ¿Por qué? Me niego.»

No, no descubrió nada vital ni en Francia, ni en Suiza, ni en el Tirol, ni en Italia. Se dejaba simplemente llevar de un lado a otro. Y todo le parecía menos real que Wragby. ¡Menos real que el espantoso Wragby! Se dio cuenta de que no le importaría no volver a ver nunca más Francia, Suiza o Italia. Wragby era más real.

¡En cuanto a la gente…! La gente era toda igual, con pocas diferencias. Sólo querían sacarle dinero a uno: o, si eran turistas, buscaban diversión a toda costa, como sacar sangre de una piedra. ¡Pobres montañas! ¡Pobre paisaje! Había que sacarles el jugo una y otra vez para que proporcionaran emociones y diversión. ¿A dónde iba la gente con su intención irreprimible de divertirse?

«¡No! —se decía Connie a sí misma—. Prefiero estar en Wragby, donde puedo moverme y estar tranquila y no tener que mirar nada ni representar nada. Esa obligación que tienen los turistas de tenerse que divertir es infinitamente humillante: es una pérdida de tiempo.»

Quería volver a Wragby, volver incluso con Clifford, con el pobre paralítico de Clifford. De todas formas, no era un insensato como aquellos rebaños de gente en vacaciones.

Pero en su fuero interno se mantenía en contacto con el otro hombre. No debía perder su relación con él, no debía perderla o se perdería ella misma y por completo en aquel mundo absurdo de gente con dinero y glotones del placer. ¡La glotonería de los placeres! ¡El «pasarlo bien»! Otra forma moderna de enfermedad.

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