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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (44 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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El enfado y la falta de compasión hacia cualquiera que reflejaba la carta de Clifford tuvieron un mal efecto sobre Connie. Pero lo entendió mejor todo al recibir la carta siguiente de Mellors:

El gato ha saltado del saco y con él varios gatitos. Ya sabes que mi mujer, Bertha, volvió a mis brazos poco cariñosos y se estableció en la casa: donde, por decirlo irrespetuosamente, notó el olor de la rata en forma de un frasquito de Coty. No encontró más pruebas, al menos durante algunos días, hasta que empezó a poner el grito en el cielo cuando descubrió la foto quemada. Había encontrado el cristal y el cartón de la tapa en el trastero. Desgraciadamente, alguien había hecho algunos dibujitos en el cartón y había escrito varias veces las iniciales C. S. R. Aquello, sin embargo, no daba ninguna pista. Hasta que forzó la puerta de la choza y se encontró uno de tus libros, una autobiografía de la actriz Judith con tu nombre, Constance Stewart Reid, en la primera página. Después de eso anduvo varios días pregonando a voces que mi amante era nada menos que Lady Chatterley en persona. La noticia acabó llegando a oídos del rector, del señor Burroughs y de Sir Clifford. Entonces tomaron medidas legales contra mi señora feudal, que se apresuró a desaparecer porque siempre ha tenido un miedo mortal a la policía.

Sir Clifford quería verme y yo me presenté ante él. Se puso a hablar de otras cosas en vez de ir directo al grano, y parecía enfadado conmigo. Luego me preguntó si sabía que hasta había llegado a mezclarse el nombre de su excelencia en el asunto. Yo dije que no prestaba oídos a las habladurías y que me sorprendía oír aquélla de Sir Clifford mismo. Él dijo que desde luego era un gran insulto, y yo le dije que la reina Mary estaba en un calendario del fregadero porque sin duda su majestad formaba parte de mi harén. Pero no le gustó el sarcasmo. Llegó a decirme más o menos que yo era un tipo de mala fama y que andaba por ahí con la bragueta desabrochada, y yo le dije más o menos que él no tenía nada que desabrochar. Así que me ha puesto en la calle y me iré del sábado en una semana, y este sitio no volverá a saber nada de mí.

Iré a Londres. Mi antigua patrona, la señora Inger, 17 Coburg Square, me dará habitación o me encontrará una si no la tiene.

Hay que estar seguros de que nuestros pecados acaban siempre por descubrirnos, sobre todo si se está casado y su nombre es Bertha.

Ni una palabra sobre ella o para ella. A Connie le molestó aquello. Podía haber dicho alguna frase de consuelo o para darle ánimos. Pero ella sabía que la estaba dejando en libertad, libre de volver a Wragby y a Clifford. También aquello le molestaba. No había necesidad de que fuera tan falsamente caballeroso. Le gustaría que le hubiera dicho a Clifford: «¡Sí, es mi amante y mi querida y estoy orgulloso de que lo sea!» Pero no tenía valor para llegar tan lejos.

¡Así que su nombre se había visto unido al de él en Tevershall! Era un lío. Pero pronto se iría apagando todo.

Estaba enfurecida, pero con esa furia complicada y confusa que la dejaba indefensa. No sabía qué hacer ni qué decir, y así, ni dijo ni hizo nada. Siguió su vida en Venecia como hasta entonces, saliendo en la góndola con Duncan Forbes, bañándose y dejando que pasaran los días. Duncan, que había estado depresivamente enamorado de ella unos diez años antes, había vuelto a enamorarse. Pero ella le dijo:

—Sólo quiero una cosa de los hombres, y es que me dejen en paz.

Así que Duncan la dejó en paz: y muy satisfecho de tener fuerza de voluntad suficiente para hacerlo. De todas formas le ofreció el suave apoyo de una especie de amor extraño e invertido. Quería estar con ella.

—¿Has pensado alguna vez —le dijo un día— lo escasamente unida que está la gente entre sí? ¡Mira Daniele! Es hermoso como un hijo del sol. Pero fíjate en lo solo que parece dentro de su belleza. Y, sin embargo, apostaría a que tiene mujer y familia y ninguna posibilidad de dejarlos.

—Pregúntale —dijo Connie.

Duncan lo hizo. Daniele dijo que estaba casado y tenía dos criaturas, los dos varones, de siete y nueve años. Pero no expresó emoción ninguna al decirlo.

—Quizás sea sólo la gente que es capaz de estar realmente junto a otros la que tenga ese aspecto de encontrarse sola en el universo —dijo Connie—. Los demás tienen una cierta pegajosidad, se pegan a la masa como Giovanni. «Y —pensó ella para sí— como tú, Duncan.»

CAPITULO 18

Tenía que decidir qué iba a hacer. Saldría de Venecia el mismo sábado que él de Wragby: seis días más tarde. Estaría, por tanto, en Londres el lunes siguiente y podría verle. Le escribió a la dirección de Londres, rogándole que mandara una carta al hotel Hartland's y que fuera a verla el lunes a las siete de la tarde.

En su interior estaba enfadada de forma curiosa y complicada, y todas sus reacciones estaban como entumecidas. Se resistía a confiarse incluso a Hilda, y Hilda, ofendida por su constante silencio, había llegado a intimar algo con una holandesa. A Connie no le gustaba ese tipo de intimidad sofocante entre mujeres, intimidad a la que Hilda se lanzaba siempre de cabeza.

Sir Malcolm decidió hacer el viaje con Connie, Duncan podría ir con Hilda. El viejo pintor estaba acostumbrado a vivir bien: reservó dos literas en el «Orient Express», a pesar de que a Connie no le gustaban los trains de luxe ni el ambiente de depravación vulgar que respiran hoy día. Sin embargo, el viaje a París sería más rápido de aquella forma.

Sir Malcolm se encontraba siempre a disgusto cuando tenía que volver con su mujer. Era una costumbre que ya había heredado de la época de su primer matrimonio. Pero habría una fiesta para celebrar el final de la veda de la perdiz blanca y quería llegar a tiempo. Connie, morena y de piel hermosa, iba en silencio, sin ocuparse del paisaje.

—Un poco aburrido tener que volver a Wragby —dijo su padre al darse cuenta de su melancolía.

—No estoy segura de volver a Wragby —dijo ella con una sequedad sorprendente, mirándole a los ojos con los suyos, grandes y azules.

Los ojos también grandes y azules de su padre adquirieron la expresión de un hombre cuya conciencia social no está del todo clara.

—¿Quieres decir que te quedarás algún tiempo en París?

—¡No! Quiero decir no volver a Wragby nunca más.

Él tenía la preocupación de sus propios problemas y esperaba sinceramente no tener que cargar además con los de ella.

—¿Y eso cómo ha sido, tan de repente?

—Voy a tener un hijo.

Era la primera vez que contaba aquello a ningún ser vivo, y parecía establecer una línea divisoria en su vida.

—¿Cómo lo sabes? —dijo su padre.

Ella sonrió.

—¿Tú qué crees?

—Pero no es hijo de Clifford, desde luego.

—¡No! De otro hombre.

Casi disfrutaba atorméntandole.

—¿Le conozco? —dijo Sir Malcolm.

—¡No! No le has visto nunca.

Hubo una larga pausa.

—¿Y qué planes tienes?

—No lo sé. Ese es el problema.

—¿No hay manera de arreglarlo con Clifford?

—Supongo que Clifford lo aceptaría —dijo Connie—. Me dijo después de que tú le vieras la última vez que no le importaría que tuviera un hijo, siempre que todo sucediera con discreción.

—Es lo único sensato que podía decir en sus circunstancias. Supongo entonces que todo irá bien.

—¿En qué sentido? —dijo Connie mirando a su padre a los ojos. Eran ojos grandes y azules con un parecido a los de ella, pero con una cierta expresión de intranquilidad, a veces como de niño asustado y a veces de un egoísmo hosco, pero normalmente alegres y cautelosos.

—Puedes regalarle a Clifford un heredero para todos los Chatterley y asentar otro baronet en Wragby.

La cara de Sir Malcolm se iluminó con una sonrisa casi sensual.

—Pero me parece que no quiero hacerlo —dijo ella.

—¿Por qué no? ¿Te sientes unida al otro hombre? ¡Bueno! Si quieres que te diga la verdad, hija mía, es ésta: el mundo sigue adelante, Wragby se mantiene firme y seguirá manteniéndose. El mundo es una cosa fija más o menos y externamente tenemos que adaptarnos a él. En privado, eso es lo que yo pienso, podemos darnos gusto. Los sentimientos son cambiantes. Puede que te guste un hombre este año y al que viene otro. Pero Wragby seguirá en su sitio. Quédate con Wragby mientras Wragby se quede contigo. Y, aparte, diviértete. Pero vas a sacar poco de echarlo todo por la borda. Tú tienes tus rentas propias, la única cosa que nunca le abandona a uno. Pero no es mucho lo que vas a sacar de eso. Sitúa un pequeño baronet en Wragby. Es una cosa divertida.

Y Sir Malcolm se arrellanó en el asiento y volvió a sonreír. Connie no dijo nada.

—Espero que por lo menos haya sido un hombre de verdad —le dijo un momento más tarde, sensualmente alerta.

—Sí, lo es. Ese es el problema. No abundan precisamente —dijo ella.

—¡No, por Dios! —musitó él—. ¡No abundan, no! Bien, querida, viéndote hay que decir que ha sido un hombre afortunado. ¿Seguro que no te va a causar problemas?

—¡Oh, no! Deja las decisiones en mis manos por completo.

—¡Eso está bien! ¡Bien! Es lo que haría un hombre de verdad.

Sir Malcolm estaba contento. Connie era su hija favorita, siempre le había gustado su femineidad. No había salido tan parecida a la madre como Hilda. Y nunca le había gustado Clifford. Así que estaba satisfecho y se comportaba con una gran ternura con su hija, como si el hijo que iba a nacer fuera suyo.

La acompañó en coche hasta el hotel Hartland's y la dejó instalada. Luego fue a dar una vuelta a su club. Ella había rechazado su compañía aquella tarde. Encontró una carta de Mellors.

No pasaré por tu hotel, pero te estaré esperando delante del Golden Cock, en Adam Street, a las siete. Allí estaba, alto y esbelto, y tan diferente con un traje serio de paño fino y oscuro. Tenía una distinción natural, aunque le faltaba ese algo indefinible y como hecho a medida de las clases altas. Aun así, ella se dio cuenta inmediatamente de que se le podía presentar en cualquier parte. Tenía una elegancia innata, mucho más agradable que el comportamiento de clase fabricado a medida.

—¡Ah, aquí estás! ¡Qué buen aspecto tienes!

—¡Sí! Pero tú no.

Le miró inquieta a la cara. Había adelgazado y los huesos de los pómulos se habían aguzado. Pero sus ojos sonreían y ella sintió como si estuviera de vuelta a casa. Allí estaba: de repente desapareció la tensión producida por el intento de mantener las apariencias. Algo emanaba de él, algo físico, que la hacía sentirse interiormente tranquila, feliz y en casa. Con ese agudo sentido femenino para la felicidad, se dio cuenta enseguida. «¡Soy feliz cuando está él!» Ni todo el sol de Venecia había sido capaz de proporcionarle aquel alivio interior, aquel calor.

—¿Lo has pasado muy mal? —le preguntó, sentada frente a él en una mesa.

Estaba demasiado delgado; se daba cuenta ahora. Su mano colgaba inerte, tal como ella la recordaba, con la curiosa distensión de un animal dormido. Sentía unos enormes deseos de cogerla y besarla. Pero no acababa de atreverse.

—La gente siempre hace pasarlo mal —dijo él.

—¿Estabas muy preocupado?

—Lo estaba y lo estaré siempre.

Aunque sabía que era una locura preocuparse.

—¿Te sentías como un perro con una lata al rabo? Clifford dice que así era como te sentías.

La miró. Había sido una crueldad decir eso en aquel momento: porque su orgullo había sufrido amargamente.

—Supongo que sí —dijo él.

Ella no llegó a saber nunca la feroz amargura que le había producido el insulto.

Hubo una larga pausa.

—¿Y me has echado de menos? —preguntó ella.

—Me alegraba que te hubieras librado de todo.

Se produjo otra pausa.

—¿Se creyó la gente lo que se decía de ti y de mí? —preguntó ella.

—¡No! No lo creo en absoluto.

—¿Y Clifford?

—Yo diría que no. Rechazó la idea sin pensarlo siquiera. Pero, naturalmente, eso hizo que no quisiera verme más.

—Voy a tener un hijo.

La expresión desapareció por completo de su cara, de todo su cuerpo. La miró con los ojos oscurecidos, con una mirada que ella no alcanzaba a comprender: como si un espíritu la estuviera mirando entre llamas sombrías.

—¡Dime que te alegras! —rogó ella buscando su mano. Y observó que una cierta satisfacción nacía en él. Pero estaba atemperada por algo que ella no llegaba a comprender.

—Es el futuro —dijo él.

—¿Pero no te alegras? —insistió ella.

—Tengo una desconfianza muy grande ante el futuro.

—Pero no debes preocuparte por ninguna responsabilidad. Clifford está dispuesto a quedarse con él. Le alegraría.

Le vio ponerse pálido y replegarse ante aquello. No contestó nada.

—¿Debo volver con Clifford y dar un pequeño baronet a Wragby? —preguntó ella.

La miró muy pálido y ausente. La siniestra mueca parpadeó en su cara.

—¿No tendrías que decirle quién es el padre?

—¡Oh! —dijo ella—; incluso en ese caso lo aceptaría si yo quiero.

Él se quedó pensando.

—¡Sí! —dijo finalmente como para sí mismo—. Supongo que sí.

Hubo un silencio. Ahora se habían alejado el uno del otro.

—Pero tú no quieres que vuelva con Clifford, ¿no? —preguntó ella.

—¿Y tú qué es lo que quieres? —contestó él.

—Quiero vivir contigo —dijo ella llanamente.

A pesar de sí mismo, sintió pequeñas llamas recorriendo su vientre al oírle decir aquello, y dejó caer la cabeza. Luego volvió a mirarla con sus ojos de acosado.

—Si es que te merece la pena —dijo él—. Yo no tengo nada.

—Tienes más que la mayoría de los hombres. Y lo sabes —dijo ella.

—En un sentido lo sé.

Se quedó silencioso durante algún tiempo, pensando. Luego continuó:

—Solían decir de mí que tengo demasiado de mujer. Pero no es eso. No soy una mujer porque no me guste matar a los pájaros, ni porque no me guste ganar dinero ni ir ascendiendo. Podía haber hecho carrera en el ejército, fácilmente, pero no me gustaba el ejército. Aunque sabía mandar a los hombres: me querían y me tenían no poco miedo cuando me enfadaba. No, era la autoridad ciega y estúpida lo que mataba al ejército; un cadáver sin remedio. Yo quería a los hombres y los hombres me querían a mí. Pero no puedo soportar la desvergüenza autoritaria y babosa de los que mandan en el mundo. Por eso no tengo porvenir. No soporto ni la desvergüenza del dinero ni la desvergüenza de clase. Y siendo el mundo como es, ¿qué puedo ofrecerle yo a una mujer?

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