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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (41 page)

BOOK: El árbol de vida
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Iker quedó maravillado ante la calidad y la cantidad de los papiros: textos literarios, libros de derecho, tratados de medicina y matemáticas, prontuarios de veterinaria. La mayoría de aquellos escritos se remontaban al tiempo de las pirámides. Muy pocos habían sido copiados en varios ejemplares, y ésa fue la primera decisión de Iker.

Pasar horas y horas haciendo revivir aquellos jeroglíficos para transmitirlos a las generaciones futuras le proporcionó una verdadera felicidad. Atenta y precisa, su mano corría por el papiro de primera calidad, del cual le habían proporcionado varios rollos. Sin duda, el alcalde y Heremsaf, suponiendo que fuesen cómplices, estaban encantados viéndolo tan ocupado.

Cerca de la biblioteca había un alfarero, con su torno y su horno. No se limitaba, como la mayoría de sus colegas, a producir vajilla ordinaria, sino que fabricaba jarras y copas de gran belleza.

—¿A quién están destinadas? —le preguntó Iker.

—A los templos de Kahum y de la región.

—¿Por qué te instalaste aquí?

—Porque Anubis es el señor del horno de alfarero. El, que preside los
kas
de todos los seres vivos, detenta el verdadero poder, encarnado en el cetro de Abydos. Por la noche amasa la luna llena para que el iniciado no deje de renovarse, como ella. Con su disco de plata ilumina a los justos. Y también es Anubis quien moldea el sol, esa piedra de oro cuyos rayos hacen circular la energía. Sus secretos se preservan en un cofre de acacia que ningún profano puede abrir.

—¿Y se encuentra también en Abydos?

—Abydos es la tierra sagrada por excelencia.

—¿Has ido ya allí?

—Anubis me reveló lo que debía conocer. Sólo él es el guía, y su decisión es inapelable.

—¡De modo que lo has visto!

—Veo el sol y la luna, la obra de sus manos, y la prolongo. Ésta es mi función. A cada cual le toca descubrir la suya.

El alfarero volvió la espalda a Iker y se atareó en la limpieza de su horno antes de encenderlo de nuevo.

Pensativo, el joven escriba fue a almorzar a su casa, donde Sekari asaba codornices.

—He puesto un sólido cerrojo de sicomoro y he reforzado la puerta de entrada —anunció—. En el mercado he comenzado a hablar de tu marfil y no he oído rumor alguno. El ladrón es prudente, esperará antes de venderlo.

—¿Y si se lo queda?

—Acabará presumiendo de poseer semejante tesoro. ¿Comemos?

Iker mordisqueó.

—¿No está bueno?

—Excelente, pero no tengo hambre.

—¿Por qué te atormentas así? De acuerdo con lo que oigo sobre ti, aquí y allá tienes ya una gran reputación. Una hermosa carrera de escriba en Kahum lleva muy lejos.

—No estoy yo tan seguro.

—Todos tenemos más o menos cuentas que pagar, pero ¿no hay que tachar los días malos para mejor saborear los buenos?

—Hay un punto de no retorno, Sekari, y lo he cruzado.

—Si puedo ayudarte…

—No lo creo.

—En todo caso tendré que mejorar mi modo de preparar las codornices. Están algo secas. En cocina no soy todavía un experto. Y si realmente quieres enfrentarte con la adversidad, mejor será estar bien alimentado.

De regreso a la biblioteca del templo de Anubis para copiar un tratado de oftalmología, Iker pensaba en las palabras pronunciadas por el alfarero, que le abrían otra puerta a la realidad que tantos seres se limitaban a sufrir sin buscar su significado oculto. Descifrar los jeroglíficos no bastaba, el sentido literal era sólo una primera etapa. En aquellos signos, preñados de poder, se ocultaban las funciones de la creación. ¿Seguir aquel camino hasta su origen no implicaba un viaje a Abydos?

Sin embargo, el papel otorgado a Iker parecía muy distinto. ¿De qué servía Abydos si el país estaba dirigido por un tirano? Siendo consciente de ello, el joven escriba no podía ocultar la cabeza en la arena y seguir viviendo como un hipócrita.

De pronto vio cómo un hombre discutía con el alfarero.

Primero, Iker lo miró sin demasiada atención, y estuvo a punto de continuar su camino.

Luego, la memoria actuó. Escéptico, Iker volvió sobre sus pasos y, aquella vez, contempló al individuo.

Resultaba imposible equivocarse: era el falso policía que lo había interrogado, cerca de Coptos, y lo había dado por muerto en una espesura de papiros en la provincia de la Cobra tras haberlo molido a golpes.

—¡Eh, tú! ¿Quién eres?

El asesino se volvió.

En sus ojos se percibió una total incredulidad que muy pronto se mezcló con un pánico que le hizo poner pies en polvorosa. Iker se lanzó tras él, contando con su resistencia. No había previsto que el fugitivo escalara la fachada de una casa como si fuera un gato. Desde la terraza intentó derribarlo arrojándole ladrillos. Cuando, a su vez, trepó, el malhechor había desaparecido.

La casa estaba vacía. Probablemente, Sekari pasara la noche con una de sus conquistas, pero había dejado pan tierno, una ensalada de pepinos y puré de habas.

Impresionado aún, Iker comió sin hambre.

¿La presencia de aquel asesino en Kahum significaba que lo estaba siguiendo desde hacía meses? No, puesto que se había quedado pasmado al verlo. Sin duda alguna le creía muerto. Pero ¿qué tramaba en aquella ciudad?

Tal vez el alfarero supiera muchas cosas.

Iker regresó al barrio del templo de Anubis. Como el artesano había abandonado su taller, el escriba preguntó a los vecinos para saber dónde vivía. El hombre tenía su casa fuera de Kahum, en el campo. Gracias a unas precisas indicaciones, Iker no se perdió.

El alfarero estaba asando una costilla de cerdo.

—¿Conoces al hombre con el que conversabas y al que he perseguido?

—Era la primera vez que lo veía.

—¿Qué te ha preguntado?

—Quería que le hablase de la ciudad, de sus costumbres, de las personas influyentes.

—¿Qué le has respondido?

—Que no nos gustaban mucho los curiosos por estos parajes. Entonces se ha perdido en fangosas explicaciones, momento en el que has llegado. Ahora, me gustaría comer en paz.

Iker regresó a la ciudad tomando un sendero que flanqueaba un canal bordeado de sauces. El aire era suave y la campiña estaba tranquila.

El ataque del falso policía lo tomó desprevenido. El agresor le puso un lazo de cuero al cuello y apretó ferozmente.

Era imposible introducir los dedos entre la piel y el lazo. Iker intentó desequilibrar al asesino de una patada, pero el otro la esquivó. Acostumbrado al cuerpo a cuerpo desbarató la última presa de su víctima, que intentaba agarrarlo del pelo.

Sin aliento, con el cuello ardiendo, Iker se moría. Su último pensamiento fue para la joven sacerdotisa.

De pronto, el dolor fue decreciendo. Creyó respirar de nuevo y cayó de rodillas. Lentamente, se llevó las manos al cuello tumefacto.

Oyó un ruido, el ruido provocado por una zambullida o un objeto pesado cayendo en el agua.

Con la vista nublada aún, a Iker le costaba comprender que estaba vivo. Fueron necesarios largos minutos antes de que se pusiera en pie y distinguiera los alrededores.

El sendero… Sí, era el sendero que había recorrido. A sus pies descansaba el lazo de cuero.

No había ni rastro del falso policía a quien el salvador del escriba había debido de suprimir y, luego, arrojado al canal.

Pero ¿quién lo protegía así? Sin aquella intervención, Iker no habría sobrevivido.

Vacilando, regresó a su casa.

Sekari dormía en el umbral. A su lado había una jarra de cerveza vacía. Cuando quiso pasar por encima de él, Iker le golpeó el hombro.

—¡Ah, eres tú! Tienes una expresión extraña. Pero, caramba, tu cuello… ¡Parece sangre! Te han puesto bueno.

—Un accidente.

El propio Iker se aplicó una compresa impregnada en aceite y miel.

—¿Cómo ha ocurrido este accidente?

—Como cualquier otro accidente. Perdóname, tengo sueño.

A Iker no le cabía duda alguna: el asesino había sido enviado por el faraón para librarse de él con discreción y absoluta impunidad. Informado de la presencia del joven escriba en Kahum por el alcalde o por Heremsaf, el monarca no podía tolerar la existencia de aquel acusador decidido a demostrar su infamia.

Sekari le ofreció leche fresca y una torta caliente rellena de habas.

—Antes de que despertaras he tenido tiempo de pasear por el barrio. Al parecer, han encontrado el cadáver de un desconocido, fuera de las murallas, en un canal donde las bestezuelas habían comenzado a darse un banquete.

Iker no reaccionó.

—Sería preferible ocultar tu herida con un chal ¿no crees? Podrás alegar que padeces anginas.

El escriba siguió el consejo de Sekari y se fue a la biblioteca.

El alfarero no trabajaba en su torno; el horno estaba apagado. Iker preguntó al vecindario. Un panadero le comunicó que el artesano había regresado a su casa, al norte, y que un nuevo alfarero ocuparía pronto su lugar. Aquel incidente suplementario reforzó a Iker en sus convicciones.

—¿Estás segura de que no te han seguido?

—He tomado mis precauciones —afirmó Bina—. ¿Y tú, Iker?

—Ya sé que no debo confiar en nadie.

—¿Ni siquiera en mí?

—Tú eres distinta, eres mi aliada.

A la joven asiática le entraron ganas de dar brincos de alegría.

—¿Aceptas ayudarme, entonces?

—El tirano no me da otra opción. Uno de sus esbirros acaba de intentar asesinarme. Y me habrá salvado uno de tus amigos, ¿no es cierto?

—Sí, claro —respondió Bina presurosa—. Ya ves, velamos por ti.

La asiática se sentía turbada. No sabía quién había agredido a Iker, ni tampoco quién lo había defendido.

—He tomado mi decisión —declaró el muchacho—, y tengo una sorpresa para ti.

Le mostró el mango del puñal que llevaba el nombre de
El rápido
. Aquella vez estaba provisto de una larga hoja de doble filo.

—He aquí el arma con la que mataré al faraón Sesostris, el monstruo sanguinario que oprime mi país.

61

—Estoy listo —anunció al rey el general Nesmontu—. En cuanto me deis la orden atacaremos por el río y por el desierto. Los milicianos de Khnum-Hotep quedarán atrapados en una tenaza, y el efecto sorpresa nos asegurará una rápida victoria.

—No seamos demasiado optimistas —recomendó Sehotep—. Por lo que sabemos lucharán como fieras. Si se produce el menor desliz, sabrán recibirnos. En caso de elevadas pérdidas deberemos batirnos en retirada.

—Por eso hay que lanzar el asalto sin más tardanza —insistió Nesmontu—. Cada día que pasa pone en peligro la operación.

—Soy consciente de ello —reconoció Sesostris—, pero sin embargo debo aguardar la llegada del gran tesorero Senankh. Las informaciones que traiga pueden cambiar el curso de los acontecimientos.

El monarca se levantó, dando a entender así que había finalizado el consejo restringido. Nadie habría tenido la impertinencia de tomar la palabra tras él, y el viejo general regresó a sus cuarteles mascullando. A la primera ocasión intentaría convencer a Sesostris de que revocara su decisión e interviniera cuanto antes.

De acuerdo con su costumbre, Nesmontu había instalado su domicilio en una habitación del cuartel, para estar en contacto con sus hombres. Con los oídos siempre alerta, le gustaba escuchar críticas y protestas más o menos discretas, para remediar así las insuficiencias. A su entender, la vida militar no podía admitir fallo alguno que pudiera alterar la moral de las tropas. Un soldado bien alimentado, bien alojado, bien pagado y que respetara su jerarquía era un vencedor en potencia.

Al entrar en el comedor de oficiales, Nesmontu sintió de inmediato que el clima estaba tenso. Su ayudante de campo se dirigió a él.

—Mi general, falta cerveza y el pescado seco no ha sido entregado.

—¿Has convocado al intendente?

—Ese es el problema: ha desaparecido.

—¿Se trata de un responsable nombrado por el jefe de provincia Djehuty?

—Afirmativo.

—Avisa de inmediato a Djehuty y que lo busque. Pídele también que nos haga llegar de inmediato los víveres que nos faltan. Ah… una última orden: que los oficiales no coman los alimentos suministrados por ese intendente.

—Teméis que…

—De un desertor se puede temer cualquier cosa.

Tras una comida durante la que degustó una perca asada, una costilla de buey, berenjenas con aceite de oliva, queso de cabra y algunas golosinas, todo regado con un vino tinto del año uno de Sesostris III, Khnum-Hotep se dirigió a su grandiosa morada de eternidad, cada uno de cuyos detalles verificaba.

Un pintor de talento estaba terminando un pájaro multicolor encaramado a una acacia. Ante la obra maestra, el corpulento jefe de provincia se conmovió hasta las lágrimas. La elegancia del dibujo, la calidez fulgurante de los colores, la alegría que brotaba de aquella visión paradisíaca lo fascinaba. Tan admirados como él, sus tres perros se habían sentado sobre sus cuartos traseros para contemplar la última maravilla creada por el pintor.

Khnum-Hotep habría pasado, de buena gana, la tarde mirando cómo trabajaba el genio; sin embargo, el jefe de su milicia, tras una larga vacilación, se atrevió a molestarlo.

—Señor, creo que debierais escuchar a un viajero a quien acabamos de detener.

—No me importunes, interrógalo tú mismo.

—Lo he hecho ya, pero sus declaraciones os afectan directamente.

Intrigado, Khnum-Hotep siguió al militar hasta el puesto de guardia donde habían detenido al sospechoso.

—¿Quién eres y de dónde vienes?

—Era el intendente del cuartel principal de la provincia de la Liebre y he venido a avisaros.

Los ojos de Khnum-Hotep brillaron de cólera.

—¿Me tomas por idiota?

—¡Debéis creerme, señor! El faraón Sesostris ha reconquistado todas las provincias que le eran hostiles, a excepción de la vuestra. Incluso Djehuty se ha doblegado.

—¿Djehuty? ¡Estás bromeando!

—Os juro que no.

Khnum-Hotep se sentó en un taburete que estuvo a punto de ceder bajo su peso y miró al intendente directamente a los ojos.

—Sobre todo no me cuentes bobadas o te aplastaré la cabeza entre mis manos.

—¡No os miento, señor! Sesostris está en Khemenu con su estado mayor y Djehuty se ha convertido en su vasallo.

—¿Quién es el general en jefe?

—Nesmontu.

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