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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (19 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—Strahd tiene planes con respecto a vos, lord Soth —dijo la vistani, tras echar una mirada hacia la izquierda—, y yo los conozco.

—¡Silencio! —chistó desde el zaguán un ser que se ocultaba de Soth tras la arcada.

El caballero de la muerte entró en el salón con la capa ondeando a la espalda, y lo que vio junto a la puerta lo dejó perplejo.

¡Un dragón! No era más que un pequeño dragón rojo, pero el caballero sabía muy bien que los wyrm podían resultar adversarios mortales. Lo estudió detenidamente y tomó nota de su actitud y de su fuerza. El dragón salió del escondite con las patas tiesas, desafiando al recién llegado. Dio un paso adelante y arañó el suelo con las uñas, tan blanqueadas como huesos secados al sol; tenía la cola crispada de irritación y tanteaba el aire con la lengua bífida. «Buena señal —se dijo Soth—. Significa que no sabe con seguridad qué clase de enemigo soy».

El caballero se había enfrentado a dragones rojos en Krynn. Durante algún tiempo, aquellos perversos seres alados que exhalaban fuego habían constituido la piedra angular del ejército de Takhisis; además, con la edad, aprendían a hacer encantamientos como cualquier mago. Soth esperaba que aquel joven ejemplar no hubiera adquirido tales conocimientos todavía.

—Saludos, lord Soth de Dargaard —dijo en tono agradable, aunque lanzó unas nubes de humo nocivo por el hocico mientras hablaba.

—Estoy en desventaja —replicó el caballero con frialdad—. Strahd te habló de mí pero no me dijo tu nombre.

—Los nombres encierran poder, Soth. Disculpad que no os revele el mío. —La cola del dragón se erizaba con insistencia, y la bestia se deslizó un paso hacia la vistani—. Tal vez si bajarais la espada que blandís…

—¡Rápido, muchacha! ¡Ven a mi lado! —ordenó el caballero a Magda.

La joven tan sólo había dado un paso adelante cuando una mano negra con tres garras se cerró en torno a su tobillo y la hizo caer de bruces al suelo; la fuerza de la caída expulsó el aire de sus pulmones. A través de las lágrimas, Magda vio a la gárgola que le sujetaba una pierna mientras se pasaba por los labios la lengua llena de ampollas.

Al mismo tiempo, el dragón saltó hacia adelante y se interpuso entre la mujer y el pretendido salvador; el wyrm bajó la cabeza y preparó los cuernos, y cuando Soth avanzó hacia la gitana, desplegó las correosas alas rojas.

—No interfiráis en esto, Soth —le advirtió.

Aquella demostración de fuerza no impresionó a lord Soth, que respondió al dragón con un golpe alto. La centenaria espada rebotó en las escamas rojas del dragón sin hacerle daño, aunque el monstruo lanzó un alarido furioso por la impertinencia del caballero de la muerte y se abalanzó sobre él gruñendo, con las fauces abiertas.

Unos dientes afilados como agujas se le clavaron en la muñeca, taladraron un agujero de bordes mellados en la armadura y penetraron en la carne. Si Soth hubiera sido mortal, aquel ataque le habría supuesto la pérdida del brazo a la altura del codo.

La espada se le cayó de la mano, rebotó en el suelo y resbaló con un chirrido agudo de metal contra piedra lejos del alcance del caballero. Sin detenerse a pensar en el arma perdida, Soth cerró el puño de la mano libre y lo estampó contra el hocico del rival.

La gárgola estaba encima de Magda sujetándola por las piernas y un brazo, y la muchacha aporreaba la pétrea cara de la criatura con la otra mano. No tardó en comprender que su puño surtía poco efecto y empezó a palpar el suelo con frenesí en busca de algún objeto contundente; en cuanto tocó la espada, helada por el contacto con Soth, no dudó un instante.

La gitana no era profana en el uso de esa clase de armas. Los aldeanos de Barovia y de los ducados colindantes no sentían simpatía por los gitanos, aunque les compraban gustosamente los productos exóticos que ofrecían; algunos incluso frecuentaban a las adivinas vistanis, costumbre que les costaba cara. A pesar de todo, una vistani sola era un blanco fácil para los supersticiosos lugareños, y por esa razón, los gitanos aprendían desde pequeños a manejar la espada.

Sujetó la de Soth con fuerza y descargó la empuñadura en la sien de la gárgola. La criatura aulló y cayó de lado con las manos en la cabeza, momento que aprovechó la muchacha para ponerse de pie. La gárgola miró a la mujer y al arma maliciosamente.

—Las cuchillas no me hacen nada, a menos que estén encantadas. Ríndete ya antes de que me enfurezca de verdad, —extendió la mano con indecisión, y Magda titubeó. Los seres creados por la magia solían ser inmunes a las armas de acero o hierro, y si la gárgola era mágica, entonces era cierto: poco podría hacer sin una espada encantada. La gárgola se aproximó un poco más con el brazo aún extendido—. ¡Dámela!

Magda golpeó con toda la fuerza de la desesperación; el filo manchado de sangre despidió un brillo azul y se hundió hasta el fondo en el hombro del monstruo. Este intentó alejarse con un ala rota sobre la espalda, pero la gitana embistió de nuevo y le cortó una mano; las garras se contrajeron dos veces y después quedaron inertes.

La criatura empezó a subir las escaleras gritando de dolor y supurando pus gris por las heridas. Magda dejó caer la espada cuando la vio desaparecer. Por fin, el corazón dejó de martillearle el pecho y el zumbido de los oídos se desvaneció. Al volverse, encontró una escena mucho más aterradora que todo lo que había visto en el submundo.

Lord Soth mantenía el brazo derecho en alto; el dragón se aferraba a su muñeca con los dientes y le inmovilizaba las piernas con la cola al tiempo que arañaba estrepitosamente el peto de la armadura con las garras. La herida de la muñeca no sangraba pero le producía una dolorosa picazón por todo el brazo como si tuviera clavadas astillas candentes y, a pesar de que el caballero sabía encantamientos que habría podido utilizar contra su rival, no estaba en condiciones de ponerlos en práctica, porque necesitaba una concentración y una libertad de movimientos imposibles en esos instantes. Se limitaba, pues, a sufrir el dolor en silencio y a golpear al dragón con el puño.

Magda pensó que la imagen de los dos titanes del mal enzarzados en un combate cuerpo a cuerpo, núcleo de muchas leyendas, podía dar origen a un relato épico que pasaría a la historia. «Pero, si no logro escapar del castillo —se dijo la vistani—, nadie contará jamás este episodio».

La muchacha corrió hacia el comedor flanqueado por columnas sin dejar de mirar a los contendientes. No veía a Andari por ninguna parte ni oía música en la estancia, pero el hatillo que había recogido en el carromato antes de emprender la marcha con el caballero de la muerte se hallaba escondido bajo la esquina de la mesa. Sacó la daga de plata de la bolsa, cortó unos centímetros del bajo del vestido y arrancó los volantes.

Abandonó la sala en el momento en que los combatientes caían al suelo; la cola roja atenazaba las piernas del caballero y Soth intentaba abrir las fauces del monstruo con la mano libre. El dragón tenía la parte derecha de la cabeza deshecha en un amasijo sanguinolento; el ojo estaba cerrado por la hinchazón, y había perdido buena parte de las escamas, pero aun así no soltaba los dientes de su presa.

El combate empezaba a hacer mella en Soth. Tenía la mano derecha engarabitada por el dolor, como la de un paralítico; los dientes del dragón habían roído gran parte del avambrazo y habían dejado al descubierto la piel chamuscada y translúcida.

Con una exclamación de dolor, el caballero forzó la mano izquierda en la boca del dragón para mantenerla abierta, le estiró los labios, manchados de su propia sangre roja oscura, y arrancó al enemigo tres piezas de la dentadura, que le quedaron clavadas en el brazo. Poco a poco abrió las fauces del monstruo, y un crujido de huesos resonó en la habitación.

De pronto, el dragón aflojó el bocado y rodó lejos de su rival. Ambos se incorporaron poco a poco, pero ninguno estaba dispuesto a darse por vencido.

—Al amo no le complacerá saber que ha sido preciso acabar con vos, caballero de la muerte —gruñó el guardián carmesí con un siseo más pronunciado a causa de los dientes que había perdido.

El wyrm arqueó el lomo y respiró hondo con un silbido estremecedor, como una corriente de aire, y después lanzó un proyectil de fuego y humo. Magda se retiró al comedor, pero Soth se dejó alcanzar por las llamas líquidas. La larga capa morada ardió, y su cuerpo desapareció con rapidez tras una inflamada columna humeante. Una carcajada atronadora retumbó por el aire.

—Un fuego mágico enviado por los propios dioses me arrebató la vida hace trescientos cincuenta años —proclamó Soth. La capa resbaló sobre sus hombros, convertida en harapos ardientes, y él dio un paso adelante—. Lo que escupes no es nada para mí, pequeño wyrm.

Una calma sobrenatural se apoderó de Soth y le aclaró la mente un instante; una palabra, terrible por su intensidad, cobró vida en su cerebro. Los habitantes de Krynn que estudiaban los más oscuros recovecos de la hechicería conocían y temían esa clase de palabras mágicas, porque poseían el poder de cegar, dejar sin sentido o matar a casi todos los seres vivos; ni siquiera los dragones quedaban inmunes a los destructivos efectos de la hechicería milenaria.

Soth apuntó con un dedo de la mano ilesa y pronunció la más letal de esas palabras. El dragón retrocedió ante el sonido y abrió la boca para exhalar fuego una vez más, pero, antes de que lo expulsara, una bola crepitante de energía negra lo envolvió. Unos haces de chispas se contrajeron, y unas ramificaciones ondulantes buscaron la forma de penetrar en el interior del dragón a través de sus ojos, oídos y boca. El wyrm se estremeció por dos veces, después una luz negra comenzó a fluir entre las rendijas de sus escamas carmesí. El caballero de la muerte, con la armadura al rojo vivo por el fuego del dragón, contemplaba de pie a la criatura agonizante que se retorcía en los últimos espasmos. Por fin, el monstruo quedó inmóvil, con los ojos fuera de las órbitas y el hocico humeante.

—Sal, Magda. —La vistani salió del comedor con la daga en la mano mientras Soth, de espaldas a ella, se examinaba el brazo maltrecho. Tenía la carne desgarrada y los huesos roídos; el dolor que le atravesaba los músculos lo fascinaba porque era muy raro que un adversario le hiciera daño alguno—. Me voy del castillo de Ravenloft. Envainó la espada y escrutó la sala en busca de una sombra lo suficientemente grande para que los dos pudieran escapar de la fortaleza.

Un farfulle ininteligible acompañado de aullidos empezó a oírse en la escalera que Magda había utilizado para descender, y la gitana miró del hueco de la escalera a la puerta.

—Dejadme marchar sola —le rogó—. No le diré al conde lo que habéis hecho.

Soth sonrió bajo el yelmo al tiempo que se giraba hacia ella.

—Quiero que Strahd sepa lo que he hecho. Además, tienes que explicarme los planes del conde…

El ruido del piso superior aumentó, y una figura jorobada emergió de la oscuridad en lo alto de la escalera. Era una gárgola parecida a la que había derrotado la vistani, aunque ésta tenía cuatro brazos y una hilera de cuernos dobles coronaba su cabeza gris pizarra.

—¡Ahí están! —exclamó la criatura, y media docena más asomaron a su alrededor.

Lord Soth avanzó hacia un rincón oscuro y tendió una mano hacia la muchacha.

—¿Vienes, Magda? —La vistani corrió a su lado y cerró los ojos al extender la mano izquierda, porque sabía que la de Soth le causaría un dolor álgido—. Has sabido escoger, muchacha —murmuró el caballero mientras cerraba los dedos con suavidad sobre la mano temblorosa, y desaparecieron entre las sombras.

Entre gritos y amenazas, las gárgolas clavaron las garras en el aire, donde el caballero y la joven estaban un momento antes.

—El amo no se sentirá complacido —dijo la criatura de cuatro brazos—. Nos matará a todos.

Un ejemplar pequeño de color óxido viejo se acurrucó a los pies del jefe.

—Podríamos huir —sugirió tímidamente. El ser de los cuatro brazos negó con la cabeza y se dejó caer sobre los cuartos traseros.

—No hay escondites en Barovia. Strahd es el señor absoluto de esta tierra y daría con nosotros antes de que el sol saliera por la mañana.

El resto de la cuadrilla asintió con tristeza y adoptaron posición de estatuas en el salón principal, en espera de que cayera la noche y su amo se levantara del ataúd. Recibirían un castigo terrible pero rápido.

Sin embargo, el conde no se mostraría tan benévolo con el caballero de la muerte y la vistani cuando los encontrara.

NUEVE

El cartel roto y deteriorado por la intemperie que anunciaba la taberna rezaba «Sangre y Vino», y crujía con el viento que soplaba en la plaza. El edificio que albergaba la cantina había conocido días mejores, pero ahora los batientes descoloridos por el sol se cerraban sobre los marcos de las mugrientas ventanas, y la cal caía a placas de las paredes. La puerta cerrada parecía advertir que sólo se admitían parroquianos habituales.

Poca gente pasaba por el miserable establecimiento. La plaza del pueblo estaba aletargada a pesar de que era casi mediodía, y sólo unos pocos comerciantes despachaban sus mercancías mientras la especie de espantapájaros que recaudaba los impuestos del ayuntamiento se arrastraba de tienda en tienda.

—Parece que va a haber tormenta: ojalá un rayo partiera a ese mal nacido —comentó con acidez un cliente del Sangre y Vino al ver pasar al recaudador a través de un resquicio limpio de la ventana. Las palabras resonaron como truenos en el local de baja techumbre, pues, aparte del crepitar del fuego en la chimenea, todo estaba en silencio. Tomó un trago de vino aguado y buscó con la mirada el apoyo de los demás—. He dicho que ojalá un rayo parta a ese mal nacido.

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