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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (8 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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El hecho de que el muerto viviente siguiera adelante desconcertó a Soth, porque en Krynn ejercía un cierto control sobre las entidades no muertas de rango inferior. Los zombis eran un puñado de carne resucitada sin la menor conciencia, pero instintivamente siempre habían reconocido el poder del caballero muerto… hasta ese momento.

Soth plantó los pies y aguardó a que el cadáver se pusiera al alcance de la espada. El zombi dio un paso más, y después otro, y la luna le iluminó el rostro. Bajo el oxidado yelmo, dos oscuros huecos llenaban las cuencas de los ojos y un último resto de nariz colgaba debajo. La piel pastosa, minada de gusanos necrófagos, se atirantaba sobre los pómulos y la barbilla, y los labios y las mejillas, que habían sido desgajados, dejaban a la vista la dentadura, grande y torcida. Poco a poco, mecánicamente, el no muerto se arrastró unos pasos más y extendió hacia Soth las manos, cuyos huesudos dedos terminaban en afiladas garras.

La espada del caballero cortó el aire en silencio. El impacto hizo perder el equilibrio al zombi, y su brazo izquierdo cayó al suelo con un ruido seco; se incorporó entre gruñidos y alargó el otro brazo hacia Soth. El señor de Dargaard blandió el acero con calma una vez más, y el miembro derecho del muerto viviente siguió el camino del anterior. Sin embargo, la doble mutilación no frenó a la inconsciente criatura, que se acercó más al caballero armado; abrió las mandíbulas de par en par y se inclinó para poner en acción la única arma de que disponía ya: unos dientes afilados y amarillentos. El caballero lo golpeó en la cara con el macizo pomo de la espada.

El zombi reculó tambaleándose, con el cráneo fracturado y sin rastro de nariz. Sin darle tiempo a recuperarse, Soth le rebanó la garganta y la cabeza salió despedida por el aire para aterrizar entre las ramas de un espino. Decapitado y desmembrado, el cuerpo fue tropezando como borracho hasta caer en tierra. Una pequeña gota de sangre resbaló por el cuello y manchó de carmesí la mugrienta coraza.

—¡Presta atención a lo que digo! —anunció a voces en la oscuridad mientras señalaba el cadáver con la espada—. ¡He superado la prueba! —A modo de respuesta, los lobos dieron rienda suelta a sus voces en la noche, y el bosque retumbó con sus aullidos. El rumor de otras criaturas que rebullían entre la maleza comenzó a elevarse a medida que cesaban los ladridos lupinos. Seis zombis más, cubiertos de armaduras y harapos como el primero, arrastraban sus despojos por la falda del cerro.

«¡Bah! —se jactó el caballero—. ¡Que sea uno, seis o seiscientos, qué me importa! ¡Degollaré a estas cosas sin mente como si de ovejas para un banquete se tratara!» —No obstante, algo lo frenó cuando intentó dar un paso adelante. Miró al suelo y vio que uno de los brazos del zombi le asía el tobillo derecho cubierto por la armadura; incluso desmembrado del cuerpo, sujetaba a Soth con fuerza impidiéndole el menor movimiento. Mientras tanto, el otro brazo se arrastraba solo por el suelo utilizando los dedos como patas de araña—. Pero… ¡esto es una locura! —exclamó.

Echó una ojeada a la cabeza, todavía atrapada en las zarzas; la boca continuaba lanzando dentelladas al aire, y las espinas del arbusto penetraban más y más en las mejillas a medida que se movía de un lado a otro. El horrible espectáculo captó toda la atención del caballero durante un breve instante y, cuando levantó la vista de nuevo, los otros zombis casi habían llegado a su altura.

En esta ocasión, Soth no levantó la espada sino que pronunció mentalmente un hechizo y apuntó un dedo; de éste surgió una llama que, a gran velocidad y dejando un rastro de fuego y humo a su paso, se dirigió al ser que abría la marcha. Ninguno de los seis muertos vivientes hizo el menor amago de evitar el proyectil, como si comprendieran de alguna forma que estaban predestinados.

La bola flamígera hizo blanco en el primer zombi, que, al ser envuelto por el fuego mágico, cayó chisporroteando al suelo como un saco inerte y chamuscado. El ataque letal se extendió también a los que caminaban a su alrededor cuando, de pronto, el cadáver en llamas estalló en una lluvia incendiaria que cayó sobre los demás; otros tres comenzaron a arder entonces, y el humo oscuro y hediondo de sus cuerpos cubrió la ladera.

Uno de los monstruos que quedaban no llevaba armadura sino una larga túnica como las de ciertos sacerdotes o monjes de Krynn; ése fue el primero del que Soth se hizo cargo con un solo mandoble. El acero le atravesó el hombro con un chasquido repugnante, llegó al hueso y a la carne desecada y salió por la cadera del lado opuesto. El muerto viviente de la túnica aún dio un paso antes de que su cuerpo se escindiera en dos mitades contorsionadas.

El aullido de los lobos retumbó de nuevo por el altozano cuando el último ser se detuvo justo fuera del alcance de la espada de Soth. No llevaba casco pero sí una antigua armadura que le protegía todo el cuerpo; en la coraza lucía el blasón de un cuervo en vuelo con las alas extendidas. Conservaba algunas guedejas de pelo rubio sobre el podrido cuero cabelludo y gran parte de la piel del rostro, por lo que tenía un aspecto mucho más humano que sus compañeros.

Soth, con ambos pies prisioneros aún de los brazos sin cuerpo, presentó la espada en actitud defensiva, pero el ataque esperado no se produjo. Los lobos aullaron otra vez, y el zombi dio media vuelta y comenzó a descender sin dejar de repetir una única palabra a medida que avanzaba entre sus congéneres en llamas:

—Strahd —mascullaba entrecortadamente—, Strahd.

Se internó en el bosque, y los monstruosos lobos también desaparecieron uno tras otro entre los árboles hasta que sólo quedó un ejemplar solitario. La bestia miró fijamente al caballero de la muerte, y las hogueras de alrededor arrancaron a sus pupilas perversos destellos en la noche. Soth se enfrentó a la fiera mirada con la suya, que jamás parpadeaba.

Por fin, el último animal le volvió la espalda y emprendió la retirada. Mientras Soth cercenaba las manos que lo sujetaban por los pies, oyó los aullidos y ladridos de los lobos que se iban dispersando por el bosque en dirección oeste y supo que lo llamaban. «Síguenos», decían.

Hizo una pira con los miembros sueltos y los cuerpos y alimentó el fuego con fragmentos del árbol, aunque no ardieron con tanta facilidad como la carne de los muertos vivientes. Las llamas lanzaron un humo aún más espeso y maloliente al cielo nocturno.

Algunas estrellas brillaban en el negro manto celeste, y Soth tuvo la impresión de que estaban colocadas al azar porque no se veía la Reina Oscura, ni el Guerrero Valiente ni ninguna de las constelaciones presentes en las noches de Krynn; también faltaban las lunas negra y roja, y una sola esfera gibosa de luz resplandecía en lo alto.

—Estoy muy lejos de Krynn. —Tras una pausa, añadió—: Pero no regresaré hasta que encuentre a Caradoc, hasta que sepa dónde ha escondido el alma de Kitiara. —Se oyó el gañido grave y prolongado de un lobo hacia el oeste; el caballero envainó la espada—. Al final de la senda que seguís se halla vuestro amo, y tal vez me sirva de ayuda para dar con el rebelde. Os seguiré y dejaré que me llevéis hasta ese tal Strahd.

Unas manos huesudas y manchadas por la edad acariciaban la bola de cristal como un amante. El vidrio, blanco lechoso, se iluminó ligeramente al contacto. El antiguo artefacto no habría revelado nada a un observador casual, pero tenía mucho que decir a aquellos dedos marcados por cicatrices, que describían complicados dibujos sobre la superficie.

—Urrr —gruñó el anciano místico pensativamente.

Cerró los ciegos ojos y pasó los dedos por la esfera con mayor apremio. La luz interior se intensificó y creó ominosas sombras sobre el rostro surcado de arrugas.

De pronto, retiró las manos como si se hubiera quemado; con movimientos espasmódicos, tomó el pergamino y la pluma de ave que tenía al lado, dirigió hacia el papiro los ojos invidentes, tan blancos como la bola de cristal, y empezó a escribir.

Aunque las líneas erraban sobre el papel y las frases se entrecruzaban y giraban hasta casi describir círculos bordeando los márgenes, la mano del místico jamás se salía de la página amarillenta y el mensaje resultaba legible para los que conocían su escritura.

Cuando terminó de transcribir, se bamboleó un momento y descansó la cabeza sobre la pandeada mesa.

—Veamos qué has descubierto —dijo una voz sedosa desde el otro extremo de la habitación.

Media docena de velas se encendieron a una palabra mágica, y una estilizada mano, enfundada en guantes de cabritilla, levantó el candelabro que las sujetaba. La cálida luz iluminó el suelo de piedra y la mesa donde el místico descansaba exhausto. El posesor de la voz entró en el haz de luz y levantó el pergamino con delicadeza.

Han llegado dos
, comenzaba el mensaje;
uno de gran poder, ambos muy útiles. La culpa de antiguos pecados no perdonados los atrae a vuestro jardín, aunque nada saben de los Poderes Oscuros ni del lugar al que han sido portados. Sabueso cazador de jabalíes y jabalí, amo y sirviente. No esperéis quebrantar su sistema, sino, por el contrario, rendidle honor
.

El elegante personaje posó el candelabro en la mesa y sujetó el papel ante sí con aire abstraído; sus ojos parecían ausentes, distantes, y en sus labios se dibujaba una ligera mueca de contrariedad. La oscura vestimenta y la capa larga y negra absorbían la luz que les llegaba, pero la gran gema roja, que colgaba de una cadena de oro en torno al cuello, reflejaba intensamente las llamas de las velas. Permaneció en pie con distinción, siguiendo el contorno de su alto pómulo con un solo dedo, perdido en sus pensamientos. Después alargó la mano y tocó la blanca cabeza del anciano.

—Es una lástima que las visiones no te proporcionen mensajes más específicos, Voldra —dijo el conde Strahd von Zarovich, aunque sabía que el místico no le oía porque era sordo, además de ciego—. En momentos así casi me arrepiento de haberte arrancado la lengua, pero en fin… es irremediable. No consentiríamos que revelaras nuestros secretos a los aldeanos si llegaras a escaparte, ¿no es así? —Arrugó el mensaje y lo echó a la vacía chimenea, donde ardió de inmediato—. «Cazador y jabalí» —repitió mientras abría una hornacina camuflada en la pared, donde dejó la pluma, la tinta y la bola de cristal—. Interesante.

El anciano se despertó y alargó una mano hacia la bola de cristal.

—Urrr —gruñó dolido al encontrar vacía la mesa.

La esfera era el único contacto que Voldra mantenía con el mundo exterior y le permitía atisbar, con limitaciones, en la vida que bullía más allá de su mente aislada por la sordera y la ceguera congénitas. Además le proporcionaba otras facultades; no había aprendido a escribir porque en el pueblo donde había vivido la mayor parte de su vida tales cosas no eran necesarias, pero, gracias a la bola de cristal, unía el papel a la pluma y era capaz de materializar frases significativas, aunque un tanto imprecisas.

Los lamentos estrangulados, inarticulados, del prisionero hacían poca mella en la conciencia de Strahd, que abandonó la desolada celda por la puerta de hierro. Sus pensamientos se enroscaban en torno a la idea de que los dos extraños pudieran serle de provecho; sabía de antemano, antes de que Voldra se lo garabateara, que uno de ellos tenía poderes, pues ningún ser con fuerza de voluntad o capacidad para la magia entraba en el condado sin que llegara a conocimiento del señor de Barovia.

También estaba al corriente de que los zombis que había enviado para probar la fuerza de los recién llegados habían sucumbido, y que el más débil de los dos había huido por el bosque antes de la batalla. Los lobos habían salido en su persecución e iban acorralándolo hacia el castillo.

El otro en cambio sería más difícil de atraer. Ese reto entusiasmaba al conde porque hacía mucho tiempo que no se presentaban dificultades dignas de su retorcido intelecto. «Lo primero que tengo que hacer es buscar más información», se dijo mientras recorría con garbo majestuoso el corredor sin luces y dejaba atrás las sucias celdas y a los quejumbrosos prisioneros.

CUATRO

El triste lamento de un violín sonaba en el claro del bosque y se entretejía con el resplandor de la luna; el hombre que interpretaba la melodía rústica y melancólica seguía el ritmo del arco con el pie. No lejos de él, en torno a la hoguera, una docena de hombres, mujeres y niños se balanceaban al son de la música como hipnotizados por la flauta de un encantador de serpientes.

Siete carromatos en semicírculo, decorados con grabados y alegres dibujos, delimitaban el campamento y servían de telón de fondo al joven violinista. El pañuelo multicolor que llevaba arrollado a la cabeza y el fajín de tonos similares con que se ceñía el fino talle se confundían con los llamativos carros, mientras que los ajustados pantalones negros y la camisa amplia y blanca, abierta en el cuello, ofrecían un punto de contraste.

Cuando la canción tocaba a su fin, el músico aceleró el ritmo y resolvió los últimos compases en un brioso reto al tono sombrío de la balada, que remató con tres notas punteadas con los dedos. Después, todo calló en el bosque nocturno, excepto el crepitar de la hoguera. El músico no esperaba aplausos del público, formado por sus sobrinos, primos y abuelos, aunque el silencio reflexivo le indicó que habían disfrutado con la pieza, recompensa casi tan valiosa como las monedas que le ofrecían algunas veces cuando tocaba ante desconocidos.

Envolvió el violín en un paño tupido bordado que había sido robado el día anterior en un pueblo cercano. Cuidaba meticulosamente el instrumento, herencia que había pasado de padres a hijos durante cinco generaciones, y que pensaba dejar a su propio primogénito cuando el agarrotamiento de los dedos le impidiera seguir tocando.

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