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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (5 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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La que estaba más cerca de Soth echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada, a la que se unieron sus doce hermanas. Comenzaron a revolotear por el gran vestíbulo, que hacía las veces de sala del trono, entre graznidos que resonaban en los muros de piedra y trepaban por las escalinatas dobles que subían al balcón hasta alcanzar el techo abovedado. El estruendo horrible que salía por las destrozadas puertas del vestíbulo podía oírse en un kilómetro a la redonda, pero pocos mortales se atrevían a acercarse tanto al alcázar; hasta las criaturas más feroces huían de los riscos, espantadas por el cacareo de las
banshees
.

Una de ellas se aproximó a Soth con un gesto de odio en su fino rostro.

Los dioses escribieron el libro de tu condena con la sangre de tus dos esposas asesinadas y con la de tu propio hijo muerto
. Volaba tan cerca de él que habría podido golpearla con sólo alargar un brazo. Tenía los rasgos de una hermosa elfa y sus ojos, aunque pálidos, brillaban con un ligero matiz del azul más puro; la caótica melena que le envolvía la cabeza había dejado de ser dorada tiempo atrás, pero sus ágiles movimientos mostraban una gracia que sólo los elfos poseían. Sin embargo, el relámpago de belleza desapareció enseguida, y la elfa volvió a ser un alma en pena insustancial, una imagen luminosa y pervertida del ser adorable que había encarnado en el pasado.

Tu sino está previsto en ese libro, Soth de Dargaard. Ya ha sido establecido en sus páginas. ¡Conocerás la traición!

Las injurias de la
banshee
apenas afectaban el ánimo de lord Soth. Ya no sentía los remordimientos de conciencia ni el inquietante miedo al futuro que obsesionaba a algunos mortales. La conflagración que había ennegrecido los muros del castillo había terminado con su vida; los habitantes de Krynn que habían tenido la desgracia de cruzarse en su camino lo llamaban «el caballero de la muerte», apelativo que denotaba una carga de pavor superior al que producían los fantasmas o las
banshees
.

—Ese libro no existe, ni en Krynn ni en los cielos. Yo he forjado mi propio destino. —Hizo un gesto de desprecio hacia la
banshee
—. Recibo con satisfacción tanto la fama como el mal nombre que me han proporcionado las atrocidades cometidas en mi vida.

Que han sido numerosas
, remedó otra,
porque ya eras oscuro en el seno de la luz y te extendías como una mancha, como un cáncer
.

Porque eras un tiburón que inicia su andadura en aguas tranquilas
, añadió otra voz inhumana.

Dos más sobrepusieron su cantinela de reproches a las palabras de las anteriores.

Porque eras la cabeza mellada de la serpiente que percibe eternamente el calor y la forma; la muerte inexplicable en la cuna, la última morada traicionada.

Las frases se sucedían sin interrupción trenzando infamias a un volumen ensordecedor; en el momento en que los sonidos se convirtieron en un grito ininteligible, una de las almas en pena impuso su voz a la de las demás.

Porque fuiste el Caballero de Solamnia más valiente, el más noble de la Orden de la Rosa, cuyas heroicas hazañas eran cantadas por todo Krynn, desde las salas de los enanos de Thorbardin hasta los pináculos élficos de la boscosa Silvanost, desde los sagrados claros de la isla de Sancrist hasta los templos del Príncipe de los Sacerdotes de Istar.

—Mal cumplís con vuestro deber —replicó, ceñudo bajo el yelmo, con una voz que parecía salir de las entrañas de la tierra—. Paladine os convirtió en almas en pena y os envió para atormentarme. Habéis sido la boca acusadora del Padre del Bien todas las noches durante siete veces cincuenta años, repitiendo mis faltas sin tregua. —De pronto, se puso en pie; la antigua armadura no crujió y la larga capa ondeó a su espalda sin un solo sonido—. Me aburrís con vuestras insípidas acusaciones. Sólo los recuerdos me duelen, y esa cháchara vuestra no consigue revivir en mi mente los momentos más felices del pasado.

Una
banshee
lanzó un grito, y las doce restantes comenzaron a chirriar de nuevo y se unieron al coro con su fantástico vocerío.

¿Deseas recordar tus pecados? ¡Empiezas a disfrutar con el dolor!
, gimieron. ¡
Hasta para eso somos inútiles
!

—Sólo quiero distraerme —contestó el caballero de la muerte por fin, al tiempo que señalaba hacia un objeto oculto detrás del trono—. Por eso he traído a Kitiara aquí. —Con sorprendente delicadeza, apartó el manto ajado y ensangrentado, bajo el cual, semioculto por la neblina, que ya se extendía en jirones por el suelo, se encontraba el cadáver de Kitiara Uth Matar. La impaciencia se apoderó de Soth nuevamente—. Pronto te tendré conmigo —dijo dirigiéndose al cadáver en tono forzado. Se inclinó y acarició la mejilla desangrada—. Corazón oscuro, tú rasgarás el paño mortuorio que cubre este alcázar ruinoso.

Te cansarás de ella igual que de tus esposas anteriores; su fin será

—¡Basta! —rugió Soth, y las
banshees
retrocedieron. Echó una ojeada a la estancia. La débil luz del sol se vertía por las quebradas puertas, las sombras alargadas iban adueñándose de la asolada estancia y la niebla se espesaba por momentos; el día tocaba a su fin—. Caradoc lleva muchas horas fuera. ¡Lamentará el retraso!

Es posible que la batalla entre la Reina de la Oscuridad y Raistlin terminara antes de que Caradoc lograra apoderarse del espíritu
, sugirió una
banshee
con amabilidad.
Tanto Takhisis como el hermanastro de Kitiara tienen motivos para retenerla en el Abismo
.

Soth comenzó a pasear por la sala con las manos juntas. Sus pisadas no producían ruido alguno sobre las piedras ni sus botas agitaban la niebla, que entraba en remolinos por las puertas desvencijadas y cubría el suelo renegrido. Las ánimas en pena se retiraron a los rincones más sombríos; el caballero de la muerte llegó al pie de la escalera y empezó a subir.

—Necesito averiguar el resultado de la batalla —dijo, sin mirar a las hadas—. Que nadie se atreva a importunar el cuerpo de la Señora.

El sol no alcanzaba los pasadizos de la fortaleza por ninguna ventana, pero el caballero veía sin dificultad las grietas que se extendían por los viejos muros como hiedra. Distinguió incluso una rata pequeña, flaca por falta de alimentos y sorda a causa del griterío constante de las
banshees
; el roedor se atrevió a salir de un agujero pero emprendió la huida en cuanto el caballero se acercó, asustado por el frío que emitía.

Soth recorría los pasillos, oscuros como pozos, pensando en un castigo ejemplar para el lento lugarteniente.

—Podría reducir su ropa a harapos —murmuró—. Siempre fue un petimetre más preocupado por los brocados que por las armas, y la muerte no lo ha hecho cambiar un ápice.

La puerta deformada y de oxidados goznes que señalaban el final de los corredores produjo un chirrido grave y prolongado cuando Soth la empujó. La estancia que había detrás era pequeña, aunque parecía mayor a causa del boquete abierto al derrumbarse una pared. Una brisa juguetona entraba por la brecha y removía el polvo y la suciedad del suelo. La habitación había sido un puesto de guardia en el pasado, pero ahora el alcázar de Dargaard ya no necesitaba centinelas, pues la reputación del señor del castillo mantenía a la gente alejada con mayor eficacia que los más sólidos muros construidos por enanos. No obstante, una silueta solitaria marcaba el paso por la sucia habitación.

—¡Ah, sir Mikel! —dijo Soth distraídamente—. Hazte a un lado.

Sir Mikel se detuvo. Su oxidada armadura era tan antigua como la de Soth y colgaba con holgura de su esquelético cuerpo. Las costillas amarillentas y ásperas relucían entre los agujeros del peto, y las gastadas botas chirriaban y golpeaban el suelo a cada paso; la calavera, descarnada y sin ojos, estudiaba a Soth a través de la visera alzada, mientras el caballero se preguntaba si el guerrero conservaría todavía un resto de alma. Mikel, igual que los otros doce caballeros solámnicos que habían colaborado en los crímenes de Soth, había sido condenado a servir al caballero de la muerte para siempre. Los trece habían quedado reducidos a huesos pelados mucho tiempo atrás, y sus personalidades se habían anulado de la misma forma. Ahora, a menos que recibieran órdenes concretas de Soth, cada cual montaba guardia sin cesar en el lugar donde había muerto.

Un momento después, Mikel dio señales de reconocer a su amo, inclinó la cabeza y se apartó mientras el caballero de la muerte cruzaba hacia el boquete; pero, antes de llegar, éste se volvió hacia el servidor.

—¿Has visto a Caradoc en el día de hoy? —Un silencio prolongado y doloroso siguió a la pregunta, tras el cual sir Mikel asintió vacilante. Sus huesos entrechocaron con un sonido de piedra contra piedra—. ¿Lo viste esta mañana, antes de que emprendiera viaje al Abismo para cumplir mi encargo? —El esqueleto asintió de nuevo—. ¿Lo has vuelto a ver desde que yo regresé de Palanthas con el cuerpo de la Señora del Dragón?

Tras otra pausa, esta vez el guerrero negó con la cabeza; las vacías cuencas de sus ojos no despidieron ningún brillo, ni expresión alguna cambió su rictus petrificado.

El caballero de la muerte miró al cielo, que declinaba hacia la noche paulatinamente. Las tres lunas que velaban por Krynn despuntaban en los cielos; Solinari, la plateada luna de la magia benéfica, no era más que un destello en el éter; Lunitari, símbolo de la neutralidad, lucía plena y proyectaba una misteriosa luminosidad roja sobre las montañas que rodeaban el alcázar por tres lados; Nuitari, la tercera, sólo era visible para los seres del mal como Soth, y poseía una especie de luz negativa, un fulgor negro y pútrido que relumbraba con toda su potencia sobre lo perteneciente a la oscuridad.

También las estrellas empezaban a cobrar vida bajo el cielo aterciopelado que se extendía de un extremo al otro del horizonte. Los veintiún dioses de Krynn estaban representados por otras tantas constelaciones, planetas o lunas. El grupo de astros asignados a Paladine, Padre del Bien, formaba un magnífico dragón plateado llamado el Guerrero Valiente, y estaba situado en oposición al dragón de cinco cabezas conocido como la Reina de la Oscuridad. Estos avatares de las deidades reflejaban sus luchas, sus triunfos y sus fracasos, y Soth escudriñó el dragón de cinco cabezas en busca de alguna señal indicativa del resultado o del desarrollo de la batalla entre Takhisis y Raistlin Majere.

Pero todo seguía igual. La Reina de la Oscuridad continuaba al acecho en las alturas, preparada para atacar al Guerrero Valiente.

—El combate ha debido de terminar —farfulló Soth—. Takhisis ha vencido al mago. —Abandonó la especulación y se dirigió al esqueleto de sir Mikel—. Te ordeno que observes las estrellas, sobre todo la constelación llamada Reina de la Oscuridad. ¿Lo entiendes? —El muerto viviente se acercó a la brecha arrastrando los pies y alzó las vacías cuencas hacia los cielos con lentitud preternatural—. Si se salen de su curso habitual, debes ir a buscarme —añadió Soth antes de marcharse rabiando de allí.

Recorrió de nuevo los enmohecidos pasillos oscuros y a cada paso lamentaba haber confiado a su lugarteniente la misión de rescatar el alma de Kitiara. Ninguno de sus servidores tenía poder para vencer al guardián de la Torre de Alta Hechicería, de modo que había tenido que ir personalmente a buscar el cadáver de la Señora del Dragón, y de entre todos sus siervos, sólo Caradoc poseía la inteligencia para sobrevivir a una jornada en el Abismo; sin embargo, al parecer, el fantasma había fracasado o lo había traicionado.

Empujó una puerta con tal violencia que hizo astillas la madera muchas veces centenaria.

—Se va a arrepentir de que la maldición lo obligue a regresar al alcázar de Dargaard —susurró.

Hizo una pausa y consideró despacio lo que acababa de decir. El lugarteniente tenía que volver a un sitio determinado, tanto si cumplía su misión como si no, y pensó aguardarlo allí. Aceleró el paso a medida que ascendía los peldaños de piedra hacia la parte más alta de la torre, el ala principal del castillo.

Caradoc había quedado atrapado en la maldición que había condenado a Soth a la muerte en vida. Durante su existencia mortal había sido un hombre avaro y ambicioso que servía a su señor en todo lo que fuera necesario. Extendía rumores de escándalo sobre los rivales de Soth cuando representaban una amenaza para su posición en la sociedad caballeresca. Asimismo, en una ocasión en que el Concilio puso en duda el protagonismo de su señor en ciertas hazañas gloriosas, el lugarteniente presentó falso testimonio para apoyar la versión de Soth; incluso, por complacerlo, llegó al asesinato, pues fue él quien clavó una daga a la esposa del caballero mientras dormía. Cuando Dargaard cayó pasto de las llamas, Caradoc se encontraba falsificando la contabilidad en el estudio privado de Soth, y allí era donde aún descansaban sus huesos.

Llegó por fin a un rellano después de subir una serie de escalones que habrían dejado sin resuello a cualquier mortal resistente. La plataforma se había separado de la pared, y en el suelo se abría una grieta sobre vacío que dejaba ver el rellano inferior, situado unos tres metros y medio más abajo. El marco de la puerta, ahora inexistente, estaba medio derrumbado, y para entrar en el estudio tuvo que salvar un enorme trozo de mampostería hecho añicos.

El estudio estaba limpio, ordenado incluso, comparado con el descuido en que se mantenía el resto del alcázar; faltaban la habitual capa de cascotes y polvo que cubría el suelo de las otras estancias, y los restos de puertas y mobiliario de madera que anteriormente llenaban la habitación. Un tapiz aislado cubría una pared; sobre un fondo claro, los elfos arremetían unos contra otros. La escena rememoraba las Guerras de Kinslayer, que habían sacudido las naciones élficas muchos siglos atrás. En el suelo, bajo el tapiz, yacía un esqueleto.

Por la única ventana existente entraba la luz de las lunas. Lunitari, roja como la sangre recién vertida, coloreaba los restos mortales de Caradoc y sumía en la oscuridad los rincones de la sala. Soth se acercó ceñudo al esqueleto. Los huesos del lugarteniente estaban mondos como el propio cuarto, pero la carne pútrida había sido retirada con cuidado y no corroída por los escasos gusanos que habitaban el alcázar; tenía los brazos cruzados sobre el pecho, lo que prestaba al esqueleto un falso aire de paz que ningún morador de Dargaard había poseído jamás.

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