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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (24 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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En contra de las órdenes de Soth, Magda había regresado para ver al ser que los había estado siguiendo. Al acercarse, ahogó un grito y sacó el puñal.

—¡Licántropo! —exclamó—. ¡Cómo no me di cuenta de que eras un ser maldito la primera vez que te vi!

El enano bajó el hato de la espalda y miró a la mujer sin importarle su desnudez.

—Retira esa cuchilla, chiquilla —se mofó—. Aunque sea de plata, y sé que lo es por el modo en que refleja la luz, no vas a tener ocasión de clavármela dos veces antes de que te abra la cabeza. —Sacó una vistosa túnica roja del saco y se la puso por la cabeza; después señaló tres profundas cicatrices que le cruzaban el estómago—. Y créeme: un golpe no es suficiente para acabar conmigo.

—Aunque fueras aliado nuestro, ¿por qué nos has seguido? —interrogó el caballero con los brazos cruzados.

—«Nos» no —puntualizó el enano mientras se calzaba unas raídas polainas—. «Os»; os sigo a vos, señor caballero. A la vistani preferiría verla muerta, y me gustaría matarla, si me dais permiso.

—Es un espía, mi señor —insistió Magda colocándose al lado del caballero—. ¿Por qué si no os seguiría?

Con un suspiro, el enano sacó las botas del saco, se sentó en una roca al margen del camino y se las puso.

—Prefiero llevarlas puestas que a cuestas —comentó. Vestido ya con una abigarrada serie de prendas nada apropiadas, el enano se aproximó al caballero—. Me llamo Azrael —se presentó, como si acabara de hacer una gran concesión—. Voy tras vos, señor caballero, porque, sin ningún género de duda, sois un personaje de grandes poderes, más grandes que los míos, cosa que admito con enorme placer. —Sonrió tímidamente—. Es posible que hasta sean superiores a los del mismísimo Strahd von Zarovich.

—Yo soy lord Soth de Dargaard —dijo el caballero tras un gesto de aceptación del halago—. ¿Qué esperas obtener con seguir mis pasos?

—En primer lugar, permitidme que os diga lo que vos ganaréis si me aceptáis como seguidor. —Señaló con el pulgar por encima del hombro, hacia el este, por donde la oscuridad avanzaba ya sobre el horizonte—. Os ofrezco mi ayuda contra los servidores del conde, como esos lobos que maté hace unos días. Os seguían e informaban a Strahd todas las tardes al ponerse el sol. Por eso aullaban, ¿comprendéis? Era su forma de enviar mensajes. ¿Verdad que no habéis vuelto a oír aullidos? —Hinchó el pecho con orgullo.

—No temo al conde ni a sus esclavos —replicó Soth, y el enano se desinfló como un globo pinchado por una aguja—. En realidad, no tienes nada que ofrecerme, pequeño; y da gracias porque te perdone la vida.

El caballero dio media vuelta para reanudar la marcha. Tras blandir la daga contra el zoántropo, en gesto de escarnio más que de amenaza, Magda partió en pos del caballero.

Con la perplejidad pintada en el rostro, el enano se paró a considerar su posición tirándose del bigote y mesándose las patillas, y por fin se sentó al borde del camino.

No esperaba que el caballero rechazase su compañía con tanta prontitud y rotundidad. «Pero, a la hora de la verdad —meditaba Azrael con tristeza—, poca cosa puedo ofrecer a lord Soth… aparte de mi lealtad, aunque no es moco de pavo. Lo que pasa es que no se ha dado cuenta de lo mucho que valgo. Tengo que demostrárselo».

Se puso en pie sonriente, se sacudió el polvo de los harapos y emprendió el camino del caballero silbando un aire disonante.

—Ninguna de estas piedras tiene la marca que describiste —dijo lord Soth enfadado. Miró al otro lado del Luna, que descendía rojo a la luz agonizante del sol—. ¿Hay otra bifurcación en este río?

—Sí, pero aquí es donde Kulchek encontró el portal. —Magda dio la vuelta a una piedra grande y escudriñó debajo en busca de la marca vistani que, según los rumores, indicaba la dirección del acceso—. ¿Os acordáis de que las puertas de entrada al túnel estaban bajo tierra?

—En el cuento de niños sí —comenzó Soth—, pero yo…

Un triste lamento rasgó el aire en el momento en que el último rayo de sol se ocultaba por el oeste. No era un aullido lobuno, sino un grito agudo, cargado de pena y angustia, que resonó sobre el río y rebotó contra el pie de las colinas. Magda se quedó atónita, como si una deidad le hubiera concedido el don de ver los acontecimientos del mundo.

—¡El lamento de
Sabak
por la presa perdida! —jadeó—. ¿Lo habéis oído, mi señor? ¡Es aquí, ya hemos llegado!

—Quizá, Magda, quizá —concedió Soth después de asegurarse de que el grito no procedía de un ser vivo—. Pero todavía no hemos encontrado la entrada del túnel.

Azrael salió rodando de entre unas matas, maldiciendo vilezas y dando manotazos al aire en pos de un conejo que se alejaba en zigzag en sus mismas nances. Su presencia apenas llamó la atención de los otros dos, que sabían que los seguía sin tomarse la molestia de ocultarse. Como se negaron a revelarle el objeto de la marcha, el enano decidió dedicarse a buscar la cena para todos.

El conejo resultó más veloz que el enano y desapareció raudo entre las zarzas. Los pinchos no eran obstáculo para las rudas y callosas manos de Azrael, pero apartó los espinos en vano. Tan sólo descubrió una piedra grande y cubierta de liquen, pero, al girarla, encontró la entrada de una pequeña madriguera. Estaba pensando en transmutarse del todo en tejón —pues su maldición le permitía tres formas: enano, tejón gigante o un horrendo cruce de ambas—, cuando lo interrumpió el grito de Magda.

—¡El enano ha encontrado algo! —En un instante, olvidó la repugnancia que le inspiraba Azrael y se acercó corriendo—. Deja huellas candentes en las piedras cuando va de caza —musitó, señalando con mano temblorosa la piedra que el enano había descubierto—. ¡La huella de
Sabak
!

La marca de una pata de lobo, o de un perro de gran tamaño, relumbraba en la piedra. Azrael se agachó a tocarla y la encontró cálida.

—A lo mejor nos eres de alguna utilidad, enano —concedió el caballero con los ojos brillantes clavados en la huella.

Soth le explicó entonces, brevemente, lo que buscaban, y Azrael se ofreció a cavar en busca de las puertas de hierro. La transformación fue dolorosa, igual que la vez anterior, aunque en esta ocasión la criatura que apareció era un simple tejón, enorme pero común. Asintió con la chata cabeza hacia el caballero, se tiró a tierra y comenzó a excavar.

La madriguera del conejo supuso una gran ventaja para la excavación de Azrael, que en muy poco tiempo desapareció por completo de la superficie. Piedras y tierra salían a paladas del agujero, y, al cabo, también el desescombro cesó. Magda paseaba impaciente, mordiéndose las uñas y atenta a cualquier señal de la bestia, mientras que Soth, tranquilo en apariencia, contemplaba el curso del río aunque en realidad escrutaba los alrededores por si descubría algún servidor de Strahd o a los extraños animales que poblaban las aguas.

El tejón salió por fin del túnel con el pelo cubierto de tierra. Pasó por alto a Magda y se dirigió a Soth transformado en bestia.

—El muro de hierro está cerca de la superficie —le informó al tiempo que se sacudía grandes terrones de tierra del pelaje—, a poco más que vuestra propia altura, poderoso señor.

—Entonces, empieza a desenterrarlo —ordenó Soth con un matiz de excitación en la voz. Se volvió hacia la gitana—. Ayúdalo. Azrael, todavía en forma de semitejón, desmenuzaba la compacta capa de tierra y piedras de la superficie, y Magda la apartaba a un lado. Soth se mantenía inmóvil como una estatua mientras los otros dos abrían un amplio tajo en el suelo. Pasaron varias horas. El caballero se limitaba a observar el trabajo de sus aliados, que no protestaron por la falta de colaboración; la vistani, porque deseaba escapar de Barovia y de Strahd, y el enano, porque ansiaba demostrar su valía ante el caballero.

La luna llegó al cenit antes de que Soth les mandara parar.

—No es necesario que desenterréis más. Ahora ya puedo abrir la puerta.

El zoántropo y la joven se dejaron caer hacia atrás con las manos sucias y cortadas por las piedras y el cabello empapado de sudor; el caballero señaló hacia el suelo con los puños. Una luz azul envolvió los guanteletes, giró y se intensificó mientras él entonaba una letanía. Después abrió las manos poco a poco con las palmas hacia abajo, y la energía pasó de sus dedos a la tierra recién abierta. El suelo tembló como si un leviatán despertara y se sacudiera el manto terroso posado sobre su lomo a lo largo de un milenio de hibernación.

Más tarde, la luz azul tomó forma de franjas crepitantes que se abrían como dedos y se hundían en la tierra. Con los brazos temblorosos, el caballero comenzó a volver las palmas hacia arriba, y los dedos de energía respondieron apretándose en torno a la puerta, que aún permanecía oculta.

Entonces comprendieron por qué había sido necesario despejar una zona tan amplia. Aunque ahora sólo tenía que desplazar cuarenta o cincuenta centímetros de materia, el caballero acusaba el esfuerzo de abrir la puerta mágicamente; la espalda se le arqueaba hacia atrás luchando por mover las manos.

El suelo temblaba y se abombaba con un estruendo de tormenta, y, cuando los dedos de luz abrieron la puerta por fin, se oyó otro sonido más: el chirrido de la verja metálica. Aquella estridencia recordó a Soth los gritos de las almas torturadas en el Abismo y comprendió que debía de haberse oído en un kilómetro a la redonda.

Una grieta oscura resquebrajó el montículo y empezó a tragar tierra y piedras. Los rayos de energía se deslizaron con destreza en la sima y la abrieron aún más, hasta que, con un esfuerzo supremo, el caballero de la muerte giró las palmas hacia el cielo de medianoche. Las puertas reventaron arrastrando tierra, y quedaron abiertas de par en par a la vez que una lluvia de desechos cubría los alrededores.

La luz azul desapareció, y Soth se asomó al borde del túnel bordeado de piedras.

—Vamos —dijo hastiado—. Siento anhelos de abandonar este lugar maldito.

ONCE

El túnel descendía en picado al principio, y el avance resultaba peligroso. El agua que goteaba de las paredes y el techo formaba sucios regueros en el suelo, y por todas partes crecían hongos pálidos y fétidos. Magda resbaló y estuvo a punto de caer varias veces, e incluso Azrael, pese a su forma de tejón y a caminar a cuatro patas, perdió pie en dos ocasiones. Sólo lord Soth atravesó el pasadizo como si de terreno llano se tratara.

—Parece que esto no se acaba nunca —susurró Magda, alzando la antorcha que había improvisado con astillas y juncos.

A la luz de la llama, que chorreaba resina, comprobaron que la pendiente se suavizaba poco a poco y que el pasaje se estrechaba, de modo que el trío tuvo que seguir adelante avanzando en fila de a uno.

El caballero de la muerte avanzaba más deprisa.

—Si el portal del final del túnel me devuelve a Krynn, no me importa atravesar el aire putrefacto de los Nueve Infiernos para alcanzarlo.

Azrael seguía de cerca a Soth cuando alcanzaron el tramo estrecho del túnel, y Magda cerraba la marcha lamiendo el techo con la llama de la tea. A pesar de que el caballero había cerrado la inmensa verja tras ellos y de que no habían visto al pasar agujeros mayores que una rata, la joven tenía la inquietante sospecha de que alguien los seguía desde las sombras adonde no llegaba su luz. Una y otra vez, un crujido penetrante o un gorgoteo grave la hacían volverse con la antorcha por delante como si fuera un talismán. No obstante, si había alguien al acecho, se contentaba con seguirlos a una distancia prudencial.

Poco a poco, el pasadizo fue ganando amplitud, y el hombre tejón y la joven se situaron de nuevo a ambos lados del guerrero. Entraron en una curva cerrada a la derecha, y, en la mitad de la trayectoria, Azrael resbaló y se detuvo.

—Huelo a huesos —gruñó. Se levantó sobre las cortas patas traseras y olisqueó el aire pestilente—. Huesos sin carne.

Al rebasar el recodo, encontraron un arco de piedra negra como el carbón que se abría a una vasta cámara. Unas columnas, de piedra negra también, se alineaban a lo largo de los muros, tan altas que la luz de la antorcha de Magda no alcanzaba el final. De las paredes colgaban, cada pocos pasos, tederos con antorchas apergaminadas y deformadas. Tras varios intentos fallidos, la gitana logró encender unas doce teas, que inundaron la habitación de luz.

Magda miró hacia arriba y vio que las hileras de candeleros se sucedían hasta el techo.

—La sala de las antorchas —descubrió impresionada—, donde Kulchek se enfrentó a los guardianes del portal, pero ahora no hay ningún vigilante aquí.

Había montones de huesos blanquecinos esparcidos por el centro de la estancia, mezclados con restos podridos de mesas de caballetes; los detritus rodeaban y cubrían el osario en parte. Aquellos despojos repugnantes asqueaban a Magda, pero atraían al enano como una taberna a los gandules. El hombre tejón recogió un fémur quebradizo y lo observó detalladamente.

—Humano… macho… no muy viejo. Eso calculo. —Dio vueltas al hueso entre sus peludas manos, lo olió y mordió un extremo. El hueso crujió de forma desagradable, Azrael lo masticó abriendo la boca con ruido a cada mordisco—. ¡Puaj, qué antiguo! No le queda ni una gota de tuétano.

Soth no prestaba atención a sus compañeros; observaba atentamente las paredes pasando las manos sobre las frías piedras. Se detuvo una vez al notar una resquebrajadura larga y recta. Tras comprobar que no era más que una fisura del muro, siguió adelante. Mientras tanto, Magda y Azrael se centraban en otros detalles; la gitana, en un armario lleno de espadas oxidadas, y el enano tejón, en unos huesos de cosecha más reciente que le habían despertado los sentidos.

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