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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (30 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—No te tomes mis sospechas a la ligera, Azrael —dijo al cabo la muchacha, más serena—. Tú no te fiabas de mí cuando nos encontramos por primera vez, sólo porque soy vistani. Yo he dado pruebas de quién soy, pero tú no.

—A mí no me has dado pruebas de nada —replicó Azrael con franqueza—. Y, por otra parte, tampoco he dicho que me fíe de ti; pero tengo buenos modales, aunque esté mal decirlo, y no te lo demuestro cada dos por tres.

Durante el resto de la tarde, avanzaron en silencio deteniéndose de vez en cuando mientras los esqueletos se enfrentaban a los muertos del camino. Soth se alejó de Magda y Azrael y pasó la mayor parte del tiempo entre los soldados; incluso lo oyeron conversar con uno de ellos en una ocasión como si comprendiera sus palabras a la perfección. Esa imagen impresionó a Magda hasta la médula.

Cuando el sol llegó al horizonte por el oeste, el camino trepaba por una pequeña colina. Los árboles escaseaban cada vez más y comenzaron a aparecer enormes moles de piedra como rasgo predominante en el paisaje. También disminuía el número de cadáveres, pero el alivio que sentían todos enseguida se trocó en preocupación por lo peligroso del terreno; hasta los inconscientes esqueletos, que siempre avanzaban con cautela y firmeza, resbalaban en los guijarros que cubrían el suelo.

Sólo Soth y Azrael proseguían sin contratiempos; no obstante, aquel camino pedregoso no era del agrado del enano, que caminaba con una expresión de dolor en el rostro. Magda se preguntaba si el paisaje le causaría añoranza. Según las palabras de Soth, en su país, los enanos vivían en grandes ciudades subterráneas construidas en piedra. Pero ella no sabía que el lugar deprimía a Azrael por lo contrario.

—¿Vamos a detenernos para pasar la noche, poderoso señor? —preguntó Azrael, que se había detenido para sacarse un guijarro de la bota.

Soth oteó el horizonte. Grandes peñas de granito se elevaban por todas partes separadas sólo por senderos oscuros y serpenteantes, cubiertos de gravilla y descoloridos matojos. El sol arrancó destellos rosados a una columna de piedra blanca que sobresalía de un cúmulo granítico unos metros más adelante.

—Acamparemos en la base de ese pilar —contestó el caballero de la muerte—. Es la señal a la que se refería Strahd.

Magda y Azrael apretaron el paso en dirección a la columna, pero estaba más lejos de lo que habían calculado. Cuando llegaron al pie del obelisco, el sol había desaparecido y Gundaria estaba sumida en la luz incierta del ocaso.

El pilar era más alto que cualquier árbol que Magda hubiera visto en su errar con los vistanis. Tenía la superficie totalmente pulida, con inscripciones en diminutos caracteres rúnicos que cubrían los lados de arriba pero no sabía interpretar los signos. Un amplio claro se extendía alrededor, con el suelo duro y limpio de piedras.

—Es mármol —dijo Azrael.

Dejó el saco a un lado y se recostó contra el pilar. La cota de malla lo aisló del ligero estremecimiento que ascendió por el mármol, y la agotadora jornada le embotaba los sentidos hasta el punto de no oír el leve susurro mágico que vibraba extendiéndose por varios kilómetros a la redonda.

Lord Soth y los doce soldados llegaron al claro.

—Al amanecer nos dirigiremos hacia el norte por los desfiladeros de esta montaña y la que se levanta al oeste —anunció con frialdad—. La travesía directa sería demasiado difícil para nosotros.

Magda dejó su hato a un lado y procedió a buscar leña para el fuego.

—No hay gran cosa para prender —suspiró escudriñando la zona en la oscuridad creciente.

—Nada de hogueras —dijo el caballero de la muerte. Pondría en guardia a cualquiera en muchas leguas a la redonda.

—¡Vaya! El ambiente para contar la historia de mi vida no será tan acogedor —subrayó el enano con sarcasmo pero es preferible que Gundar no aparezca por aquí en pie de guerra y me interrumpa.

Los demás no dijeron nada mientras el enano se frotaba las manos y se desentumecía los nudillos, como preparándose para una pelea de taberna.

—El lugar donde nací se parece mucho a lo que veis a vuestro alrededor: peñas, rocas y poco más. Al menos, así es en la superficie. Yo anduve por el exterior sólo unas cuantas veces, pero es más de lo que podría decir la mayoría de los míos, que se pasan la vida sin salir de las ciudades, forjando armas que nadie utiliza y puliendo joyas que nadie luce nunca. En la urbe de Brigalaure, paz y humildad eran la enseña, pero ellos seguían fabricando las malditas espadas y los anillos, sólo porque era importante
dedicarse
a algo…

La historia de Azrael era tan sangrienta como muchas otras que Magda hubiera escuchado, y, al igual que la mayoría, tenía un comienzo inocente.

Sus padres eran artesanos modestos, y Azrael, como casi todos los jóvenes de la ciudad subterránea de Brigalaure, estaba destinado a aprender uno de los oficios de la familia. Podría haber heredado la tradición de la forja por parte de su padre o el arte de tallar piedras preciosas por la de su madre, pero no servía para ninguna de las dos cosas.

Los martillazos, el calor y el olor del sudor en las forjas de hierro lo deprimían, y carecía de la fuerza necesaria en los brazos para dedicarse a la agotadora tarea de martillar el metal hasta darle forma y del vigor para manejar los fuelles o transportar cargas pesadas durante todo el día. Pese a ello, su padre era paciente y le concedió un período de aprendizaje de diez años, con la esperanza de que terminara por acostumbrarse al trabajo.

Para un nativo de Brigalaure con expectativas de vida de quinientos años o más, una década habría sido un lapso breve para aprender un oficio, pero Azrael se cansó antes de doce meses. Pasaba los días soñando despierto con exploraciones por el mundo exterior. Las leyendas hablaban de lagartos gigantescos, más grandes que los enormes tornos que utilizaban para mover los bloques de piedra, que arrasaban cuanto encontraban a su paso. Por ese motivo su pueblo se habían ocultado bajo tierra miles de años antes del nacimiento de su progenitor.

El padre consentía sus ensoñaciones un día tras otro a pesar de las protestas de los compañeros de la forja, hasta que, en una ocasión, se produjo un incendio por su negligencia. La casi total destrucción del taller no lo afectó en absoluto, y menos aún el estado en que quedó el aprendiz, que resultó mutilado a causa de las llamas. Al fin y al cabo, el joven enano había escarnecido a Azrael por su falta de dedicación al trabajo.

Los padres interpretaron el silencio del hijo como sentimiento de constricción, pero sabían que no podría volver a la forja. A partir de entonces, Azrael fue destinado al solitario taller de su madre.

Se sorprendió al comprobar que le gustaba aún menos que la forja, y no porque esperara que tallar joyas le resultara interesante, sino porque odiaba la profesión paterna con vehemencia. En la fragua, no era más que un aprendiz entre tres docenas, y nadie se daba cuenta de si él desaparecía una hora. En el reducido taller de joyería, en cambio, estaba a solas con su madre, y ella se ocupaba de entretenerlo todo el día con ocupaciones que lo fueran introduciendo en el arte del tallado. Limpiar las piezas terminadas, recoger las esquirlas de rubí o diamante o incluso afilar las herramientas de cortar eran tareas que requerían concentración. Su madre comprendió que no ponía el corazón en el trabajo antes de que él mismo se diera cuenta.

Azrael dejó patente su incapacidad para el arte de su madre. Sus dedos cortos y achaparrados eran una traba en aquella profesión que requería un toque delicado, y, por otra parte, se negaba a dejar de soñar despierto hasta en los momentos en que manipulaba las piedras más preciosas. Por fin sucedió el desastre. Azrael dejó caer una gema rara y frágil, que se rompió como el cristal. Su madre, harta de la incapacidad del chico y sobrecogida por la idea de tener que pagar el importe de la joya perdida, lo expulsó del taller.

Para los enanos de Brigalaure, la artesanía representaba un papel en la sociedad, y el fracaso convertía a Azrael en un marginado que, sin oficio ni beneficio, no era considerado un adulto. Era incapaz de ganarse la vida, de labrarse una posición social o de granjearse el respeto de los demás. Nadie estaba dispuesto a admitirlo como aprendiz, y menos aún tras las habladurías a raíz del desastre en la forja y la rotura de la gema. A la puerta del taller de su madre, con la filípica todavía sonándole en los oídos, el joven enano comprendió que el fracaso era definitivo y que no tenía adonde ir; Brigalaure ya no tenía nada que ofrecerle.

Recogió sus escasas pertenencias a última hora de aquel mismo día sin la menor idea de adonde ir. Cuando su padre le exigió el pago de la piedra que había roto, una oleada de cólera le inundó el alma y, en el momento en que su progenitor le dio la espalda, Azrael le hundió un martillo en la cabeza.

Después hizo lo mismo con su madre y con sus hermanos y hermanas, aunque no utilizó el martillo con ellos, sino las manos desnudas. Tenía los dedos torpes para el delicado trabajo de orfebre pero fuertes y contundentes para el asesinato.

El grito que su hermana logró lanzar antes de que la asesinara atrajo la presencia de un
politskara
a la puerta. Los
politskara
eran vigilantes que se dedicaban a conciliar las disputas que surgían sobre quién fabricaba las mejores puntas de flecha, de modo que el que llegó a su casa estaba totalmente desprevenido con respecto a la sangrienta escena que encontró. Azrael estuvo a punto de escaparse, pero el vigilante reaccionó a tiempo para congregar a un grupo de artesanos e impedir que se diera a la fuga.

Azrael no recordaba con precisión los sucesos siguientes. Una flecha disparada desde la multitud lo alcanzó y, justo cuando el círculo se cerraba sobre él, perdió el sentido. Despertó en un túnel oscuro y profundo, desterrado sin comida ni luz ni esperanzas de encontrar el camino de regreso; los ciudadanos de Brigalaure no habían tenido el valor de acabar con su vida.

Una voz que parecía provenir de todas partes, incluso de dentro de su cabeza, le habló desde la oscuridad para ofrecerle vida y poder, con la condición de que los utilizara para destruir la bella ciudad de los enanos. No bien pronunció las palabras de asentimiento, una risotada penetrante resonó por la caverna y un dolor agudísimo le desgarró las entrañas. Cayó de bruces sobre las frías piedras con los huesos retorcidos y, con la cabeza a punto de estallar, dejó escapar un grito que parecía el aullido de una bestia herida.

Quedó convertido en un zoántropo, mitad animal, mitad enano, medio tejón gigante. Gracias a los sentidos de la vista y el olfato, desarrollados por la transformación, siguió el rastro de sus perseguidores hasta llegar a la ciudad. Una vez allí comenzó a perpetrar actos terribles al amparo de las sombras, y, durante los cincuenta años siguientes, merodeó por las afueras del burgo destruyendo hogares y comercios y asesinando a todo aquel que se encontrara solo. Fueron cientos los que sucumbieron bajo sus zarpas; los ciudadanos trataron de darle caza, pero sin éxito.

—Encontré mi profesión —manifestó con orgullo, recostado en la columna de mármol—, y superé a todos en su afán por detenerme. —Magda escuchaba con atención a su pesar; estaba sentada junto al enano, inclinada hacia él en la oscuridad, y apenas distinguía su rostro mientras hablaba a la pálida luz de la luna—. Avanzaba yo delante de un grupo de cazadores por el laberinto de túneles que yo llamaba mi casa —prosiguió con expresión arrebatada— con la idea de separar a un gordo panadero de sus compañeros… Es que hacía días que no comía, ¿comprendéis? En fin, el caso es que conseguí aislarlo y atraerlo cuando de pronto se levantó la niebla. Todavía estaba preguntándome de dónde habría salido cuando me encontré al borde de un lago enorme.

—¿En Barovia? —preguntó Soth. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que Azrael había comenzado el relato.

—No; en un lugar horrible llamado Desamparo, al sur de estas tierras. Era un sitio estremecedor, sin gente, sin animales; sólo un castillo colosal. —El enano rebuscó en el cesto en busca de un trozo de pan pero no encontró nada. Había terminado su ración del día hacía unas horas—. Esto…, Magda, ¿tienes algo de comer? Creo que he acabado con mis provisiones.

La joven le tiró una manzana, y el enano frunció el entrecejo como si se tratara de algo incomestible; después se encogió de hombros y la mordió.

—Entonces vine a Gundaria —prosiguió—. Sólo viví aquí un par de meses porque no merecía la pena aprovecharse de unos campesinos que no tienen nada que valga la pena. —Mordió la manzana otra vez—. Además, hasta los hombres no son más que piel y hueso; no se les puede hincar el diente.

Magda cerró los ojos y giró la cabeza hacia otro lado. Soth, en cambio, parecía intrigado por la historia del enano.

—¿Viste al duque alguna vez? —preguntó.

—He visto el castillo de Hunadora pero no llegué a entrar, afortunadamente. Tuve que saltar al foso para escapar de manos de unos soldados, que me encontraron durmiendo en los bosques cercanos y me llevaban a la fortaleza para «interrogarme», lo cual significa tortura por estos lares.

Soth le pidió que describiera el castillo de Gundar, pero el enano sólo refirió detalles del fétido foso que rodeaba el alcázar.

—Por suerte, soy capaz de contener la respiración mucho tiempo —concluyó—, porque el agua está podrida de los detritus del castillo y los desechos de los experimentos que Medraut, el hijo de Gundar, lleva a cabo en las mazmorras.

Una risa nítida y profunda resonó en el claro. —Estás en lo cierto, Fej —oyeron decir—. Fue un enano el que hizo saltar la alarma. Tú sabes interpretar las marcas mejor que nadie.

El agudo sonido del acero contra el sílex llegó desde los pedregales, y dos antorchas centellearon en lados opuestos del calvero. Los esqueletos guerreros se abrieron en abanico, pero Magda enarboló el garrote antes de que desenvainaran las espadas; la joven no pudo evitar la sorpresa al ver a las dos siluetas grotescas a la luz de las antorchas.

Eran gigantes que doblaban a Soth en estatura, de rasgos horrendos y cuerpos malformados. Uno tenía un ojo dos veces mayor que el otro, ambos bajo una frente llena de profundas arrugas, con una nariz bulbosa y una boca que colgaba abierta como una herida profunda. Le faltaban los dientes de la mandíbula inferior, y las encías estaban roídas hasta el hueso por los serrados dientes superiores. Un brazo salía directamente del costado, en lugar de hacerlo del hombro, y se cubría el cuerpo con una camisa desgarrada; arrastraba tras de sí una gruesa cadena con un peso de hierro claveteado en el extremo. El otro gigante era igualmente repulsivo. Sus rasgos parecían más humanos, aparte del hocico porcino que dominaba el rostro, pero tenía la piel cubierta de grandes ampollas desde la cabeza a los pies cubiertas de mechones de pelos rojos como las llamas. Su espalda, deformada por una chepa, no le había impedido colocarse una variada colección de piezas de armadura que le protegían la mayor parte del torso. No llevaba armas, aunque sus manos eran tres veces más grandes de lo que correspondía a la proporción; entró en el claro blandiendo un puño amenazador.

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