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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (29 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—Perdonadme, terrible señor, pero ¿no creéis que habéis descubierto a lord Soth lo mucho que sabéis sobre él al proporcionarle un ejército como el que tenía en Krynn?

—Eso era precisamente lo que pretendía, Caradoc —replicó enarcando una ceja—. Soth ha comprendido el significado de mi regalo, y las dudas que ello despierte en su mente me serán de gran utilidad. Si no sabe a ciencia cierta lo que conozco sobre él, lo pensará dos veces antes de rebelarse contra mí. —Observó el cielo unos instantes y se alejó del fantasma—. Se acerca el alba, debo retirarme.

—¡Señor! —gritó Caradoc—. Vi cómo curabais el brazo herido del caballero de la muerte. ¿Podríais sanarme el cuello? He sido un leal…

Strahd se volvió hacia su servidor con una calma en el rostro y en la voz más temible que cualquier amenaza.

—¡Qué loco estás, Caradoc! Da gracias porque Soth no descubriera tu presencia, pues le habría permitido acabar contigo si te hubiera visto por un descuido tuyo.

—Perdonadme. Creí que… —se disculpó de rodillas, con la mirada por el suelo.

—Creíste que me dignaría sanarte. Desecha ese pensamiento, Caradoc. La esperanza de volver a tu naturaleza humana te causó problemas con tu amo anterior… —le hizo un gesto para que se levantara— y no estoy dispuesto a tolerar que semejante pretensión se repita. Olvida esas esperanzas. Eres un servidor, y lo mejor que puedes hacer es conformarte con el papel que te ha tocado en la vida.

El señor de los vampiros cerró los ojos y una suave neblina lo envolvió. Su silueta desapareció ante los ojos del guerrero, y el conde tomó la forma de un murciélago monstruoso. Al momento siguiente, Strahd volaba presuroso por el cielo nocturno hacia el castillo de Ravenloft. Se acercaba la aurora, y el ataúd de piedra que lo protegía de los letales rayos del sol lo acogería en su seno.

Una sensación de amargura invadió a Caradoc mientras contemplaba el vuelo del murciélago hacia el este, pero sabía que Strahd estaba en lo cierto; no tenía nada que ofrecer, y el conde le perdonaría la vida sólo mientras se mostrara servicial. Derrotado, se puso en marcha hacia el castillo de Ravenloft, adonde llegaría, con suerte, al caer la noche, listo para cumplir los mandatos del vampiro cuando despertara y se levantara de su tumba.

Durante la larga travesía por Barovia, el lugarteniente mitigaba su amargura con un único y desolado pensamiento: tal vez fuera posible aprender a existir sin esperanza, como a ver el mundo con el cuello roto. Era cuestión de paciencia; el tiempo ayudaba a adaptarse a cualquier circunstancia.

TRECE

Las cornejas negras habían picoteado la mayor parte del cadáver que colgaba desnudo a la vera del camino; la piel que quedaba parecía blanca como la nieve bajo los rayos del sol, y el cuerpo se balanceaba en la brisa. Tenía una pierna cortada a la altura de la rodilla, obra de algún carroñero errante, y los brazos terminaban en muñones deshilachados. El ahorcado tenía un cartel alrededor del cuello que proclamaba el motivo de su condena: «Ladrón», rezaba con grandes letras mayúsculas semiborradas por la intemperie.

—Bienvenidos a Gundaria —anunció Azrael. Sacudió la cabeza y se volvió a mirar a Soth.

El caballero de la muerte se detuvo e indicó a los trece esqueletos que hicieran lo mismo. La frontera entre los dominios no estaba señalizada y el paisaje no se diferenciaba tampoco; los desfiladeros por donde avanzaba la partida estaban cubiertos de pinos y robles retorcidos, exactamente igual que en Barovia.

—¿Por qué sabes que estamos en el ducado de Gundar?

—Por eso —repuso el enano señalando al colgado con el pulgar—. Strahd trata a sus víctimas con mayor sutileza. En sus buenos tiempos regó el campo de cadáveres, desde luego, pero era sólo por un afán de sensacionalismo. Cuando los campesinos protestan por los impuestos, el conde deja a un zapatero en la plaza al amanecer sin una gota de sangre en las venas —fingió un estremecimiento—. La carnicería justa para espantar a los palurdos. Magda se situó bajo la sombra del cadáver y levantó la mirada con una mano en la frente para protegerse los ojos del sol.

—¿En qué se diferencian?

—Gundar y sus secuaces matan a cualquiera que se cruce en su camino. Vamos a encontrar muchos más borrachínes como éste… —Azrael miró también hacia el muerto—, o ésta, en el camino al castillo de Hunadora.

—¿Habías estado alguna vez en Gundaria? —inquirió Soth—. ¿Por qué no lo dijiste antes?

—¡Oh! Esto…, ¿no os lo dije? —El enano rió con fuerza, pero sin convicción—. Os pido disculpas, poderoso señor. Es que recorro tantos lugares que a veces se me olvida dónde he estado y dónde no.

Un silencio incómodo cayó sobre ellos. Azrael, consciente de la mirada que lo escrutaba, se estiró la cota de malla, que le sobraba por todas partes, y comenzó a mesarse las patillas.

—Os lo habría dicho tarde o temprano, pero temía despertar vuestras sospechas. Viví aquí una temporada, aunque fue hace mucho tiempo. —Azrael se sintió envalentonado, incluso enfadado, al adivinar preguntas
no
formuladas en la actitud del caballero y la vistani—. Me dedicaba a robar, como ese desgraciado malnacido; era la única forma de sobrevivir. ¿Veis lo que Gundar hace con los criminales? Por eso me marché. Aunque parezca imposible, Barovia es mucho más agradable para vivir; quiero decir que, a pesar de lo peligroso que es Strahd y de que no hay quien se enfrente a él, Gundar está diez veces más loco.

Soth ordenó a los guerreros que reanudaran la marcha y echó una mirada al enano al tiempo que se ponía en camino.

—Te concedo hasta la puesta de sol para que confieses todos los secretos que me ocultas, y luego decidiré si te permito continuar con nosotros.

Azrael lanzó un suspiro, inclinó la cabeza y esperó a que pasaran los guerreros muertos. Al levantar la mirada otra vez, encontró los ojos de Magda, que todavía lo miraban desde el otro lado de la carretera.

—Si
tú tampoco
te fías de mí, deberías volver corriendo a Barovia ahora mismo. Porque, si
yo soy
un espía, ni Soth ni tú llegaréis jamás al castillo del duque. Eso es lo que estás pensando, ¿verdad, gitana? A lo mejor trabajo para Strahd, o para Gundar. —Escupió al suelo, a los pies de la joven, y se puso en camino tras los pasos de Soth.

—No dejo de vigilarte, Azrael —le advirtió Magda—. Al menor movimiento sospechoso, te abro la sesera a golpes cuando estés dormido.

El enano se detuvo y, al mirar a la muchacha, toda su ira se transformó en un gesto sarcástico.

—Ya te lo he advertido, niña; no me amenaces de esa forma a menos que pienses cumplirlo de verdad. —Se acercó a ella unos cuantos pasos en actitud agresiva, y Magda levantó el garrote lista para atacar—. Así está mejor —comentó con suficiencia. Soltó una risita sofocada y se apresuró a alcanzar a Soth—. Por cierto —gritó hacia atrás—, yo no me quedaría tan cerca del cadáver. El engendro de Gundar suele encantarlos para que sigan vivos un tiempo después de la muerte, y saben hacerse los muertos a la perfección hasta que algo apetitoso se les pone a tiro.

La vistani se apartó de un salto del ladrón colgado, aunque el cadáver no hizo más que balancearse inerte en la brisa. Magda maldijo el humor negro del enano y fue a reunirse con los demás rápidamente.

Encontraron un gran número de cadáveres ahorcados en los árboles a lo largo de todo el trayecto, además de muchos hombres apedreados y otros desperdigados por la tierra como hojas; la mayoría, aunque no todos, llevaban carteles de ladrones o traidores. Los hombres del duque trataban a sus víctimas indiscriminadamente, y hombres y mujeres, jóvenes y viejos colgaban mezclados.

Azrael tenía razón: algunos de los muertos estaban hechizados. Al primero lo encontraron colgado de un viejo roble, suspendido de una larga cuerda negra de modo que los pies casi rozaban el suelo; por los restos que quedaban dedujeron que se trataba de una mujer.

—No lleva mucho tiempo aquí —comentó Azrael al pasar, observando el raído vestido—. Los campesinos les roban la ropa al cabo de un día o dos, aunque no sean más que harapos, como los de ésta. Uno de los guerreros zarandeó a la ahorcada; está comenzó a manotear como si el esqueleto la hubiera despertado, lanzó una blasfemia y le arrebató el yelmo. Con una velocidad sorprendente, sacudió un golpe terrible con el oxidado casco que estremeció el cráneo destruido y le hizo un oscuro agujero mellado del tamaño de un puño. El esqueleto iba a desenvainar la espada, pero recibió dos golpes más.

Varios fragmentos óseos saltaron en el aire, y el casco se hundió en la cuenca de los ojos. El guerrero muerto abrió la boca de par en par y dejó caer la espada. La mujer colgada lo aferró por el tórax con las piernas y, levantándolo hacia sí, le quebrantó el hombro y le aplastó la mitad de las costillas.

Los doce guerreros restantes redujeron el cadáver a pedazos y causaron aún mayores daños a su compañero. A partir de ese momento, para no correr riesgos, Soth incitó al ataque a los caballeros no muertos cada vez que se cruzaban con cualquiera. Algunos cadáveres blasfemaban y lanzaban puñetazos o puntapiés, pero sin la ventaja de la sorpresa, no eran rivales peligrosos para las fuerzas coordinadas de los doce esqueletos guerreros.

—Si continuáramos por el bosque, no tendríamos que perder el tiempo mientras los soldados despedazan a todos los muertos —protestó Magda contrariada cuando esperaban a que los caballeros silenciaran a otro cadáver que profería amenazas al lado del camino.

Azrael se echó boca arriba en medio de la calzada con los brazos a lo largo del cuerpo, y, en esa postura tan poco digna, murmuró su aprobación.

—Excelente. Confío en los bosques; además, sería la forma de evitar este sol de castigo.

—Continuamos por la ruta —replicó Soth sin apartar la mirada de los soldados, que cercenaban el cuerpo parlante—. Según las indicaciones de Strahd, para llegar al alcázar del duque debemos evitar las trampas que pueda tendernos en el bosque.

—Mi señor —dijo Magda mirándolo a los ojos—, no os fiéis de Strahd. Os aseguro por experiencia que todo podría responder a un plan enrevesado para vengarse de vos por lo que hicisteis en el castillo de Ravenloft.

—Tal vez sea así —admitió Soth.

—Entonces —gruñó el enano, sentado en el suelo—, por el bosque no, ¿verdad?

—No —repuso Soth—. Seguiremos las indicaciones del conde. —Magda y el enano se quedaron boquiabiertos de la sorpresa.

—¿Por qué? —logró preguntar la joven.

—Sólo debéis preocuparos de una cosa —rugió el caballero—. He decidido actuar según los consejos de Strahd, y la cuestión no es discutible.

Los esqueletos, una vez reducido el último cadáver, esperaban órdenes formados en el medio del camino. El caballero de la muerte se puso al frente de los seres sin mente, y éstos comenzaron a cabalgar tras él. Magda y Azrael contemplaban el desfile.

—Seguramente tendrá razón —comentó el enano. Se cargó el fardo al hombro y cambió la posición de la cota para que no le molestara tanto—. Quiero decir que no hemos encontrado enemigos en el camino, vivos no, por lo menos, y la dirección que llevamos es correcta.

El último comentario del enano avivó las acuciantes sospechas de Magda, y sus pensamientos se reflejaron con claridad en su torva expresión. Azrael los captó enseguida y añadió:

—Sí, vi el castillo en una ocasión, pero jamás entré. Además, pienso decírselo a Soth a la caída del sol. Sólo espero un buen momento para contarle todo lo que pueda resultarle de interés. —Sonrió satisfecho—. Mi vida es mucho más interesante que esos cuentos de Kulchek. Sin ánimo de ofender, los cuentos fantásticos me aburren hasta las lágrimas.

Sin una palabra, Magda se situó tras el último guerrero de Soth. El caballero no muerto avanzaba pesada y lentamente, a pasos regulares, con la armadura chocando en los huesos, los hombros encorvados y los brazos caídos a lo largo del cuerpo; cada paso parecía un esfuerzo ímprobo.

«Así deben de sentirse los muertos vivientes —pensó Magda de pronto—. Quieren descansar pero no pueden; se ven obligados a continuar trabajando sin cesar, igual que cuando estaban vivos». Se acercó un poco más a uno de los esqueletos y observó su extraño rostro. Un casco abollado le cubría la mayor parte de la cabeza, pero las oscuras cuencas de los ojos quedaban visibles; estaban vacías, carentes de personalidad, como la cara misma.

El no muerto se desvió para evitar una piedra grande y chocó con Magda. La vistani sabía que, a pesar de no tener ojos, el esqueleto debía de ver como cualquier ser vivo, y su asombro se hizo aún mayor cuando el caballero se detuvo a escrutar el camino en busca de la causa del tropiezo y sus ojos vacíos la atravesaron como si ella no existiera.

—El medallón —dijo una voz a su espalda. Magda se giró en redondo con el bastón en ristre, y Azrael se rió a carcajadas.

—No te ven porque llevas el medallón; lo dijiste tú misma —le recordó—. Fue lo que me contaste, ¿no? ¿O era mentira? Aunque los espías solemos saber cuándo alguien falsea la verdad.

La gitana sonrió a su pesar, más por lo absurdo de la situación que por encontrarla graciosa. En menos de medio ciclo lunar había pasado de una vida sin sobresaltos entre los vistanis a luchar por su supervivencia día a día. Viajaba en compañía de guerreros no muertos y de un hombre tejón, criaturas de las que sólo había oído hablar en las leyendas hasta que Soth apareció en el campamento. Incluso llevaba un arma salida de una de sus historias favoritas, pues creía firmemente que el garrote era el mismísimo
Gard
de Kulchek.

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