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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (36 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—Te aseguro que las criaturas que acabaron con la vida de tu hijo no son servidores míos. El hombre tejón es un renegado, un asesino, y el caballero es un personaje con demasiado poder como para doblegarse a ti o a mí. —El conde hacía todo lo posible por mostrarse compungido—. Has de saber que en estos momentos tienen sitiado mi castillo; llegaron al pueblo de Vallaki a través del portal que hay en tu casa, y el caballero de la muerte cree que yo soy el culpable de ese error.

Gundar entrecerró los párpados y se mesó la negra barba rizada.

—¿Reconoces que tú les hablaste de la existencia del portal?

—Naturalmente —contestó el conde—, aunque sólo tuve trato con el caballero de la muerte, porque el otro es su sicario. —Se inclinó hacia adelante—. Pero, seamos francos, ¿de acuerdo, Gundar? Yo esperaba que el caballero provocara tumultos en tu fortaleza, y, si acababa con tu hijo, tanto mejor; pero era plenamente consciente de que a ti no podría hacerte nada…, nada serio, al menos.

El duque comenzó a ensartar una serie de feas blasfemias hasta que Strahd levantó una mano.

—Si el caballero te hubiera encontrado a ti en primer lugar —lo reconvino con frialdad—, lo habrías utilizado en contra mía; es como asesinar a los mensajeros que solemos intercambiarnos.

—Esto no es lo mismo que matar embajadores —protestó el duque iracundo—. El tejón monstruoso le rajó el gaznate al pobre Medraut. Esta infamia debe ser pagada con sangre —juró—; exijo venganza.

—Es el tejón quien debería
exigirte
una recompensa —rió Strahd—. Ese pequeño vastago te tenía aterrorizado. Lo habrías matado con tus propias manos hace ya muchos años, si hubieras podido.

Gundar volvió la espalda al conde con parsimonia y el silencio se hizo entre ambos. Cuando el duque volvió a enfrentarse a la imagen fantasmagórica, tenía el rostro transmutado por una preocupación rayana en el temor.

—El caballero de la muerte llegó a poner en jaque mi persona —dijo con seriedad—. ¡Aquí, en mi propia casa!

—Por eso he querido hablar contigo ahora —replicó Strahd—. Ese caballero de la muerte, llamado lord Soth, supone una verdadera amenaza
tanto
para Gundaria
como
para Barovia. Ya te he dicho que en estos momentos lucha contra mis servidores para asaltar el castillo. —El conde sonrió enseñando los colmillos—. Puedo deshacerme de él pero necesito tu colaboración.

Gundar hizo otra pausa y después preguntó:

—¿Qué quieres que haga?

Soth y Azrael combatían espalda contra espalda. Los cadáveres que se apilaban a su alrededor servían para frenar el asalto, y prácticamente cada mandoble de Soth y cada mazazo de Azrael añadían uno más a la barricada. Ambos habían recibido algunos golpes del enemigo, pero la armadura del caballero lo libraba incluso de las embestidas más fuertes, mientras que los poderes de regeneración del enano lo ayudaban a cerrar la mayoría de las heridas. Sólo el mercenario de las cicatrices había logrado alcanzar al enano repetidas veces y hundirle a fondo la espada de plata y el puñal encantado en el hombro y en el brazo. El enano no había podido defenderse del humano porque lo asaltaba siempre que estaba enzarzado con un zombi o con un esqueleto, y después desaparecía en la confusión de la refriega.

Los zombis eran los enemigos más encarnizados, tal como Soth esperaba, pues sus miembros continuaban luchando aún después de haber sido separados del tronco. Azrael se había hecho con una rama encendida y quemaba a las criaturas siempre que se le presentaba la oportunidad. Al parecer, el fuego era el mejor medio para detener a los cadáveres ambulantes, porque las llamas prendían con rapidez en sus harapos y en su carne deshidratada.

Azrael acababa de incendiar a otro zombi cuando seis gárgolas sobrevolaron el campo anunciando la retirada. —¡Al puente! —gritaban, al tiempo que azotaban a los zombis con los látigos de colas metálicas.

Soth no consintió que los soldados abandonaran sin pagar por ello. Partió en dos a un par de mercenarios cuando huían y borró la mueca de una calavera con el pomo de la espada. Mientras el resto del ejército se batía en retirada, Soth reflexionó sobre la estrategia a seguir en el momento en que llegaran tropas de refresco.

—Saludos, lord Soth —se elevó una voz desde una de las semiderruídas garitas que flanqueaban el puente—. Os traigo un mensaje de mi amo, el conde Strahd von Zarovich. —El sonido de aquella voz conocida sorprendió a Soth, y la espada se le cayó de la mano al ver a Caradoc de pie sobre la garita, con la cabeza todavía inclinada sobre el hombro y flotando amedrentado, medio escondido tras una almena—. Os pide disculpas por no salir personalmente a comunicároslo, pero me pidió que os dijera que vendrá a parlamentar con vos tan pronto como la luna alcance el cenit.

—Caradoc —susurró el caballero, incapaz de dar crédito a sus ojos—. ¡Canalla traidor! —Avanzó un paso y le apuntó con un dedo.

Un rayo de luz salió de la mano de Soth y se dirigió velozmente hacia el fantasma, pero, antes de alcanzar la torreta, chocó contra un muro invisible, el poderoso escudo mágico que Strahd había levantado alrededor del castillo. El rayo se disipó en una explosión de rojos y dorados.

Caradoc tardó unos instantes en recuperar la voz. Strahd había sido fiel a su palabra: el caballero no podía alcanzarlo.

—Éste es el mensaje de mi amo: «Lamento que no hayáis logrado salir de Barovia, pero la forma en que habéis tratado a mis súbditos de Vallaki y el asalto a mi propia casa no tienen perdón. Si cesáis las hostilidades ahora, tal vez me digne ser misericordioso con vos».

—¿Misericordioso? —exclamó Azrael al tiempo que sacudía un cadáver caído de un puntapié—. ¡Es él quien está acorralado en el castillo, y nos ofrece misericordia a
nosotros
!

—El mensaje para ti es diferente, enano —replicó Caradoc—. Debo decirte que estás perdido.

Soth levantó los puños en señal de amenaza y corrió unos metros. El ejército cerró filas para detenerlo, pero él se paró antes de llegar a la primera línea.

—Daré contigo dondequiera que te escondas, Caradoc —gritó, encendido por una cólera tan ardiente como el fuego que le había robado la vida.

—No venceréis a Strahd jamás —contestó el fantasma, asomándose a la almena. Lanzó una risotada y señaló su cuello desarticulado—. Esto es todo lo que supisteis hacer contra mí, y yo soy el menor de sus servidores. —Caradoc estaba tan entusiasmado alardeando ante Soth que no percibió el tenue vapor que se formaba sobre la cabeza del caballero—. Os robé a Kitiara —prosiguió a grandes voces—, ¿y creéis que podréis con Strahd? El medallón estaba escondido en mi esqueleto, en la torre de Dargaard. Estuviste a punto de pisarlo cuando esparcisteis mis huesos, y todavía sigue allí, pero nunca lo alcanzareis. Os habéis quedado sin ella para siempre.

Un puño colosal, animado por una intensa luminiscencia roja, apareció sobre Soth. El caballero alzó una mano, y el puño de luz que había creado se elevó hasta alcanzar la altura de la torreta. Entonces, Soth hendió el aire con su propio puño y el otro repitió el movimiento y golpeó el escudo invisible.

—¡
No… escaparás… jamás
! —aulló el caballero de la muerte.

El puño se estrelló contra la barrera al ritmo de las palabras y levantó truenos que se extendieron por el claro cielo nocturno; las líneas de luz azul zigzaguearon por el aire como grietas en el cemento, y la garita se estremeció hasta los cimientos.

Caradoc no necesitó más aliciente para salir corriendo hacia la fortaleza, con los gritos de Soth y el espeluznante rugido de la tormenta mágica martilleándole los oídos. El pánico cesó en cuanto vio a Strahd en la entrada.

—Al parecer, lo has enfurecido —recriminó el conde con suavidad—. Una verdadera desgracia.

El alivio que sentía el fantasma se transformó en miedo al ver el brillo metálico de los ojos del vampiro y la forma calculadora en que lo observaba.

—Amo, yo…

Strahd sacudió la cabeza para silenciar la réplica antes de que Caradoc comenzara a formularla.

—Caradoc, me temo que ya no eres grato en el castillo de Ravenloft —anunció el señor de los vampiros—. Quiero que lo abandones inmediatamente.

DIECISÉIS

El puño mágico con que Soth arremetía contra la muralla protectora del castillo de Ravenloft embistió por última vez y se disipó. El muro invisible había resistido el furibundo ataque del caballero y, aunque se había resquebrajado en varias ocasiones, las serpenteantes grietas azules se habían vuelto a soldar al momento sin llegar a abrirse del todo. El último trueno resonó en la pétrea cortina exterior del alcázar y en el glaciar seco que se abría ante la verja; después, el silencio cayó sobre el claro.

El ejército de Strahd mantenía la formación ante el puente. Al comenzar el enfrentamiento, el número de zombis, esqueletos y seres humanos sobrepasaba a sus contrincantes en una proporción de ciento a uno, pero había quedado reducido a la mitad tras el primer asalto. Algunos soldados poseían la suficiente inteligencia como para percatarse del peligro que corrían y rogaban a sus oscuras deidades que Strahd no ordenara cargar otra vez, pues no deseaban correr la misma suerte que los cadáveres desmembrados esparcidos en el campo.

Azrael, silbando sin gracia, aprovechó el alto el fuego para dar un paseo por el campo de batalla, incendiando los restos de zombis que aún se retorcían y abatiendo todo aquello que intentaba moverse. Cada vez que tropezaba con un mercenario humano, le registraba los bolsillos y se apoderaba de las monedas y chucherías que encontraba. Una vez terminado el recorrido, volvió al lado de Soth. El caballero muerto observaba la torreta donde había aparecido Caradoc para escarnecerlo.

—No se me escapará —repetía quedamente—. No permitiré que su traición quede impune.

Azrael iba a preguntarle cómo pensaba atrapar al fantasma en vista de la efectividad de las defensas de Strahd, cuando una agitación entre el batallón enemigo lo hizo callar. Las gárgolas que dirigían las maniobras levantaron el vuelo de repente fustigando al aire con los látigos. Ante la salvaje llamada al orden, los muertos y los mercenarios se dividieron en dos grupos y dejaron un pasillo vacío delante del puente. Soth se adelantó un paso hacia allí y se detuvo.

Una nube de bruma avanzaba sobre el puente y, ante los ojos del caballero, se paró en el centro, tomó forma humana y se solidificó en la persona del señor de los vampiros de Barovia, Strahd von Zarovich.

—¿Dónde está Caradoc? —preguntó Soth a voces. Strahd tenía las manos unidas a la espalda, llevaba una camisa blanca de mangas abullonadas desabotonada hasta la mitad del pecho, los pantalones negros ligeramente arrugados y las altas botas sin abrillantar. Soth sabía que el conde había preparado con detalle su aspecto para dar la impresión de que el ataque a su casa lo había encontrado desprevenido.

Strahd pasó revista a las tropas mirando a izquierda y derecha. Los zombis y los esqueletos contemplaban al conde con ojos inexpresivos pero los humanos desviaban la mirada.

—Podéis regresar al alcázar —les dijo. Mientras los soldados cruzaban el puente arrastrando los pies, el caballero de la muerte se lanzó hacia adelante como un rayo.

—Me debéis muchas explicaciones, conde —rugió.

—No os debo ninguna explicación —replicó Strahd sin emoción, con la cabeza ladeada—. Os dije todo lo que sabía sobre el portal. Yo no soy responsable de que no os haya devuelto a Krynn.

—¿Qué me decís de Caradoc? —inquinó. Se había acercado tanto que Strahd percibía el acre olor a sangre que despedía la espada del caballero—. Según contasteis, murió al entrar en vuestra casa, ¿no es así? Es mi criado y quiero que me lo entreguéis ahora mismo.

—Ese fantasma
era
vuestro criado, lord Soth —corrigió el vampiro—. Llegó a mí en busca de asilo, y, puesto que en Barovia no hay iglesias propiamente dichas, me creo responsable para con los desgraciados y lo acogí bajo mi protección. Caradoc me ha hecho un juramento de lealtad y ahora lo considero uno más entre mi servidumbre.

—Así pues, arrasaré el castillo hasta dar con él —anunció Soth al tiempo que daba un paso adelante.

Strahd no hizo nada por detenerlo y dejó que se aproximara al alcázar. Después señaló al castillo y le avisó:

—No hallaréis a Caradoc aquí. Lo habéis asustado tanto con vuestra demostración de fuerza que ha huido. —Se volvió hacia Azrael con brusquedad. El enano se encontraba a escasos pasos del conde con la maza bien asida entre las manos, pero, sin darle tiempo a decir una sola palabra, lo paralizó—. Eres un canalla con suerte; podría haberte quitado esa miserable vida con más de diez encantamientos, en vez de congelarte.

Azrael quedó petrificado con una mueca cruel en el rostro, pero a sus ojos castaños asomaban con claridad el miedo y la sorpresa.

El conde se encaró a Soth de nuevo con una sonrisa de complacencia en los finos labios.

—No os imputo los errores cometidos por aquellos que os sirven, de modo que no me guardéis rencor si tenéis una vieja pendencia que resolver con un criado mío.

El caballero de la muerte devolvió la mirada a Strahd, que continuaba junto al enano repasándole con un dedo las heridas que le habían hecho en el combate.

—En una ocasión —recordó Strahd con calma—, cuando era soldado, me vi obligado a comer carne cruda; era el único alimento disponible, ¿sabéis? y no podíamos encender fuego para no revelar nuestra posición al enemigo. —Se lamió el dedo, impregnado de sangre de Azrael, y rechinó los dientes—. Jamás se me habría ocurrido pensar que algún día me gustaría tanto.

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