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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (35 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—¿Así es cómo trata al pueblo de Krynn? —musitó el enano.

Miró entre la muchedumbre pero tardó en descubrir el motivo que había desatado la cólera de Soth, pues nadie parecía amenazarlo, aunque uno de los cadáveres llevaba un llamativo uniforme de guardia.

La imagen de aquel uniforme le paralizó el corazón un instante. La chaqueta azul con botones y hombreras dorados, los pantalones negros y las altas botas de cuero, el gorro plano de ala estrecha con el cuervo negro que extendía las alas sobre la visera; todo le resultaba conocido. Era el traje oficial de los guardias del pueblo de Vallaki, y si estaban en Vallaki…

El enano se estremeció al cristalizar en su mente la causa de la rabia de Soth. El portal los había devuelto al condado de Barovia.

Inusitadamente, Soth y Azrael no se cruzaron con nadie en el Camino Viejo de Svalich a lo largo de las dos jornadas que tardaron en cubrir la distancia entre Vallaki y el castillo de Ravenloft, en dirección este. Ambos sabían que Strahd ya habría tenido noticias de la matanza perpetrada por el caballero en el tranquilo pueblo de pescadores, y, pese a ello, nadie los molestó durante el trayecto, a pesar de que la abundancia de altibajos y recovecos en el camino que ascendía por los riscos del monte Ghakis lo convertía en un lugar ideal para las emboscadas.

Como era de esperar, los lobos los seguían a todas partes desde la distancia, y desaparecían en el bosque cada vez que Azrael intentaba sorprenderlos. El caballero de la muerte no les prestaba la menor atención, aunque sabía que enviaban información al conde; al enano en cambio le parecían un peligro y a veces pasaba horas acechándolos. Era un cazador experto, pero las bestias del conde escapaban a su pericia.

—Seguro que Strahd está esperándonos —comentó Azrael—. ¿Le reserváis alguna sorpresa, poderoso señor? Bueno, si no os importa que os pregunte, claro está.

Soth no respondió, y el enano siguió escrutando los arbustos en busca de señales lobunas. Desde su regreso a Barovia, Soth guardaba un silencio sombrío que el enano sólo había logrado romper cuatro veces en un día.

—Estoy convencido de que preparáis algo para sorprenderlo —insistió, más para sí mismo que para su compañero. Suspiró y se rascó el cuello con furia, y se arrancó unas finas tiras de piel quemada que dejaron al descubierto la sonrosada capa de dermis nueva.

Apenas se notaban ya las heridas que el rayo le había causado en la cara y en el cuerpo. Había mudado la piel calcinada, y el hombro se había colocado en su sitio por sí solo. El párpado izquierdo aún estaba un poco caído, pero la visión era perfecta; también había recuperado por completo el sentido del olfato. El único recordatorio del ataque que le quedaba era el labio y la mandíbula, lisos y lampiños como la calva.

Azrael había despojado de sus ropas a una de las víctimas de Soth en Vallaki y había cambiado la túnica ensangrentada y las calzas por una camisa y unos pantalones en buen estado; como las prendas le quedaban grandes, las redujo a su medida con una navaja que encontró en la bolsa de otro hombre. También se apoderó de la maza del vigilante caído porque sabía que el conde mandaría zombis y esqueletos a perseguirlos, y ese tipo de armas era el más conveniente para reducir a polvo los huesos reanimados. Ahora la maza rebotaba en su cadera a cada paso que daba y le transmitía seguridad.

Unos minutos antes del ocaso divisaron el pueblo de Barovia y el castillo, coincidencia que el enano interpretó como un mal presagio.

—Esto…, creo que deberíamos esperar aquí hasta que salga el sol otra vez y Strahd se encierre en su ataúd —sugirió tanteando el terreno.

—No —replicó el caballero—. Tendremos que abrirnos paso hasta el castillo, brille el sol o la luna sobre nuestras cabezas. Cuanto antes comience la batalla antes podré colgar la cabeza de Strahd a la entrada del castillo de Ravenloft.

El anillo de niebla venenosa con que Strahd rodeaba la aldea a voluntad no se veía por ninguna parte, y el pueblo mismo parecía desierto desde donde miraba Soth; no había movimiento en las calles, y la plaza del mercado y los comercios estaban cerrados, aunque todavía quedaba suficiente luz solar como para que estuvieran abiertos al público. No obstante, eso no significaba que el conde no hubiera preparado la defensa de su casa.

Un pequeño ejército se apiñaba ante el puente levadizo, única vía de acceso a la fortaleza.

—Ha obligado a los aldeanos a apostarse frente al castillo para defenderlo —observó Soth cuando comenzaron a descender por el camino.

—¿Soldados
humanos
? —se mofó el enano—. No son obstáculo para nosotros.

Sin embargo, cuando llegaron al claro, comprobaron que el grueso del ejército de doscientos hombres estaba formado por zombis, acompañados por algunos esqueletos y mercenarios humanos, temerarios y expertos en la batalla. Las gárgolas sobrevolaban las filas y obligaban a los soldados a mantener las posiciones con unos látigos de alambre de espino. Un oficial alado abandonó su puesto al acercarse Soth.

—Mi amo os envía sus saludos, lord Soth —gritó mientras salía a su encuentro por el aire. Tenía la cara alargada y la barbilla puntiaguda como una daga afilada, aunque su cuerpo era de formas tan redondeadas que parecía blando; pero Soth sabía que no era así, pues las gárgolas siempre tenían la piel dura como la piedra. Aterrizó delante del caballero, se arrodilló e inclinó la cabeza—. Mi amo ha sabido de vuestro regreso al condado, noble señor, pero desconoce el motivo de vuestra ira.

—No tengo nada que decirte, lacayo. Sólo hablaré con Strahd.

—Entonces —replicó la gárgola de pie—, sabed que mi amo ha cerrado el castillo por arte de encantamiento y que no podréis entrar a través de las sombras. —Señaló hacia el ejército allí reunido—. Sólo lograréis abriros paso a través del puente, y nosotros estamos aquí para impedíroslo.

—En ese caso, el destino de esta tropa está sellado.

La gárgola inclinó la cabeza de nuevo y se alejó volando hacia el pelotón. Cruzó el puente y entró en el patio del castillo para comunicar al conde la respuesta del caballero de la muerte. Los comandantes gritaron sus órdenes, y el ejército procedió a avanzar.

Azrael agarró la maza con fuerza y se reprochó por haber abandonado la cota de malla en el castillo de Gundar, pero enseguida apartó el pensamiento. Los filos de acero o de hierro no le harían heridas graves, pues le cicatrizaban con tanta rapidez que no les daba tiempo a poner su vida en peligro; sólo las armas mágicas o las cuchillas de plata podían infligirle daños de consideración, y no era probable que los zombis o los esqueletos llevaran objetos tan valiosos.

—Cien para cada uno —distribuyó el enano con un guiño al caballero—; lo justo para que resulte interesante.

—Salí victorioso de repartos más desfavorables cuando era caballero mortal en Krynn —contestó—, y no tenía los poderes que poseo ahora.

El ejército se había acercado a unos doce metros. Los zombis iban desarmados, pero Soth recordó lo difícil que había sido terminar con ellos en el primer enfrentamiento que había tenido en Barovia. Los esqueletos y los escasos seres humanos llevaban defensas de varias clases: espadas, hachas e incluso mayales y lanzas, pero él no desenvainó todavía.

Con un lento movimiento de la mano y una orden pronunciada en voz baja, invocó un alud de piedras ígneas. Los aerolitos eran del tamaño de su puño y, cuando cayeron sobre la primera fila, abrieron brechas de fuego dondequiera que aterrizaron, sobre carne, armadura o hueso.

Un esqueleto con el cráneo fracturado cayó de rodillas, y los zombis que venían detrás lo aplastaron a su paso. Los muertos vestidos de harapos se incendiaban, y a pesar de sus esfuerzos por apagar las llamas sólo conseguían que se propagaran a las manos y a los brazos; caían también, pero sus compañeros evitaban el fuego y no los arrollaban. Aunque los soldados no muertos combatían sin ruido, no reinaba el silencio en el campo de batalla, pues los mercenarios humanos gritaban al morir y las gárgolas seguían dando órdenes a voces.

Otros tantos soldados saltaron a primera fila para reemplazar a los primeros caídos por el fuego mágico, y el caballero de la muerte esgrimió la espada, cuya hoja parecía oscura en el crepúsculo.

El primer soldado que se puso al alcance cayó bajo la maza de Azrael, y el enano celebró la victoria con un alarido cuando el esqueleto besó el suelo con la columna vertebral partida y la caja torácica cercenada. Enseguida, la espada de Soth envió a un humano a hacerle compañía con la cabeza prácticamente separada del cuerpo. Pero el grito de victoria del enano murió en sus labios al percibir el brillo de una hoja de plata. Un asesino a sueldo con las mejillas surcadas de cicatrices se plantó frente a él; en una mano blandía una larga espada de plata y en la otra un cuchillo envuelto en una aureola mágica.

—Tras rezar a Paladine, Soth recibió una misión que cumplir —informó Caradoc—; tenía que ir a la ciudad de Istar a detener al Príncipe de los Sacerdotes para que no exigiera el poder de erradicar el mal en Krynn.

—Prosigue —ronroneó Strahd von Zarovich con las manos juntas y los dedos apuntados. Era la tercera vez que el fantasma relataba al señor de los vampiros la historia del castigo de Soth, y por fin había descubierto un dato de utilidad en los hechos.

—Aquella misma noche, los caballeros que asediaban el alcázar de Dargaard cayeron en una especie de ensueño mágico que permitió a Soth burlar la vigilancia —continuó Caradoc—. Cabalgó muchas jornadas en dirección a Istar, pero las trece elfas que habían revelado su coqueteo con Isolda al Concilio de Caballeros lo detuvieron en el camino. Le insinuaron que su esposa era infiel y que el hijo que llevaba en sus entrañas no era suyo, sino un bastardo de uno de sus «leales» hombres.

—Y lord Soth —lo interrumpió el vampiro con una sonrisa— abandonó la misión para ir a interrogar a su esposa. —Se levantó y comenzó a pasear por la biblioteca, presa de la agitación que transformaba sus rasgos—. Era un hombre muy apasionado, ¿no es así, Caradoc?

—Me confió que Paladine le había proporcionado una visión muy clara de lo que sucedería si fracasaba en su misión de detener al Príncipe de los Sacerdotes. Dijo que sabía que los dioses castigarían tanta soberbia enviando una montaña sobre la ciudad. Durante la visión, sintió el fuego que engullía la ciudad y oyó los gritos de los moribundos.

Strahd tomó asiento frente a un escritorio al fondo del estudio.

—Pero regresó a Dargaard para acusar a su esposa de infidelidad.

El fantasma hizo un gesto extravagante de asentimiento con la cabeza apoyada en el hombro.

—Y, el día en que murió, la maldición que cayó sobre él afectó a todos los que le habíamos servido lealmente. Los caballeros se convirtieron en esqueletos sin inteligencia y yo… —Levantó las manos y se miró el cuerpo transparente—. Las pasiones lo arrastraron a su perdición, pero yo no tenía por qué pagar sus pecados.

El señor de los vampiros se quedó un momento meditando las palabras del fantasma. Mientras pensaba, recordó un detalle que el místico ciego había incluido en su mensaje el día en que llegaron a Barovia Soth y Caradoc: «Sabueso cazador de jabalís y jabalí, amo y sirviente. No esperéis quebrantar su sistema, sino, por el contrario, rendidle honor».

Por fin comprendía el sentido del enigmático oráculo. Tomó pluma y papel del escritorio y redactó una nota con apremio.

—Quiero que memorices este mensaje y se lo comuniques a lord Soth.

Atemorizado, el fantasma trató de formular un ruego, pero las palabras no le salían de los labios. Al ver lo atribulado que estaba el servidor, el conde levantó una mano.

—Voy a ampliar la salvaguarda mágica contra sus poderes hasta las garitas del puente; si no traspasas ese límite, estarás a salvo.—Caradoc comenzó a protestar pero el conde le dejó el papel sobre la mesa.

—Me gustaría que el caballero de la muerte escuchara estas palabras de tus labios antes de que salga la luna. No corres peligro; te doy mi palabra. ¿Dudas de que la mantenga?

—Por supuesto que no, amo. Haré… lo que me pidáis —repuso, e inclinó la cabeza cuando el vampiro salió de la estancia.

La gárgola a la que había encomendado la arriesgada misión de saludar a Soth lo esperaba en el vestíbulo.

—La batalla no se desarrolla como debiera, amo —le informó—. El caballero de la muerte y el zoántropo han terminado con la mitad de los soldados que reclutasteis, pero ellos han recibido pocas heridas.

—La batalla se está desarrollando a la perfección, Yago —replicó Strahd al tiempo que cerraba la puerta de la biblioteca—. Todo marcha como yo esperaba. Si el ejército se reduce a menos de cincuenta, levantaré más soldados del cementerio de las afueras de la aldea. Soth no tiene la menor oportunidad de cruzar el puente. —Strahd se alejó unos pasos por el corredor y añadió—: Dentro de unos breves minutos, Caradoc saldrá para dar un mensaje a Soth; síguelo e infórmame de todo lo que suceda. —Continuó presuroso hacia una habitación en el piso superior de una torre.

Era una celda pequeña sin ventanas y cerrada por una simple puerta reforzada con hierro, que se abrió a una palabra del vampiro. Las antorchas situadas sobre las jambas se encendieron por sí solas al entrar el conde. No había polvo en las estanterías alineadas cerca de las paredes, al contrario que en el resto del castillo, ni grietas en los bloques de piedra; incluso las teas ardían sin producir humo, y el muro donde se apoyaban los candeleros no estaba manchado de hollín. Una colección de tapices con complejos dibujos geométricos y de anillos entrelazados cubría tres lados de la estancia. También el techo estaba decorado con un fresco hipnótico de líneas y colores. Había dos muebles: un taburete de tres patas y una mesa grande con cristal.

El conde colocó el taburete ante un tapiz y se sentó; dos patas de la mesa se alargaron de modo que el cristal quedó ante él.

«A Gundar no le gusta nada que me comunique con él de esta forma», se dijo el vampiro al tiempo que adoptaba un semblante grave para ocultar lo divertido que le resultaba a él. Cerró los ojos y pensó en el desastrado señor de Gundaria.

—¡Qué agallas tienes! ¡Comunicarte conmigo, en este momento, desgraciado! —bramó Gundar. Strahd abrió los ojos y miró el cristal, donde se reflejaba el duque con el semblante encendido y contorsionado. El señor de Barovia sabía que Gundar, a su vez, sólo veía de él una cabeza de fantasma sin cuerpo, rodeada por los fascinantes dibujos del tapiz, que efectivamente ejercían una atracción ineludible sobre quienquiera que los mirara durante un rato. Sin embargo, Gundar ya se había enfrentado a Strahd repetidas veces y lo sabía, de modo que enfocó la mirada en el conde y dijo—: ¡Pagarás cara la muerte de Medraut, Strahd!

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