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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

El caso de la viuda negra (5 page)

BOOK: El caso de la viuda negra
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—Sí, la verdad, tiene sentido eso que dice usté.

—¿Suele ocurrir a menudo? Me refiero a que desaparezcan objetos de valor de los cadáveres.

—Pues no, no suele ocurrir. Al menos desde que yo me hice cargo de esta casa.

—¿Cree posible que alguien pudiera entrar en el depósito?

—Es un sótano y estaba cerrado, ya sabe, a cal y canto.

—Ya. Pudo ser cualquiera, ¿no?

—Pues claro, en la confusión del traslado del cadáver, cuando entraron por la mañana.

—Luego usted no cree que fuera Demóstenes.

—Quia.

—Bien, entonces sería fácil que lo readmitiera.

—Imposible, si casi me echan a mí. Tanta cosa rara junta no es normal, no sé ni cómo sigo trabajando aquí.

—¿Cómo dice?

—Sí, por lo del robo del cadáver.

—¿El robo del cadáver?

—Sí, el que enterró Demóstenes el mismo día que lo tuve que echar. Un mendigo. Aquella misma noche hice yo la guardia porque me había quedado sin guarda nocturno. Cuando hice la ronda de las seis, me encontré con que habían profanado una tumba... ¡y robado un cuerpo!

—¡Vaya! ¿Qué me dice?

—Lo que oye usted —dijo Zacarías santiguándose—. Me quedé de piedra. El fiambre de la 236 había sido desenterrado y se lo habían llevado.

—¿Cómo?

—Alguien había saltado la tapia por el lado oeste, vi las huellas; se llegó donde la tumba, la profanó, abrió el ataúd y se llevó el cuerpo del mendigo. Eché un vistazo alrededor porque no se puede saltar tan fácilmente una tapia con un muerto al hombro.

—Claro.

—Miré en los panteones, en los nichos vacíos: nada.

—¿Y las huellas? ¿Había huellas? —preguntó Víctor intrigado.

—No. Sólo las de la entrada del individuo.

—O sea, que me dice usted que un tipo entró, dejó huellas de entrada y sacó del recinto al muerto sin que quedara ni rastro de su salida.

—Exacto.

—¿Puede usted llevarme al sitio donde encontró las huellas?

—Sí, claro.

Los dos hombres caminaron hacia el lado oeste del camposanto; de camino, el detective quiso saber:

—¿Y el ataúd? ¿Podría verlo?

—Lo quemé esa misma mañana. Ya ve usté, ¿qué clase de persona hace algo así? Llevarse el cuerpo de un cristiano. ¡Dios sabe que motivos empujan a alguien a comportarse de esa manera!

—¿Fue aquí? —preguntó Víctor situándose al pie de la tapia.

—Aquí mismo.

El detective se acuclilló y observó con atención el suelo, desmenuzando con los dedos pequeños grumos de tierra.

—Apenas queda rastro, pero es un pie grande, parecen botas de suela rústica. ¿Y la tumba? ¿Dónde queda?

Zacarías lo acompañó al lugar: una tumba abierta que esperaba un nuevo inquilino. La tierra rojiza se acumulaba a los lados de la fosa. Echó un vistazo, pero no sacó nada en claro.

—Este suceso era interesante, pero comienza a convertirse en extraordinario —comentó—.

Veamos, según he entendido, la misma noche en que trajeron el cuerpo del coronel llegó a última hora un desgraciado, un mendigo a quien encontraron muerto en la calle.

—Sí, así es.

—Y a la mañana siguiente, cuando se destapó el asunto del dedo del coronel y antes de que usted acudiera al Ayuntamiento, ordenó a Demóstenes que enterrara el cuerpo del mendigo.

—En efecto.

—De manera que un día después, y ya tras el despido del pobre Demóstenes, usted se encontró con que habían robado el cuerpo del mendigo.

—Es exactamente así. Se hará cargo de que casi me echan; son demasiadas cosas raras en un solo día para un cementerio.

—Ha dicho usted bien, Zacarías, ha dicho usted bien. Y yo no creo en casualidades. En veinticuatro horas alguien mutiló a un fallecido y después robó un cuerpo; me parecería mucha casualidad que ambos sucesos no estuvieran relacionados.

—¿Piensa usted que algún loco merodea por el cementerio?

—No le digo que no. ¿Me permite echar un vistazo al depósito?

Caminaron hasta el pabellón principal, entraron y bajaron unas estrechas escaleras mal iluminadas con lámparas de gas hasta llegar a una puerta recia, de hierro, cerrada a cal y canto con dos candados. Justo delante de ella había un pequeño recibidor.

—Aquí hicieron la guardia los dos soldados ¿no?

—Cierto —asintió Zacarías mientras se afanaba en abrir los candados—. ¡Adelante!

El chirrido de la puerta que se abría dio paso a un horrible hedor entre muerte y formol que repugnó al detective. En cuanto el capataz encendió un par de lámparas, Víctor pudo ver que se hallaban en una estancia cuadrangular, amplia pero muy oscura y con varias camillas en las que habían de descansar los cadáveres antes de su inhumación. Echó un vistazo aquí y allá. Había azulejos blancos que tapizaban las paredes como en un hospital. Vio algún rastro de sangre seca en el suelo y sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Golpeó los muros con el bastón y examinó los armarios del fondo. Sobre una mesa había instrumentos quirúrgicos de los que usaban los forenses que le recordaron su aprendizaje con su otro mentor, don Alberto Aldanza. Intentó pensar en otra cosa. Aquello formaba parte del pasado.

—No hay ventanas —dijo por único comentario.

Oyeron unos pasos que bajaban las escaleras a toda prisa.

—¡Don Víctor, don Víctor! —llamó una voz—. ¡Es su mujer!

El detective se giró y vio aparecer en la puerta del sótano a un guardia, Peláez.

—¿Cómo? —acertó a decir alarmado.

—¡Se ha desmayado! —contestó el otro—. La detuvieron. Estaba en una protesta de las sufragistas frente al Gobierno Civil y nos ordenaron detenerlas. Yo sabía que era su esposa, don Víctor, así que dije a mis compañeros que a ella ni la tocaran. Pero, ¿sabe?, se empeñó en que «ella era como las demás», que si detenían a sus compañeras, «a ella también». ¡No sabe usted cómo se puso! Las subimos al carromato grande, al de transporte de detenidos. Eran muchas, se ve que había poco aire y se privó. Me manda don Horacio, está en su despacho y ya está allí su médico. He venido en un coche de caballos.

—Vamos —ordenó Víctor mientras subía las escaleras a la carrera.

Capítulo 3

—No se preocupe, Víctor, que está perfectamente —dijo don Braulio, el médico personal del comisario don Horacio Buendía—. Le he ordenado que descanse; ha sido un simple desmayo. Ha bebido agua de azahar y está más repuesta. Que descanse un ratito y, hala, a casa. ¡Ah, y enhorabuena!

Víctor abrió la puerta del despacho de su jefe tras estrechar la mano del doctor y vio a Clara tumbada en el sofá de las visitas. Tenía buen aspecto y parecía sonriente. Junto a ella velaba sentado en una butaca su buen amigo, don Alfredo Blázquez, que charlaba con la dama muy animadamente.

—¡Clara! —exclamó Víctor sentándose junto a su esposa a la vez que le tomaba las manos—. ¿Estás bien? ¿Cómo has...?

En ese momento reparó en que el médico le había dado... ¿la enhorabuena?

—Tranquilo, tranquilo, no ha sido nada —contestó ella muy serena.

El rostro de Víctor dejó traslucir su enfado; ¿o quizá no?

No sabía cómo sentirse. Estaba indignado. Clara había vuelto a protagonizar un incidente con sus amigas sufragistas, a las que todos tomaban por locas. Se había comportado como una irresponsable.

—¿Cómo te has metido en un lío así? ¿Cómo has podido? A ti no te tenían que detener, saben que tú eres...

—¿Por qué? ¿Por ser tu mujer?

—Todas están en la calle a esta hora, Víctor —dijo don Alfredo conciliador.

—¡Pero debías haberme consultado! Soy tu marido.

—Y un policía —repuso Clara—. No puedo traicionar a mis amigas contándote a ti dónde vamos a organizar las protestas.

—Pero ¿qué necesidad tienes de meterte, de meterme, de meternos en estos líos? ¿No sabes que ce pueden dar un cachiporrazo o puede que te patee un caballo? Es peligroso.

—Claro, para ti es fácil. Tú puedes votar.

Víctor gruñó desesperado. Sabía que ella no iba a ceder. Eran unas locas, y su mujer, una de ellas. Además, tenían razón.

Contó hasta tres. La miró. Tenía buen aspecto. Se había asustado de veras.

«¿Enhorabuena?»

La miró a los ojos. Era una mujer fuerte, aunque su aspecto delicado y su belleza le hacían parecer vulnerable. ¿Y si le ocurría algo alguna vez? No quiso ni pensarlo. Su tez blanca, sus ojos azules y su boca de labios perfectos eran los mismos del primer día en el Paseo del Prado, cuando la conoció siendo un don nadie y pensó que nunca lograría siquiera hablar con ella. Pensó en su madre y en él mismo recién llegados de Extremadura, la miseria, los primeros años en Madrid y en la ayuda de don Armando, «el sargento Molinillo», que lo sacó de las calles para brindarle un futuro como policía. Pensó en los libros que le sacaron del arroyo. Clara estaba guapísima, con esa belleza serena que sólo las mujeres embarazadas llegan a adquirir.

—Don Braulio me ha dicho que enhorabuena —acertó a decir. Don Alfredo y Clara sonrieron.

—Si digo yo que a veces pareces tonto... —sentenció el inspector Blázquez mirándolo con ternura.

—Creo que hay otras maneras menos espectaculares de decirle a un hombre que va a ser padre, ¿no? —protestó sintiéndose afortunado, mientras ella lo abrazaba.

Estaba enojado con su mujer. Y contento con la vida, que no le trataba mal. Ella iba a darle otro hijo. ¿Desde cuándo lo sabría? ¿Cómo se le ocurría ir a una manifestación estando embarazada?

Qué inconsciente. Qué valiente. Pensó que ojalá nunca cambiara.

Aquella tarde, en casa del inspector Ros, los dos detectives volvieron a reunirse a petición del dueño de la casa.

—¿Y Clara? —preguntó Alfredo Blázquez sentándose junto a Víctor en el gabinete.

—Está descansando. Una siesta que no le vendrá nada mal.

—¿Y la niña?

—Con su abuela.

—Sólo ha sido un susto. No debes inquietarte.

—Ya, ya, ha venido nuestro médico y dice que todo va bien, pero no puedo evitar preocuparme por ella. No sé, preferiría que no asistiera a esas manifestaciones con sus amigas. La gente las toma por locas.

—¿Y cuándo te ha importado a ti lo que piensen los demás?

—No, no. No es eso. Pero es que montan unos números de órdago a la grande. ¡Si le arrojaron pintura roja al senador Miñano a la salida de una sesión! Me las vi y me las deseé para conseguir que no durmieran en la cárcel aquel día.

—Ese tipo se la tiene jurada. Odia a las sufragistas.

—Ya lo sé, y me parece un reaccionario, pero...

—Aunque estás de acuerdo con ellas, te gustaría que Clara no estuviera siempre en primera línea.

—Exacto.

—Pero ella es así, cuando la conociste ya era sufragista. Es una joven idealista, transgresora como tú. Lucha por algo en lo que cree.

—Sí, pero ahora está embarazada. Me gustaría que se lo tomara con algo más de calma. ¿Tú sabes la de veces que he tenido que ir a comisaría a sacarlas del calabozo?

—Desde luego, hay que reconocer que persistentes lo son un rato.

—No lo sabes tú bien. Si ganan el derecho al voto se lo merecerán, sin duda.

—Víctor, esta mañana, en el despacho de don Horacio, Clara me ha asegurado que mientras dure su embarazo no participará en las acciones que lleven a cabo sus amigas, aunque estará siempre en retaguardia, apoyándolas. Es un detalle, conociéndola.

—Vaya, algo es algo —repuso Ros algo aliviado—. Espero que algún día ganen su batalla. Esto me coloca a veces en una situación delicada, ¿sabes? Estoy harto de las risitas de los guardias, de los compañeros. Me imagino lo que dirán: «¡un policía renombrado con una esposa sufragista!», «si no controla ni a su propia mujer...».

—¿Y a ti eso te importa?

—Pues la verdad, no, pero empieza a cansarme. Además, tú mismo estabas en contra del voto femenino cuando conocimos a Clara.

—Pero me ha convencido.

—¡Vaya! Nunca es tarde.

—Y mi esposa ha decidido unirse al grupo.

Víctor estalló en una sonora carcajada. Al menos contaría con la ayuda de su amigo a la hora de sacar de la cárcel a aquel grupo de indomables feministas cada vez que fueran detenidas.

—¡Acabáramos! Aunque, la verdad, no me imagino a tu Amalia encadenándose a la puerta del Congreso.

Se miraron sonrientes.

—Pues más bien no. Pero no me has mandado llamar para esto, ¿no?

—No, claro. ¿Un cigarro?

Blázquez aceptó la invitación y encendieron sendos habanos con pausa, dejando flotar el silencio. La mirada de don Alfredo vagaba por las estanterías de la bien nutrida biblioteca de Víctor.

—Es por lo del sepulturero —dijo Ros de pronto—. Es un caso raro, muy raro. Mira, ¿sabes que al día siguiente de ocurrir lo del dedo alguien robó un cuerpo del cementerio?

—Vaya...

—Y, como sabes, yo no creo en casualidades. Así que te he llamado porque quiero que veamos a Demóstenes; tenemos que repasar con él todo lo que nos contó. Hay huellas de entrada del tipo que entró a robar el cadáver, pero no de salida.

—¿Y eso?

—Ah, es sencillo, entró por el muro oeste porque hay un pequeño poyete que hace más fácil escalar, lo comprobé a la salida. Una vez dentro del camposanto salió por el sur; para ello recorrió un empedrado que llega al pie de la tapia, de ahí que no se observen huellas de salida. Allí hay un pequeño peldaño que permite saltar con más facilidad. Pero hay una cosa que me preocupa: para poder pasar un cadáver por encima de una tapia hacen falta dos o más personas.

—Ya. ¿Y por qué iba alguien a querer robar un cuerpo?

—No sé. Hay mucho loco suelto. Comienzo a sospechar que quizá no cortaron el dedo al coronel por el anillo, sino que nos hallamos ante algún desequilibrado que busca cadáveres o fragmentos de ellos. Pero no adelantemos acontecimientos y vayamos a ver a nuestro amigo Demóstenes. Tengo que hablar con él. Veo difícil lo de su readmisión.

—¿Y quién investiga lo del cuerpo desaparecido?

—Nadie, era un mendigo.

—Tienes razón; deberíamos hablar con el bueno de Demóstenes.

Víctor y don Alfredo fueron caminando hasta La Latina arrebujados bajo sus abrigos, pues el sol se había puesto y comenzaba a oscurecer en una fría tarde típica del Madrid invernal. Una vieja embozada en un enorme pañuelo negro, que apenas dejaba ver más que su prominente nariz, pregonaba que tenía las mejores castañas asadas de la Villa a la vez que se acercaba al brasero para quitarse el frío de los huesos. Había poco trasiego de viandantes por las calles y las farolas de gas aún no habían sido encendidas, por lo que una sensación de tristeza invadió a los dos amigos en su trayecto hasta el domicilio de Demóstenes, al final de la calle Segovia, en la casa que llamaban de «los corralillos». La electricidad llegaba de manera inminente y todos aguardaban a contemplar un Madrid iluminado por farolas de luz eléctrica. Un signo más del avance de los tiempos.

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