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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (9 page)

BOOK: El círculo
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A Rebecka siempre le ha gustado Minoo, pero no es muy accesible. Le parece tan madura que siempre se siente un poco infantil y, en cierto modo, en situación de inferioridad. Además, Minoo es sistemáticamente superlista. En secundaria, durante los debates, era inexorable, capaz de exponer argumentos clarísimos, uno tras otro. Nadie que discutiera con ella tenía la menor oportunidad, ni siquiera los profesores. A veces, después del debate, Rebecka se daba cuenta de que la argumentación de Minoo presentaba ciertas lagunas. Pero cuando Minoo exponía sus razones, todo sonaba tan obvio que no cabía más que aceptarlas.

Tiene que ser estupendo ser así, piensa Rebecka. No dudar nunca de uno mismo.

—Está todo el instituto —dice Gustaf bajito.

—Es terrible —susurra Rebecka—. Ahora, de repente, a todo el mundo le importa.

—Ya, porque todos quieren demostrar que no son ellos quienes lo acosaban —responde Gustaf.

Rebecka observa la cara de Gustaf, su seriedad, el perfil recto y el pelo rubio y revuelto. Muchos creen que no es más que un jugador de fútbol guaperas, pero no lo conocen. Es inteligente, mucho más inteligente que la mayoría de las personas que Rebecka conoce, pero no en el sentido de listo para las matemáticas, sino listo para vivir. Rebecka le coge la mano cálida y seca y la aprieta con fuerza.

El rumor cesa en cuanto la directora sube al escenario.

—En este centro ha tenido lugar una tragedia —comienza.

Se oye el primer sollozo en una de las primeras filas, pero Rebecka no puede ver quién llora.

—Elías Malmgren falleció aquí, en el instituto. Su familia y sus amigos están pasando por algo terrible. Cuando una persona joven decide quitarse la vida, nos afecta a todos.

Se oyen más sollozos. Rebecka nota un vértigo repentino. El aire se vuelve denso y pesado de respirar.

—¿Rebecka? —susurra Gustaf.

La voz de la directora suena cada vez más lejana, como si estuviera hablando debajo del agua.

—Tengo que… —musita Rebecka.

Gustaf la comprende. Como siempre, él la comprende. Le ayuda a levantarse y la acompaña discretamente a la salida. Ella nota que todas las cabezas se vuelven hacia ellos, pero no le importa. Necesita aire.

Ya fuera del salón de actos siente que se le pasa el vértigo. Respira hondo.

—¿Quieres que salgamos al patio? —pregunta Gustaf—. ¿Te traigo un vaso de agua?

—Gracias —responde Rebecka, le da un abrazo y, con la nariz hundida en su cuello, inspira el olor—. Ya me encuentro mejor. Es que estaba un poco aturdida.

—¿Has comido algo esta mañana?

—Sí —responde—. ¿Por qué lo preguntas?

No han hablado nunca de su problema, aunque Rebecka está segura de que Gustaf se lo imagina. Lo ha notado en ciertas miradas, ciertas pausas que hace como si tomara impulso para preguntar, pero al final no sabe cómo.

—Es que… como estabas mareada…

No debería enfadarse. Lo único que le demuestra con el comentario es que se preocupa por ella.

Pero ¿no podrías preguntarme directamente?, piensa. ¿No puedes preguntarme algo que llevas meses queriendo saber? ¿Será verdad lo que dicen de Rebecka? ¿Que después del almuerzo del comedor va y vomita la comida? ¿Que se mareó en clase de gimnasia a principios de noveno porque no comía nada?

¿Y por qué no puedes contárselo tú sin que te pregunte?, le dice una vocecilla interior. Es tu novio. Y os queréis.

Rebecka ya sabe la respuesta.

Tiene miedo de que la deje. Porque, ¿cómo iba a poder seguir con alguien tan rollo? Que está tan mal de la cabeza que dejó de comer, luego empezó a comer de más y a vomitar, y luego ha vuelto a no comer nada… Alguien que siempre teme volver a perder el control. A los chicos no les gustan las chicas con problemas de ansiedad. Quieren tías normales y alegres, que se rían mucho. No ha resultado nada difícil comportarse así con Gustaf, porque él la hace tan feliz… Y ese lado oscuro ha podido ocultarlo hasta ahora.

¿Por qué no iba a gustarle a él ese lado también?, le pregunta ahora la misma voz. Deja que pase y lo vea, así lo sabrás. Cuéntale lo que nunca le has contado a nadie.

Rebecka saborea las palabras. El alivio que sabe que experimentaría. Y la angustia que vendría después. Contar los secretos es hacerse vulnerable. Recuerda cuando estaba en secundaria, cómo se utilizaban los secretos cual armas arrojadizas en guerras que estallaban una y otra vez. Incluso lo más inocente se transformaba en veneno en manos de otros.

Pero Gustaf no actuaría así, ¿no?

No, conscientemente no, desde luego. Pero basta con un comentario imprudente en presencia de alguien en el campo de fútbol; si dice algo de que está preocupado por ella, por ejemplo, y enseguida se pone en marcha el carrusel de los cotilleos.

No, decide al fin. Más vale que me lo guarde. Solo así podré estar segura de que el secreto sigue siendo un secreto.

—Me temo que el desayuno ha sido más ligero de la cuenta —dice—. Salí a correr antes de desayunar, así que habría debido comer un poco más.

Así no hablaría una persona con problemas alimentarios, ¿verdad?

Gustaf parece aliviado, aunque no del todo convencido.

—Tienes que cuidarte —le aconseja—. Significas tanto para mí…

Rebecka le besa los labios, increíblemente suaves.

—Tú lo significas
todo
para mí —le susurra ella pensando que, en realidad, eso no es completamente cierto, porque claro, los demás también son importantes para ella: su madre, su padre, sus hermanos. Pero es bonito decir algo así. En cierto modo, encierra el sentimiento inmenso que le inspira Gustaf que, en el fondo, no puede expresarse con palabras.

—¿Quieres que entremos otra vez? —pregunta Gustaf.

Rebecka asiente. No se sentiría bien largándose.

Cuando entran de nuevo en la sala, ven que la directora sigue en el escenario. Ahora llora todo el mundo. Los de primero, los de segundo, los de tercero. Gente que ni siquiera sabía de la existencia de Elías. Nadie mira a Rebecka ni a Gustaf, que vuelven a ocupar su sitio.

—Ahora vamos a leer un poema y luego guardaremos un minuto de silencio por Elías —dice la directora con voz dulce—. Después saldremos al patio y arriaremos la bandera a media asta.

La directora abandona su lugar, y una figura de melena rubia que acaba de subir al escenario ocupa su puesto.

A Rebecka se le queda la boca totalmente reseca. Es Ida Holmström quien está en el escenario.

—Esa chica es increíble… —murmura Gustaf.

Pero nadie más parece reaccionar. Y claro, ¿por qué habían de hacerlo? Ida fue la representante de los alumnos en el consejo escolar y delegada de los compañeros durante toda secundaria. Una de las favoritas de los profesores.

Nadie lo
obligaba
a vestir como vestía ni a maquillarse en el instituto.

Las palabras de Ida resuenan en la cabeza de Rebecka. La joven se inclina y respira sin querer demasiado cerca del micrófono. El sonido se acopla en los altavoces y se van acallando los sollozos.

—Me llamo Ida Holmström y fui compañera de Elías durante nueve años. Era un chico estupendo y todos intentamos apoyarlo cuando se sentía mal. Su ausencia nos ha dejado un vacío. Por eso me gustaría leer este poema, en nombre de todos sus amigos.

Rebecka mira de reojo a Gustaf, que se está mordiendo la lengua de tal manera que se le han tensado las mandíbulas.

«Cuando haya muerto, amado / no entones tristes preces / ni rosas a mi lado plantes / ni umbríos cipreses.»
[1]

Ida se aclara la garganta, le tiembla la voz. ¿Estará conmovida? ¿O estará fingiendo? Los sollozos se reanudan. Es un poema muy bonito, pero nada encaja tan poco como que sea Ida Holmström quien lo lea por Elías.

O sea, si tan terrible le parecía, podría haberse adaptado y haber sido un poco más normal
.

Rebecka gira la cabeza discretamente y mira a Linnéa, de todas las personas que se encuentran en la sala abarrotada, tal vez la única amiga de verdad que tuvo Elías.

Linnéa no trata de ocultar el odio tan inmenso que siente. Rebecka nunca le ha visto una mirada como aquella, y enseguida se da cuenta de que ocurrirá algo.

«Sé la verde hierba sobre mí, húmeda de lluvia y de rocío. Y si quieres, recuérdame, y si quieres, olvídame.»

«Cuando haya muerto, amado / no entones tristes preces», termina de recitar Ida, y mira al público, como si esperase un aplauso. Luego añade:

—Vamos a guardar un minuto de silencio por Elías.

Y el silencio se cierne sobre los presentes, pero solo dura unos segundos. Rebecka oye a su espalda el asiento plegable que se cierra ruidosamente cuando Linnéa se levanta de golpe.

—Eres una hipócrita de mierda —dice sin levantar la voz.

Varios cientos de alumnos se vuelven a mirar con estruendo.

—Te has plantado ahí como si Elías te hubiera preocupado lo más mínimo. Tú, que te dedicabas a acosarlo como los demás.

Ida se ha quedado helada en el escenario. La directora se levanta.

—Linnéa… —comienza.

Pero Linnéa se encamina al pasillo lateral, se va acercando a la tarima y eleva la voz para acallar la de la directora:

—En octavo, Erik Forslund, Robin Zetterqvist y Kevin Månsson le cortaron el pelo a Elías… —Continúa hablando mientras se dirige resuelta al escenario, donde sigue Ida, convulsamente aferrada a la tribuna—. No le dejaron más que unos mechones y le sangraba la cabeza. ¡Y las tijeras se las diste tú, Ida! ¡Fuiste tú! ¡Yo te vi! ¡Y vosotros también, asquerosos hipócritas de mierda!

Se oyen voces de asentimiento en el fondo de la sala, donde se han sentado otros alternativos que también están indignados.

Ida se inclina hacia el micrófono.

—Es horrible que Elías sufriera aquí ese tipo de acoso —dice con voz extrañamente chillona—. Pero lo que acabas de decir no es verdad.

Todo ocurre tan rápido que nadie alcanza a reaccionar. De repente, Linnéa se planta en el escenario y empieza a caminar hacia Ida, que deja la tribuna y retrocede despacio.

—¡Linnéa! —se oye gritar a la directora, presa del pánico.

Y Rebecka piensa que va a ocurrir algo terrible. Hay que parar aquello. Hay que pararlo ya.

Un segundo después se oye un tintineo procedente del techo. La viga metálica a la que están atornillados los focos del escenario tiembla y se desploma sobre la tribuna, aterrizando en el suelo con estrépito, entre Linnéa e Ida. Fragmentos de cristal se arremolinan en el aire al estrellarse las bombillas contra el suelo.

Los altavoces emiten unos pitidos terribles y todos se tapan los oídos con las manos hasta que el conserje logra desconectar el cable. Luego se impone el silencio. Un silencio sepulcral. Todo el mundo retira las manos de las orejas. Nadie dice una palabra.

Linnéa e Ida se miran fijamente. Sin pestañear. Al final, es Ida quien pierde aquella batalla muda. Echa a correr y baja del escenario para buscar la protección de sus amigas, que se encuentran en las primeras filas.

Crece una vez más el rumor de antes. La directora trata de decirle algo a Linnéa, pero esta baja del escenario de un salto y sale corriendo hacia la salida.

Rebecka ve el polvo que sigue flotando en el aire. Los fragmentos de las bombillas esparcidos por el parqué.

He sido yo.

Es una idea absurda, pero no le cabe la menor duda. Ella ha hecho que suceda. Es imposible y, aun así, es lo que ha ocurrido. Y ha ocurrido delante de todos.

—Bueno, vamos a calmarnos —se oye la voz de la directora desde la tribuna—. Los de las primeras filas saldréis primero. Y los demás los iréis siguiendo. Nos reunimos en el patio.

Rebecka no puede dejar de mirar la viga metálica. Nunca ha creído en lo sobrenatural. Nunca se ha tomado en serio las historias de fantasmas ni los horóscopos.

Ahora no es que crea que son verdad. Es que lo
sabe
.

Anna-Karin es de las últimas en dejar el salón de actos. Estaba sentada al fondo, al fondo del todo, para que nadie se fijara en ella. Hoy era más importante que ningún otro día, puesto que se había dejado a
Peppar
en casa. O más bien, se diría que la decisión fue del propio
Peppar.
Cuando fue a cogerlo, el animal se lanzó a esconderse debajo del sofá, y allí se acurrucó hasta que ella tuvo que salir para no perder el autobús.

Anna-Karin se sintió herida y asustada.

Siempre ha tenido buena mano con los animales. La adoran. Siempre ha sido así.

Pero ahora, toda su realidad se ha desvirtuado. Piensa en
Peppar.
En su madre, que perdió la voz y todavía no la ha recuperado. En esos sueños tan extraños que tiene y en que lleva dos mañanas seguidas despertándose con el pelo oliéndole a humo. El caos que han presenciado en el escenario guarda algún tipo de relación con todo eso.

Se mueve como un autómata escaleras abajo y sale al patio. Ve por entre la multitud que el conserje se acerca al asta de la bandera. Al fondo divisa a la directora. Tiene una expresión severa.

Izan la bandera hasta lo alto y luego la bajan y la detienen a dos tercios del asta. Y ahí la dejan colgando lánguidamente.

Se quedan allí unos minutos, sin saber qué hacer. Algunos se ponen a llorar otra vez, pero resulta un poco forzado, después del drama que han presenciado en el escenario. La directora dice algo y los que se encuentran más cerca de la bandera empiezan a retirarse en grupos hacia el interior del edificio. Ha llegado el momento de la charla en cada aula, con el profesor y con los psicólogos. «Cuando ocurre algo así, es importante identificar todos los sentimientos y procesarlos», había dicho la directora en su discurso. Como si los sentimientos desagradables fueran tan fáciles de eliminar como la basura del patio.

Anna-Karin contempla la bandera.

Pobre Elías, se dice. Aunque, al menos, tenía varios amigos que eran como él.

Anna-Karin nunca ha formado parte de un grupo. Nunca le ha gustado un tipo de música concreto ni tampoco ha tenido un estilo en particular. No hay en ella ningún tipo de singularidad.

—Esa puta de Linnéa…

La voz que resuena a su derecha le resulta muy familiar. Dirige la vista hacia ese lado y ahí está Erik Forslund. A su lado se encuentran Kevin Månsson y Robin Zetterqvist. Los que atacaron a Elías con las tijeras en aquella ocasión. Y a los que Linnéa acaba de delatar delante de todo el instituto.

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