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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (36 page)

BOOK: El desierto de hielo
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—¿Me protegerás, Aruk?

El espíritu estaba confundido.

—Me dejas admirado, tienes mucho coraje.

—El coraje no me servirá de nada si la dama de hielo me caza. No tengo mi vara ni mi atame y el parto debilitará mis fuerzas.

Aruk sonrió.

—Me tienes a mí.

—¿Qué puedes hacer?

Aruk miró atrás y comprobó las huellas que nuestro trineo dejaba tras de sí.

—Necesitas invisibilidad para tener a tu hija y protegerla. Velaré por vuestra invisibilidad.

Y tras nuestras huellas la niebla espesa cubrió la nieve y fundió nuestro rastro. El trineo, los perros y yo penetramos en un territorio mágico y viajamos durante días y noches tras la incansable osa. Nos deteníamos a comer y a reponer fuerzas y yo llegué a olvidar hasta mi embarazo.

Diana se encargó de recordármelo.

* * *

Selene se detuvo y se llevó la mano al pecho sin quitar los ojos de Anaíd. Durante el tiempo que duró su relato, la inquietud la había ido atenazando. La corazonada que acababa de sentir le confirmaba que el peligro se había ido aproximando. Estaban rodeadas.

—Tenemos que hacer algo. ¿Lo sientes, verdad?

Anaíd apenas podía hablar. Sentía, lo mismo que su madre, una amenaza incierta.

Selene abrió con cuidado su bolso y entregó una cajita a Anaíd.

—Esperaba regalártela al final de esta historia, pero será mejor que la estrenes ya.

Anaíd, asombrada, sacó la sortija de esmeraldas.

—¡Es la sortija mágica! —exclamó.

Selene miró hacia la puerta. Suspiró y confió en su intuición.

—Tienes que pedir ayuda a los espíritus. Son los únicos que pueden ayudarnos.

—¿Por qué yo?

—Es tuya. Es tu sortija. Eres la única que puede usarla.

—¿Tú no?

—Ya no. Enseguida lo comprenderás.

—¿Y qué quieres que haga?

—En cuanto te pongas la sortija, aparecerá un espíritu protector dispuesto a servirte. Tal vez crea que eres una Odish. No le desmientas. Actúa con arrogancia y ordena que nos proteja.

—¿Protegernos de quién?

—Anda, póntela.

Anaíd no hizo más preguntas y obedeció a su madre. Efectivamente, al ponérsela apareció ante ella un altivo guerrero almorávide de nobles rasgos bereberes. Selene no podía verlo y Anaíd le interpeló:

—Bienvenido. Has respondido rápido a mi llamada.

Se sorprendió de hallarse en aquel lugar.

—Mis respetos, señora. ¿En qué siglo estamos?

—El veintiuno.

—¿He sido convocado tras un milenio de inactividad guerrera?

—Te necesito.

—A su servicio, mi señora. Ardo en deseos de conquistar una taifa en estas fértiles tierras de Levante.

Anaíd se asustó de su impetuosidad y, tal como le había indicado Selene, se propuso impresionarlo.

—Soy Anaíd, tu reina. ¿Cuál es tu nombre?

El curtido guerrero la estudió con desenfado.

—Yusuf Ben Tashfin, victorioso jefe de las batallas de Sagrajes y Zalkaqa, de la tribu guerrera Sahanga que puebla los territorios del Sahara, emir de Al—Andalus y vencedor de Aledo.

Anaíd se vio obligada a situarlo en la realidad.

—Han sucedido muchas cosas desde la conquista de Al—Andalus.

—Lo supongo.

—Estoy en peligro. Ha sido una suerte topar con un guerrero como tú.

Ben Tashfin se creció como un pavo real.

—¿Debo suponer también que me deseáis como estratega y jefe de vuestra tropa?

Anaíd suspiró y meditó. No había considerado esa posibilidad, pero no le pareció descabellado. Intentó imprimir un tono duro a su voz. El que utilizaban en las películas de soldados.

—¿Con qué fuerzas contamos, Ben Tashfin?

—¿Curtidos almorávides?

Anaíd asintió. Por probar no perdía nada.

—Reorganizando a mis hombres conseguiré reunir a un millar de bravos espíritus guerreros.

Anaíd se llevó las manos a la boca. Los fantasmas también podían constituir una fuerza contra las Odish. No había contemplado esa posibilidad.

—Y llevando la sortija me obedeceréis ciegamente...

Yusuf Ben Tashfin bajó respetuosamente la cabeza y se inclinó ante Anaíd.

—Sí, mi reina.

Selene interrumpió la conversación.

—Anaíd, el espíritu puede protegernos, pero tienes que saber contra quién. Pregúntale.

—¿El qué?

Selene adelantó los pendientes y los mostró a Anaíd.

—No fue Roc quien te regaló estos pendientes.

Anaíd estaba inquieta.

—¿Entonces?

Selene se mostró implacable.

—El que te los ha regalado es quien nos persigue. Tu espíritu nos defenderá.

Anaíd sabía pero no quería saber. Se dirigió al fantasma.

—¿Quién me ha regalado estos pendientes?

Ben Tashfín no dudó ni un instante.

—Gunnar, mi reina. ¿Le atacamos?

Anaíd los dejó caer, anonadada. No había reparado en la coincidencia. Eran los mismos pendientes de rubíes que Gunnar regaló a Selene al cumplir dieciocho años. Formaban parte del tesoro de la granja de Islandia. Se revolvió contra su madre.

—¿Quieres que destruya a Gunnar?

—Escúchame, Anaíd, tienes que saberlo todo, todo.

—¿Por qué?

—Ahora no callaré hasta acabar con nuestra historia.

Anaíd se acurrucó temblando junto a su madre. Frente a la puerta, etéreo pero poderoso, Ben Tashfin montaba guardia y defendía la pequeña fortaleza.

Capítulo 15: La llegada de la elegida

El parto comenzó con suficiente tiempo para buscar un refugio. Las contracciones eran cada vez más fuertes, cada vez más dolorosas. Detuve el trineo y avisé a la osa. Inmediatamente se puso a cavar en la nieve y comprendí que construía una madriguera como la que ella hizo para esconder a su cachorro. La ayudé en lo posible. Di de comer a los perros, solté a Lea para que amamantara a Víctor y recogí lo imprescindible para mi parto. No quise pensar. No quise imaginar lo que podría sucederme si había complicaciones. Nadie podría ayudarme a recolocar la cabecita de mi niña o a empujar o coserme en caso de desgarro. Daba lo mismo; las contracciones eran tan potentes y frecuentes que mi dilatación debía de estar avanzada. Y lo estaba, porque sentía unas tremendas ganas de empujar. Me contuve hasta que pude arrastrarme dentro del túnel que había cavado la osa, lo rellené de pieles, me armé de toallas y me acuclillé con las piernas temblorosas empujando con ahínco. El dolor era espantoso, sentía miles de cuchillos afilados clavándose en mi vientre y hundiéndose en mi carne. Respiraba entrecortadamente, superficialmente; el tiempo entre contracción y contracción era tan breve que no me daba tiempo a reponerme. Echaba de menos una mano a la que sujetarme, una voz acariciante que me animase, una palmada en mi espalda que me felicitase por mi valor. Me rompía, noté cómo me rompía a pedazos y mi cuerpo se desgarraba.

Yo misma, con mis manos, recogí al bebé que salía de mi cuerpo. Y por fin lo conseguí.

Diana nació perfectamente. Bajo su capa de grasa blanca, que no limpié porque la protegía del frío y las infecciones, era una niña preciosa. La envolví en las pieles y la apreté junto a mi pecho. Diana existía, Diana no era una invención. La abracé con fuerza. Conté sus deditos, contemplé sus pupilas asombradas y me extasié por la perfección de sus orejitas, su naricilla y sus ojos de un azul intenso. Golpeé sus nalgas para que rompiese el llanto. Movió sus pequeños brazos, agitó sus manos y golpeó mi nariz.

Diana estaba viva y lloró con voz potente. Al acercarla a mí golpeó su cabecita una vez y otra contra mi pecho con la boca entreabierta hasta que se agarró a mi pezón y chupó ávidamente. Yo misma corté el cordón umbilical con mi ulú y lo enrosqué en su ombligo. Luego, expulsé la placenta y caí en un profundo sopor que nada ni nadie interrumpió.

La cueva era cálida, pero necesitaba comida y agua. Salí al cabo de un día arrastrándome y llevando a mi hija conmigo y, al sacar la cabeza fuera de la madriguera, asistí a un espectáculo bellísimo. Un brillante cometa con la cola más larga y esbelta que había visto jamás surcó los cielos y dio la bienvenida a Diana a este mundo.

Diana pareció agradecer la ofrenda de la estrella con una sonrisa, aunque probablemente sólo me lo pareció; un bebé de un día no sabe sonreír y sus ojillos son ciegos. ¿Era casual? ¿O se trataba del cometa del que hablaba la profecía? No había pensado en ello. No me había preguntado por la naturaleza de Diana ni observé ninguna diferencia en ella. Me tranquilizó comprobar que era un bebé sano y precioso, nada más.

Subí al trineo muy debilitada y sentada en el pescante comí pescado seco y derretí nieve, pero no era suficiente. Tenía fiebre, estaba enfebrecida otra vez y casi no pude alcanzar el botiquín de las medicinas. No podía enfermar en esos momentos. No podía. Diana me necesitaba. Tomé un antibiótico y me tendí sobre el trineo, sin fuerzas para dirigirlo. Lea lamió mi mano y me recordó que tenía que atarla para dirigir el tiro. Lo hice a duras penas. Y cuando el trineo se puso en marcha, me desvanecí.

Desperté horas más tarde. Aruk estaba a mi lado contemplándome, pero parecía evanescente, a punto de desaparecer. Hasta su voz flaqueaba.

—Selene, Selene, escucha: tienes que hacer un esfuerzo.

Yo no podía. Estaba al límite de mi resistencia.

—Selene, coge las pieles y a la niña y entra en la cueva. La osa te cuidará.

—¿Y los perros? —musité.

—Suéltalos —me indicó Aruk.

Creo que así lo hice. Con mi pequeña asida al pecho y llevando conmigo lo que pude, penetré en la cavidad, esta vez más grande y más cómoda, del refugio de la osa. Allí nos recibió con grandes muestras de alegría la pequeña osezna. Se restregó contra mí con su cálida piel y lamió mis manos. Su calor y su afecto me tranquilizaron, pero no me ayudaron a vencer la fiebre.

Perdí el conocimiento y creí que ni yo ni la pequeña Diana sobreviviríamos a esa última aventura.

Días después tenía la cabeza dolorida y la boca seca. Tenía hambre, mucha hambre y sentía el cuerpo entumecido, pero había desaparecido la fiebre.

¿Dónde estaba? Parecía un lugar seguro y caliente y notaba un cosquilleo extraño en mi cara. Me acordé de Diana. ¡Mi hija! ¿Dónde estaba mi niña?

Palpé con las manos y noté un bulto de carne caliente junto a mí, pero al abrir los ojos me asusté. Inclinada sobre ambas, la niña y yo, pero sin tocarnos, con una delicadeza impropia de su tamaño, Camilla, la gran osa, aproximaba su pezón hasta la boca de la pequeña Diana. No podía creerlo: mi niña estaba mamando la leche de la gran osa. Diana había sobrevivido a mi enfermedad gracias a la leche de Camilla. Reí de alegría mientras contemplaba la escena, conmovida, esperando que mi niña saciase su apetito. Recordé la leyenda que en su momento me pareció improbable de la criatura salvada por una osa. Recordé las palabras de la pitonisa ciega: «¡Oh, Selene, permite que la gran reina de las nieves la amamante y le dé la fuerza de los árticos!».

Y de los recovecos de la memoria, recuperé las dos primeras estrofas de los viejos versos de la profecía de Om sobre la elegida.

Verá la luz en el infierno helado,

donde los mares se confunden con el firmamento,

y crecerá en el espinazo de la tierra,

donde las cumbres rozan los astros.

Se alimentará de la fuerza de la osa,

crecerá bajo el manto cálido de la foca

impregnándose de la sabiduría de la loba

y al fin se deberá a la astucia de la zorra.

Tuve un escalofrío al reconocer en mi propia experiencia los designios de la profecía.

Diana había visto la luz en el infierno helado, se había alimentado de la leche de una osa y sobrevivía bajo el calor de las pieles de foca.

Tantas veces como la repetí de niña hasta memorizarla, sin saber que yo misma la protagonizaría.

Los designios del destino eran azarosos, pero nunca absurdos.

Estaba hambrienta y busqué algo para alimentarme. A mi lado, como un regalo de los dioses, encontré un hígado caliente de foca y, curiosamente, no me repugnó. Me pareció un bocado exquisito y reconstituyente. Estaba necesitada de alimento y el hierro y las proteínas me apetecían. Tenía que recuperar fuerzas y alimentarme para tener leche. Comí hígado crudo, comí foca cruda, comí vísceras de ballena y carne de narval.

Durante el tiempo que permanecí en la cueva de la osa, abrazada a su piel cálida y comiendo su caza, perdí la cuenta de los días y las noches, pero Diana, mi pequeñina llorona, me recordaba cada dos o tres horas que existía y que me necesitaba para crecer. El cachorro de oso nos lamía frecuentemente y reconocía en Diana a una compañera de juegos, todavía demasiado pequeña, demasiado frágil. Camilla gruñía de satisfacción al ver cómo nos recuperábamos. Regularmente abastecía la despensa de la cueva y nos calentaba con su enorme cuerpo. Y yo viví pendiente de la pequeña vida que latía contra mi pecho. Pero en cuanto cayó su ombligo, sus bracitos se volvieron gordezuelos y me dirigió su primera sonrisa, tuve la certeza de que saldría adelante y dejé que las preocupaciones volvieran a acuciarme.

¿Qué había ocurrido con Gunnar? ¿Y la fiel Lea y su cachorrillo? ¿Y Aruk? Desde que desperté en la cueva de la osa, a pesar de reclamar la presencia del espíritu inuit frotando el anillo, no se había vuelto a presentar ante mí. ¿Había perdido mis poderes?

Por más que lo intentaba, no conseguía hacerme comprender por Camilla y su cachorro. Tampoco entendía sus gruñidos. Y en cambio, recordaba la naturalidad con la que antes me comunicaba con ella. ¿Qué me había pasado? ¿El nacimiento de mi hija me había privado de mis poderes?

Afortunadamente, no de todos. Un día oí nítidamente la llamada de Deméter. Creí morir de alegría. Escondida en una madriguera bajo el hielo, en el fin del mundo, Deméter conseguía dar conmigo. Era su llamada.

Comprendí que, al finalizar el embarazo, había finalizado también mi incomunicación. Ahora yo también estaba capacitada para responderle. ¡Qué tonta! No había pedido ayuda telepática desde el parto y podía haberlo hecho.

Concentré pues todas mis energías en la fisonomía de mi madre y me puse en contacto con ella. Sentí su mente receptiva, cálida. Le transmití vida para hacerla sabedora del nacimiento de su nieta y le pedí ayuda.

Estaba esperanzada. Ya no me sentía sola. Volvía a formar parte de la comunidad. Una vez acabado el embarazo, acababa mi larga incomunicación.

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