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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (40 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Hice lo que Cristine me había indicado. Me arrodillé y lloré ante ellos pidiendo clemencia para la vida de mi hija, la elegida de la profecía, a quien Baalat pretendía destruir con su nigromancia. Fui escueta y clara. Quería justicia.

Me escucharon.

La devoción con que los muertos escucharon mis palabras fue ejemplar. Luego me hicieron esperar.

Y esperé y esperé durante un tiempo sin tiempo, hasta que por fin me comunicaron que habían tomado una decisión.

Los muertos fueron piadosos. Los muertos a los que rogué compasión para con mi hija y ante los cuales acusé a Baalat de transgredir los principios de la vida fueron justos.

En conciliábulo, juzgaron a Baalat, consideraron que su actuación era inadecuada y que su acoso a una niña sin posibilidades de defenderse miserable.

Luego pronunciaron su veredicto. Delante de mí condenaron a Baalat a ser atada con los cordajes de los deseos incumplidos en los confines de las aristas de la venganza. Y aunque Baalat se resistió y gritó, la redujeron a la fuerza, y con cordajes amargos y rencorosos contuvieron su espíritu rebelde y lo dominaron a su pesar.

Baalat quedó condenada a permanecer en la oscuridad sin posibilidad de regresar al mundo de los vivos.

Sin embargo, las generosas leyes de los muertos le concedieron la palabra momentos antes de mi regreso, cuando yo ya había llenado de alegría mi corazón y soñaba con volver a abrazar el cuerpo caliente de mi hija para siempre.

Entonces Baalat, prisionera de la ley de los muertos, pronunció estas terribles palabras:

—Regresaré por voluntad de Diana. Cuando ella cumpla quince años el poder del cetro de O y el amor de Diana me concederán la potestad de romper mis ataduras y volver al mundo de los vivos.

Inmediatamente los muertos hicieron callar a Baalat, pero no pudieron anular su profecía; estaba embrujada.

Eso fue lo que dijo Baalat, ésa fue su promesa, y su amenaza.

Ésa fue su profecía, que, si bien nunca creí, siempre me incomodó. Y en lugar de deshacer el camino de vuelta con alegría, lo hice arrastrando la preocupación de ese futuro incierto quince años después.

Ignoraba cuánto tiempo habría transcurrido en el mundo de los vivos durante mi ausencia. No sabía qué pasaría a partir de ese momento. No sabía si Cristine, mi aliada, se convertiría en mi enemiga. Ni si tendría que luchar para defenderme del ataque de la dama de hielo que pretendería quedarse con la elegida.

Iba haciendo cábalas de todo ello mientras ascendía hacia la luz y me llenaba los pulmones de oxígeno y las retinas de color. La vida, poco a poco, volvía a mi sangre y los sentimientos humanos que había dejado morir durante el descenso fueron tomando cuerpo. Me temblaron las piernas al recordar los besos de Gunnar; sentí un hormigueo en los dedos al desear el tacto de la piel de Diana; la boca seca me pidió agua y mi estómago rugió hambriento. Volvía a estar viva. Volvía a renacer.

Y como hiciera Om en tiempos inmemoriales, regresé de nuevo al lugar de donde había partido, con mi condición humana intacta y mi piel curtida. Aunque nunca más sería la misma, nunca más compartiría con el resto de los humanos su ignorancia sobre el más allá. Y si bien esa experiencia me hacía más vulnerable y más humilde, también me hacía infinitamente más sabia y más vieja.

No obstante, la sorpresa de mi regreso estaba fuera de cualquiera de mis previsiones. Al poner los pies en la misma sala de hielo de donde partí, me esperaba, tal y como la dejé en mis recuerdos, mi niña, mi dulce niña, dormida en sus pieles de foca con la placidez del sueño en sus párpados cerrados y su dedito entre los labios. Pero no estaba sola, ni mucho menos. Junto a Cristine, su abuela paterna, estaba Deméter, su abuela materna. Mi madre.

Poderosa, sabia, imponente. Mi madre me había buscado y me había encontrado en los confines de la tierra.

La emoción no me impidió perder la razón.

¿Qué estaba pasando allí? ¿Una reunión familiar?

En absoluto.

Las expresiones de ambas eran serias, concentradas, tensas. Se miraban mutuamente, no dejaban de mirarse, y sus manos sostenían sus varas.

De golpe comprendí que estaban luchando y que habían llegado a un punto muerto en el que dominaban a su oponente, pero no podían dar el salto de vencer a su contraria porque estaban prisioneras de la magia de la otra bruja. Inmóviles, condenadas a la parálisis. Estaban en tablas y así podrían permanecer durante mucho tiempo si alguien no decantaba la balanza.

Me detectaron por el rabillo del ojo. Ninguna de las dos cometió la imprudencia de levantar la vista y descuidar su guardia. Y en ambas expresiones vislumbré una esperanza...

Sin cejar en su control, Deméter habló con determinación:

—Selene, te esperaba, sabía que lo conseguirías. Ayúdame.

Yo no me moví de donde estaba.

En el rostro de Cristine se dibujó una sonrisa de agradecimiento.

—Selene, gracias por acabar con Baalat. Ayúdame.

Deméter intervino con rotundidad:

—Selene, no dudes; la duda te inclinará hacia el mal. Sigue tu instinto, Selene. Para salvar a tu hija.

Y Cristine, con su voz dulce, la desmintió:

—Selene, sabes que Diana lleva sangre Odish y sabes bien que por ello las Omar no la admitirán como la elegida. No escuches a Deméter. Quiere arrebatarte a la niña porque no la puede aceptar.

Yo continuaba paralizada escuchando a una y a otra, aunque poco a poco iba tomando una decisión.

Deméter susurró con voz convincente:

—Selene, hija, nunca te he abandonado, siempre he velado por ti y velaré por tu niña también. No hagas caso de la Odish. Las Odish mienten.

Y en ese mismo instante me enfrenté a mi madre: 

—¿Y tú acaso no mientes? ¿No me mentiste cuando me hiciste creer que vivía con dos mortales que en realidad eran dos Omar?

Adelanté mi cuerpo interponiéndome entre ambas y dándoles un respiro para que tomasen fuerzas. Contemplé la blanca mano de Cristine y me repetí la profecía de la vidente ciega: «Teme la blancura de sus manos y el hielo de su corazón o serás devorada por ella».

Aferré mi ulú por la empuñadura y lo blandí por sorpresa.

—Me engañaste, Deméter —y balbuceando para mí misma las palabras de la vidente, grité—: Pero soy una Omar y lo seré siempre.

Con lágrimas en los ojos herí con mi ulú la blanca mano de Cristine, confiada como su razón; le hice soltar la vara y capté la tristeza que causa el desengaño. Le había hecho creer que la creía. Jugué con sus armas de Odish, jugué como Gunnar había jugado conmigo fingiendo su amor por mí. Pero no pude llegar hasta el final. Me negué a participar en el conjuro contra Cristine. Le debía mi vida y la vida de Diana.

—Es tuya, Deméter.

Me había costado mucho entregar a Cristine, pero nunca había olvidado las palabras de la pitonisa ciega: «La dama de hielo procura su presa pero no espera el arma».

Me arrodillé junto a la cuna de Diana y me tapé los ojos para no asistir al fin de Cristine.

Deméter debió de darse cuenta y fue piadosa: escuché así su voz reduciéndola a la inmovilidad.

—Yo te conjuro, Cristine, a permanecer inmóvil mientras mi aliento no me abandone. Mi vida velará por el cumplimiento de tu encierro.

Cristine, la bella Cristine, quedó atrapada dentro de un esbelto bloque de hielo y con ella el hielo atrapó su pena por haber sido víctima de un engaño.

No quise mirarla y me lancé a los brazos de Deméter.

—¡Mamá! —exclamé, y lo hice con verdadera alegría.

Deméter me acogió con calidez. Sus brazos eran robustos, su pecho mullido, y en su regazo me sentí por fin a salvo de todos los peligros de este mundo. Deméter me hizo levantar la cabeza y con una dulzura que no le conocía pasó su mano áspera pero tierna por mi mejilla.

—Mi niña... ¡Cuánto he sufrido por ti!

Y por primera vez la comprendí. Había dejado de ser hija para convertirme en madre y pude entender que, más allá de las diferencias y los equívocos, Deméter me quería por encima de todo, como yo siempre, siempre querría a mi hija.

Con Diana en mis brazos me despedí silenciosamente de la bella dama de hielo, prisionera del frío mientras Deméter viviera, y a bordo de un trineo conducido por dos amables inuit del clan de la foca, me alejé con mi madre y mi hija del lugar más bello y desolado de la tierra. Del desierto de hielo.

Atrás quedó el recuerdo de Gunnar, y su rostro se fue enfriando como el hielo que cubría a su madre.

Atrás quedó Lea, con su cachorro Víctor y su lealtad.

Atrás quedó la piel de la generosa Camilla, la osa hospitalaria, y atrás quedó la osezna Helga, hermana de leche de mi hija junto con la pequeña inuit Sarmik.

Atrás quedaron también la tristeza, el miedo, la soledad y el temor a no poseer nunca un hogar.

Atrás quedaron mis sueños y mi rebeldía intentando ser simplemente una humana.

Y  atrás quedó definitivamente el color rojo del pelo de mi niña, así como su nombre, Diana. Su pelo lo teñimos de negro y a su nombre le dimos la vuelta, simbólicamente, para marcar el nuevo tiempo del olvido en el que Anaíd, y no Diana, permanecería oculta. Nadie sabría de su condición de elegida, hasta que tuviese la fuerza, el equilibrio y la sabiduría que dan la experiencia y la vida.

Hasta que cumpliese los quince años.

Y Deméter hizo contigo, Anaíd, lo que no había hecho por mí. Permaneció por espacio de quince años en el mismo lugar, abandonó al clan y a la tribu, y se volcó con obcecación en un solo propósito: quererte.

* * *

Anaíd no daba crédito a su historia.

Entonces, Deméter había muerto defendiéndola después de quince años de devoción absoluta. Y Cristine Olav, la dulce dama que la protegió y veló por ella mientras su madre permanecía secuestrada por las Odish, era su abuela.

Deméter la quería.

Cristine la quería.

Y Gunnar era su padre y había vivido creyendo que estaba muerta.

Y ella, Anaíd Tsinoulis, o mejor, Anaíd Gunnardottir, era medio Omar, medio Odish. De ahí su ambigüedad continua, de ahí sus poderes, de ahí su comprometida misión.

Le temblaron las piernas.

Se había abrazado a Selene, a su madre, que con sólo dieciocho años la dio a luz, sola, en medio de los hielos, protegida por una osa, y luego descendió a los infiernos por el Camino de Om y la libró de la terrible Baalat.

—¿Lo comprendes ahora? ¿Comprendes por qué no debes hablar con nadie?

Anaíd comprendió demasiadas cosas.

—¿Por la profecía que pronunció Baalat?

—Exactamente. Baalat juró que, cuando cumplieses quince años, tú misma le pedirías regresar. Y contra su profecía nada pueden hacer los espíritus.

Anaíd palideció.

—Y Baalat regresaría para destruirme.

—A ti, a la elegida.

—¿Y qué tenemos que hacer para que eso no ocurra?

Selene suspiró.

—No hay otro remedio que desandar el Camino de Om y pedir de nuevo justicia a los espíritus. Aunque esta vez será diferente.

—¿Por qué?

—Porque deberás ser tú quien lo haga.

—¿Yo?

—Yo ya intercedí una vez por ti. Ellos únicamente escucharán a la elegida.

Anaíd sintió un sudor frío en las manos y esa vez comprendió a qué se debía el miedo de esa presencia vaga que rodeaba la caravana donde estaban alojados. Fuera, en la oscuridad, pululaba Baalat. ¿Bajo qué forma?

Y entonces lo vio claro. Esa nueva dirección de correo, ese nick, esa extraña insistencia de Roc en exigir su atención...

—Demasiado tarde —musitó Anaíd.

Selene comprendió rápidamente y la cogió por los hombros, nerviosa, alterada.

—Repítelo.

—Lo siento, creo que le he pedido que venga.

Selene no podía creerlo.

—¡No puede ser! ¿Cómo? ¿Cuándo?

Anaíd fue valiente y se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. Luego habló:

—Lo siento, lo siento mucho, perdona... No lo sabía.

—¿Cómo ha sido?

—Se comunicó conmigo haciéndose pasar por Roc. Yo creía que era Roc y me extrañó, porque me pedía continuamente que le dijera mis pensamientos y que deseara con fuerza que viniese.

—¿Y lo hiciste?

Anaíd lo admitió.

—Roc me gusta, estoy loca por él. Creía que hablaba con Roc.

—¿Le pediste que viniese?

—Sí. Me dijo que vendría a verme pronto...

—¿Y estás segura de que era ella?

Anaíd bajó los ojos avergonzada.

—Estuve ciega. No sé cómo no me di cuenta. Su nick era... Bailemos Astal Amanecer, Lokamente, Absurdamente Tuyo.

—¡BAALAT! —gritó horrorizada Selene.

—Ha sido ella —admitió Anaíd.

—Quién.

—Esa mano que intentó ahogarme ahí fuera. Ya existe, ya la he convocado, ya se ha liberado de sus ataduras.

Y en ese mismo instante golpearon la puerta.

Selene y Anaíd, las dos al unísono, actuaron con rapidez: apagaron las luces y blandieron sus atames. Sus hojas brillaron a la luz titilante de la luna.

Yusuf Ben Tashfin miró a Anaíd con devoción.

—No abráis, mi reina.

Anaíd se llevó la mano al pecho. Ahora sabía que Selene no podía ver ni oír al guerrero almorávide. Así pues hizo la pregunta:

—¿Quién es?

—Gunnar.

Y Anaíd, ansiosa, se precipitó hacia la puerta sin que Selene pudiera impedírselo.

Efectivamente. Allí estaba ante ella. Alto, rubio, con los ojos tan azules y límpidos como los suyos, la sonrisa más acogedora del mundo y los brazos abiertos, esperándola. Allí estaba Gunnar, su padre.

Y Anaíd, a pesar del grito de Selene, dio un paso hacia él y los dos se fundieron en un abrazo.

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