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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (55 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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La primera patrulla de castigo salió. Marchó por algunas callejuelas cercanas. El incendio brotó en el patio frontal de una casa y las rojas serpientes de las llamas se enroscaron en la baranda de madera adornada con cabezas de dioses. Los secos arbustos ardieron y las lenguas de fuego se reflejaron en el espejo de las aguas, lamieron después las estacas sobre las que se alzaba la casa en el agua y allí, al contacto del líquido, silbaron y se apagaron. Entonces se animó la escena. De las bocacalles cercanas desbordó una riada de enemigos; no eran ciudadanos a quien el aliento del demonio hubiera sacado de su tranquila paz, sino fuertes y salvajes soldados, tropas de Guatemoc, que habían llegado desde las regiones del sur. De nuevo los españoles tuvieron que sentir el olor de la sangre caliente y ver aquellas pupilas encendidas de voluptuosidad de muerte y violencia. Desde detrás de sus escudos de juncos trenzados llovían las flechas con punta de pedernal; chocaban contra los arneses y yelmos, al tiempo que los sables de madera buscaban una hendidura, una abertura en los petos de algodón. Muchos indios se arrojaban de espaldas y dejaban que los caballos pasaran sobre sus cuerpos para entonces clavar un venablo en su panza. Los veteranos recordaron sus combates más encarnizados y blandían, entre juramentos, sus hachas de combate. Ocho de ellos yacían ya bañados en su sangre, pálidos como cadáveres, caídos detrás de la protección de sus escudos. Ahora se oía una gritería infernal. Los indios atacaban en racimos apretados. Los jinetes iban cediendo paso a paso hacia la puerta del castillo y miraban a los sirvientes de las piezas que en la rampa estaban indefensos ante el torbellino que se iba aproximando.

Por fin pudieron refugiarse de nuevo tras el parapeto y cayeron entonces sobre sus cabezas las acres censuras del capitán general. Ocho bajas era un precio elevado en demasía para una escaramuza. Los veteranos se disculpaban; eran gente de Narváez y no sabían todavía usar las armas con perfección. Creían tener que habérselas con cubanos…

La noche. La vida no había cesado en Tenochtitlán. Más allá de este círculo de muerte que trazaban las balas de piedra de un quintal, la vida rebrotaba por doquier. Se encendieron luces. En la plataforma del templo se apretujaba el cortejo de los sacrificados y, sobre el lago, corrían de nuevo embarcaciones. Cada movimiento, cada actividad, era una prueba de odio, ese odio que ahora tenía acorralados a los extranjeros en el palacio del antiguo rey.

Se debía reducir la ración de pan y tener mucha economía en el consumo del agua. Tampoco trajeron nada para el gran señor los fieles vasallos y por eso tuvo que sujetarse al régimen severo del duro y agusanado pan de maíz de los españoles, que le era servido en bandeja de oro. Su mirada estaba turbada. Cortés evitó el acercarse a las habitaciones reales; se paseaba intranquilo durante la noche y trataba de aplacar el hambre de sus veteranos, que refunfuñaban, por medio de buenas palabras y de algún regalo en oro. Los tlascaltecas eran portadores de tristes noticias. Alrededor se habían roto los diques y un cordón de embarcaciones cuidaba de que no se llevaran provisiones a los españoles. Diariamente éstos hacían salidas. Algunos indios de cuerpo rojizo quedaban tendidos en el polvo ensangrentado, pero también, cada vez, dos o tres españoles pagaban su tributo a la muerte. La ciudad parecía invulnerable al hierro y al fuego. Las casas tenían sus raíces, como quien dice, en el agua y en la tierra a un tiempo y, sobre sus estacas, se mantenían firmes en aquel suelo húmedo. Los incendios se apagaban y no era posible hacer que el fuego se propagase a toda una fila o hilera de edificios. Así iban pasando los días, envueltos en peligro y en luchas. Pero las noches eran cien veces más tristes, cuando, después de le cena escasa, los capitanes apoyaban sus codos sobre la mesa y entablaban interminables discusiones. Cada uno de ellos, tenía su propio plan. Proponía el uno una salida general y decisiva; el otro se contentaba con salvar lo que aún podía ser salvado. También se oía alguna voz medrosa indicando que tal vez fuera posible llegar a una inteligencia con los revoltosos y renunciar de una vez a Moctezuma. Los cabecillas prisioneros sacudían la cabeza:
Aguila-que-se-abate,
es decir Guatemoc, creía que la maldición de los rostros pálidos había alcanzado al gran señor; a la hora de la evocación de los espectros se le había privado de su fuerza corporal y ahora, como si fuera una mujer, cosía su propia mortaja…

Los carpinteros trabajaban. En día y medio habían construido una máquina guerrera, alta como una torre, que podía correr sobre ruedas. En su plataforma anterior podían colocarse algunos cañones. Al despuntar el día, la máquina estaba ya dispuesta. Ante lo baluartes se apretujaba una multitud vociferante y desagradable. Cada vez se veían más totems; no se trataba de habitantes de la ciudad que, armados de garrotes, elevaran sus gritos de venganza, sino de verdaderos guerreros. Comenzaba a alborear cuando se abrió la puerta y salió la máquina maravillosa, escupiendo fuego, y comenzó a marchar por las calles, arrojando llamas, hasta que en pocos minutos llegó al pie del Teocalli.

En la terraza del templo aullaba una multitud furiosa. Aquí estaban los mejores tiradores de arco y los más diestros honderos. Desde esta altura se podía vigilar el patio del cuartel y se disparaban contra él flechas de fuego, que en la noche iluminaban y dejaban ver el menor movimiento que intentaran los españoles. Del interior de la máquina salieron cincuenta veteranos de las tropas de sitio; a su frente iba el propio capitán general en persona. La torre de madera crujió bajo el peso de las grandes piedras que le arrojaban desde arriba. Una de sus tablas se hundió y, por el orificio abierto, salieron gritos de dolor; pero los españoles se habían lanzado ya al asalto. Comenzó el juego mortal de aquella subida en espiral hacia los pisos superiores. Fue una lucha sangrienta, lenta y penosísima. La escalera salía de cada terraza hacia la superior en dirección opuesta a la inferior; así hasta llegar a la cumbre de la pirámide del templo. En cada piso se quedaban los españoles. sin defensa, a pecho descubierto, hasta poder alcanzar la continuación de la escalera. Mientras lo permitía el ángulo de la subida, los asaltantes eran apoyados desde abajo por medio de mosquetes…; al subir, defendíanse lo mejor que podían con sus escudos de aquella lluvia de gruesas piedras que sobre ellos caía. Se había, llegado solamente a la segunda plataforma, después se logró alcanzar la tercera; pero arriba estaban los mejores guerreros indios; ésos sabían buscar las junturas de los petos y su escotadura para meter por ellos sus flechas. Bajo un sol tropical, llegóse a la plataforma superior; no había allí baranda, ni parapeto; abajo, como si fueran hormiguitas, se veía la multitud de indios. Arriba había gran número pintados de colorado blandiendo sus armas sin descanso. El coro de sacerdotes cantaba entre ambas torres sagradas; una de ellas, la de Huitzlipochtli, miraba hacia el lago de Tezcuco; en la otra, hasta hacía pocos días se celebraban cultos; en honor de la Santísima Virgen que allí fue entronizada. La superficie del suelo era vasta y estaba resbaladiza por la sangre; en pocos minutos estuvo llena de quejidos de los guerreros que caían. La deidad daba a los aztecas particular empuje; extendían los brazos y arrojaban lazos a los cuellos; a veces cazaban dos a un tiempo a un soldado español y le empujaba seguidamente hacia el borde del abismo, donde acechaba la profundidad llena de vértigos. Cortés iba a la cabeza. Hacía varios días que una hecha, al herirle en un brazo, se lo dejó casi paralizado; por eso se había atado el escudo a su brazo herido; pero en la mano derecha echaba destellos la temida hoja de su espada. El general combatía para sí, para defender su vida. A uno que se deslizaba por la escalera contra él, le rompió la cabeza con su guantelete; otro quedó con el pecho atravesado; pero otros tres se arrojaron contra él, dos de ellos le ganaron por las piernas mientras, el tercero le golpeaba en el pecho. Le fueron arrastrando hacia el abismo; pero viole un soldado y corrió en su ayuda, y a una vara tan sólo del borde de la plataforma, los dos atacantes fueron muertos.

La lucha duró tres horas. Poco a poco, los españoles dominaron la situación. Se oía el canto funerario. Uno de los sacerdotes, herido en la cabeza, se precipitó desde la altura; a otro le traspasaron de una lanzada. Un guerrero, con la garganta cortada, quedó acurrucado a los pies de su ídolo. Tres horas después yacían allí quinientos, muertos; el número de los prisioneros no pasaba de doce. Los españoles se precipitaron en el interior de la torre sagrada. El Cristo que pendía de la pared había sido ultrajado; a su alrededor había salpicaduras de sangre. El ídolo Huitzlipochtli, cargado de piedras preciosas, en su rostro cruel y horrible, parecía mirar hacia el cielo. En un santiamén las antorchas pegaron fuego al techo de madera; la cara del ídolo se convirtió en una masa de carbón. Un hachazo le separó la cabeza, otro le seccionó las piernas y el tronco rodó escaleras abajo; detrás de él volaron los emblemas, objetos de culto y exvotos. Abajo se oían los gritos de dolor de la muchedumbre; después reinó el silencio alrededor del Teocalli y algunos prisioneros escondían la cabeza bajo su túnica. Pero pronto resonaron trompetas y se oyó una voz que gritaba:

—Os alegráis demasiado pronto…; moriréis, sin embargo, todos sobre la piedra de los sacrificios, que hemos de lavar con la sangre de los tlascaltecas. Todo es inútil, demonios blancos; inútil es vuestra victoria, pues estamos dispuestos a sacrificar diez mil de los nuestros por cada uno de vosotros…, para que sucumbáis todos. Tlaloc vigila vuestra puerta. Dentro de pocos días careceréis de alimentos, no tendréis ni un bocado de pan. ¿Sabéis que todos los diques han sido destruidos…?

En efecto: los confidentes confirmaban que los puentes habían sido cortados y los diques destrozados. Sólo quedaba expedito un camino: el de Tlacopan. Y por este único camino marcharon los españoles. Nueve puentes habían de pasar hasta llegar al fin del dique y alcanzar el terreno amplio donde era posible realizar movimientos de guerra. Pero al llegar al tercer puente, lo encontraron ya cortado. Salieron a relucir las hachas y comenzaron a demoler las casas próximas. En media hora se llenó de escombros la cortadura y los jinetes pudieron pasar por encima de aquel dique improvisado. Y así hubo que hacer en cada puente. En cada uno de ellos dejaban una débil guardia para que cubriesen su retirada en caso de que quisieran abandonar Méjico. Cuando hubieron llegado al séptimo y último puente, oyeron disparos de alarma. Los indios habían caído sobre la guardia que quedó junto al primero de los puentes y después habían destruido de nuevo el dique improvisado por los españoles. Marcharon éstos durante todo el día, ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda, hasta que llegó la noche envuelta en mil peligros, en congoja mortal, acosados, arrancados de sus sillas. Desde el suelo, los cuchillos se hundían en la panza de los caballos, llegaba una lluvia de piedras disparadas por las hondas; todo estaba salpicado de sangre. A uno le rajaban la mejilla; al otro, bajo el yelmo abollado, la sangre le formaba cuajarones. Sobre lanzas, los españoles retiraron cinco de sus hombres muertos.

Al amanecer fueron despertados los que dormían por una gritería espantosa. "Poco a poco Huitzlipochtli irá bebiendo vuestra sangre." Los españoles curaban sus heridas, afilaban sus armas, curaban a los caballos y colocaban sacos terreros sobre los muros del palacio. La ración del día se redujo a algunos bocados de pan y un sorbo de agua. Los indios habían abandonado ya los alrededores. Las rondas encontraron vacías las cámaras y fosos. Los capitanes estaban sentados juntos. Ni aun Sandoval sonreía. Esperaban a Cortés como si éste pudiese todavía traerles la salvación y hacer detener el oleaje. Las mejillas estaban hundidas, los brazos cruzados, los ceños fruncidos. Estaban sentados sobre el largo banco cuando Velázquez dijo, en voz baja, a Lugo que un centinela había oído de nuevo la risa de Tlaloc frente a la puerta.

—Marina va a ir hoy ante Moctezuma para rogarle que hable a su pueblo. Hoy vamos a hacer esta última tentativa. Tal vez se ablande el gran señor y sus súbditos todavía quieran escucharle. Marina y el emperador estaban solos. Cuando la mujer levantó la cabeza, después de haberle rendido homenaje, Moctezuma contempló su cara demacrada y el brillo ardiente de sus ojos hundidos; la vio con los brazos abiertos ante él, padre de su pueblo.

—Augusto señor, gran señor…

Esas fueron sus palabras; pero en sus ojos se leía: "Eres mi padre y debes ayudarme."

—El gran señor tiene hijas. Y las flechas no se apartan en su vuelo cuando encuentran a una de ellas. Las hijas están temblando ante la casa de su padre y esperan. Cuando el incendio lo domine todo, ¿quién sabrá entonces que fue la simiente del gran señor lo que produjo el fruto en el vientre de su madre?

—¿Qué desea Malinche?

—Sólo su orgullo le impide arrojarse a tus pies. La sangre se filtra por los vendajes; las armas de los guerreros están manchadas de sangre. Las bocas de cada uno de ellos están cerradas; no tienen palabra que pronunciar; pero sus ojos te preguntan, augusto señor, ¿por qué permites tanto horror? ¿Por qué no ordenas al mar enfurecido que se calme?

—Malinalli, mis manos fueron atadas con ligaduras.

—Aquel a quien los dioses otorgan el poder queda por encima de los mortales. A ése no pueden los hombres derribarle, sean de nuestra raza a sean rostros pálidos.

—¿Hablas de los dioses de Anahuac, Malinalli? Has abjurado de ellos, Malinalli; ahora te arrodillas ante la Mujer Blanca con el Niño en brazos.

—Augusto señor. Cuando estoy frente a ti y abro ante ti toda mi vida, es imposible que diga que no existen los dioses de Anahuac…; no puedo decirte que no aúlle el dios Tlaloc; que no exista la Serpiente Alada y que el puño sangriento de Huitzlipochtli exprima los corazones sangrientos. Soy como una hoja seca, señor, arrastrada por el viento.

Moctezuma esperaba. Estuvo largo tiempo, horas enteras quizás sentado sin moverse, sumido en meditaciones; sus párpados estaban medio cerrados. Arriba, en la cima del Teocalli sonaba la trágica trompeta anunciando a los pueblos del gran lago que los dioses tenían sed de sangre de los corazones de los rostros pálidos. Se levantó. Marina caminó hacia atrás, cubierta la cabeza con el velo; salió de la sala y dijo a los camareros que acababa de ver cómo el gran señor se levantaba de su trono, llevando en sus ojos la mirada de los dioses. Moctezuma eligió entre sus dioses. Finalmente paróse ante una figura de ónix y allí quedó con los brazos cruzados; esa figura representaba al dios, de las flores, Jochipilli. Con sus propias manos echó copal en el pebetero y quedó rodeado del humo blanco que a su alrededor formaba espirales.

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