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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (56 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Aspiraba su aroma. Después comenzó a vestirse con la lentitud de ritual. Sus pajes, flacos ya como esqueletos, le trajeron todas las vestiduras y atributos de la realeza. De su figura imponente se destacaba su corona en forma de tiara, cuajada de piedras preciosas, Su capa era blanca, bordada de plumas de colores; sus sandalias, de oro. Su túnica interior estaba bordada con hilo de oro. Todo su aspecto era tan resplandeciente y fastuoso que los españoles no pudieron evitar el dar un paso atrás cuando le vieron aparecer marchando majestuosamente, a paso lento, con la vista alta, como rodeado del toque solemne de flautas y tambores que llegaba del próximo balcón saledizo.

Se abrieron las puertas. La multitud de sitiadores, con sus crestones de plumas y su continuo arrojar flechas, quedó muda repentinamente. Desde abajo, sólo indios podían verse en la plataforma. Los españoles se habían retirado a la parte posterior con sus mosquetes preparados. La figura de la real majestad danzaba como un triste entorchado de oro ante sus ojos. Las mejillas hundidas, su cabello, blanco como la plata en muchos puntos, sus espaldas encorvadas, eran testimonio de los sufrimientos de aquel tiempo terrible. Pero la mirada era de nuevo la del Terrible Señor de todos los mundos.

—Venís con armas, guerreros, y con el rostro pintado para la guerra y no para la fiesta. ¿Contra quién se levanta ahora mi pueblo? ¿Contra mis huéspedes? ¿Podéis creer, pues, que yo en realidad esté prisionero y no por mi propia voluntad para proteger a mis huéspedes conforme a nuestros usos y leyes? Venís aquí con atuendos de guerra y ¿cuántas mujeres no encontrarán ya a sus esposos entre los que regresen a sus hogares? ¿Cuántos de ellos no están ya en los tristes campos del más allá? La llama roja devorará los tejados de muchas casas y los espíritus de vuestros antepasados vagarán sin descanso e inquietos porque no encontrarán por la noche los hogares que ellos habitaron. ¿Queréis, por lo visto, la destrucción, el incendio, la sangre, todo porque vuestros sacerdotes os han dado falsos signos? A mí, Huitzlipochtli no me ha hecho decir todavía que tenga sed de sangre. Yo no oí ladrar a Tlaloc. Guerreros: no olvidéis que yo soy vuestro rey y señor, que está por encima de vuestras vidas y dirige y juzga vuestra muerte. Guardad vuestras flechas, levantad las lanzas. Llegará el día en que yo os llame, pero ese día no ha llegado aún; no os necesito hoy: Dentro de algunos días estarán terminadas las casas flotantes de los rostros pálidos y en ellas partirán hacia Oriente, de donde trajeron su mensaje; allí reside el gran señor a quien hemos prestado fidelidad; allí reina en todo su esplendor…

Por todas las partes de la inmensa plaza subió un gran murmullo; la gente se apretujó. Se oyeron lamentos de los guerreros de las provincias lejanas; se quejaron, agitaron al aire sus escudos de plumas y blandieron sus armas. Así comenzó el fuerte murmullo… Moctezuma seguía hablando, pero sus palabras eran oídas ya tan solo por los que se encontraban en la misma terraza. Los de abajo sólo veían la figura cargada de oro que paseaba sus miradas por encima de la multitud. Pero ya se percibía el grito fatal: "¡Dentro del gran señor vive el alma de una mujer!" La multitud inventó instantáneamente la expresión: "Rey de mujeres", que fue repetida millares de veces. Sobre los escudos golpeaban las espadas de madera. El rebaño humano vacilaba; tal vez una palabras más y hubiera obedecido… Los que estaban delante bajaron las armas; pero detrás hervía el descontento. Entre la multitud se marcaron círculos negros; estaba allí
Aguila-que-se-abate,
joven señor de la victoria. Todos los ojos se dirigían a él. ¿Qué decía
Aguila-que-se-abate? Si
su mano hacía signo de retirarse, los españoles estaban salvados. Este día había de ser decisivo si terminaba sin lucha; la multitud se dispersaría y al siguiente reinaría el silencio y la tranquilidad alrededor de las puertas de Tenochtitlán.

Pero Guatemoc levantó la mano. "¡Rey de mujeres!" Esas palabras, pronunciadas por sus labios, fueron repetidas por su guardia personal y la frase del gran jefe corrió por toda la multitud. Se agitaron las armas y se alzó un imponente griterío que, como oleaje, se dirigía a aquella plataforma donde Moctezuma y su corte esperaban que aquella multitud enfebrecida, furiosa y agitada se calmase. Las armas se pusieron en movimiento; se lanzaron los venablos, volaron las piedras arrojadas por las hondas, las flechas silbaron al perforar el aire, cayendo en amplia comba sobre la terraza, al principio con imprecisión, después ya más cercanas. Guatemoc corrió con su guardia y su brazo se agitó hacia la plataforma.

Todo ello pasó en pocos segundos. Se ensombreció el cielo. Una lluvia de flechas y de piedras caía sobre el palacio; la tormenta se aproximaba más y más, el asalto se hacía más despiadado… En primera fila estaba
Aguila-que-se-abate
con sus tiradores; detrás de ellos estaba la multitud que gritaba "¡Rey de mujeres!”. Guatemoc levantó la mano, sus soldados tendieron el arco, partieron las flechas y las hondas despidieron sus piedras.

Moctezuma se llevó las manos a la cabeza. Una piedra, lanzada con fuerza sobrehumana, le había acertado en la frente, y su sangre, la sangre del gran señor, comenzó a gotear lentamente de la herida. El primer momento fue de enorme confusión; solamente una piedra podía volar tan alta y con fuerza tan prodigiosa. La diadema de plumas, la soberbia diadema real de Moctezuma, pendía hecha trozos y algunas plumas ensangrentadas volaron por el aire. La mayoría se tapó la cabeza con sus capas para no ver aquello, para no ser testigos de aquella deshonra, y así, con la cabeza cubierta, pusiéronse delante para recibir ellos el primer tiro o piedra que llegase. En la plaza corrió un grito de espanto. Se vio tambalear al gran señor; la sangre caía sobre su manto real y manchaba trágicamente su blanca túnica. Alguien le echó encima un velo blanco. Moctezuma cayó en los brazos de sus cortesanos y el triste cortejo desapareció en el interior del palacio.

En la plaza se elevó un canto. El silencio cedió su dominio a un coro triste y funerario; los plañideros entonaban el coro que había sonado siempre cuando se llevaba un rey a la tumba. Moctezuma era ahora otra vez rey. El mismo Guatemoc ocultó su cabeza bajo su capa oscura y contempló la mano, su propia mano que había lanzado aquella piedra. ¿Era realmente su mano la que había dado impulso tremendo a la piedra? El canto funerario seguía sonando y la multitud, con sus crestones de plumas multicolores, se arañaba la cara con las uñas manchándose de sangre las manos. Poco a poco fuéronse retirando y toda la plaza quedó vacía.

La mirada del gran señor estaba fija en los dibujos del artesonado ningún suspiro se escapaba de sus labios, y su aliento era a veces tan débil que las princesas, horrorizadas, se preguntaban si el dios de la muerte habría llegado ya junto a él. El Sumo Sacerdote vino con sus medicinas secretas: hierbas y extractos vegetales para las heridas. La mano derecha del gran señor se extendió y éste dijo imperativamente:

—¡Fuera!

Cuando llegó el cirujano español, enviado por el general, con sus instrumentos, pinzas, bálsamos, etc., una sonrisa apareció en los labios de Moctezuma:

—Vete, es demasiado tarde…

Su mirada seguía fija en el techo, y ante sus ojos se agitaba toda la visión del cuarto que desaparecía, y el pensamiento delirante, se guía su camino pavoroso. Cuando le abrasaba la fiebre bebía un sorbo de agua. Sus antepasados, los poderosos monarcas, desfilaban ahora ante él. Los veía rodeando el féretro de su padre. Veía el Señor del Ayuno que se ponía sobre la cabeza la diadema de plumas. Veía también a los otros… con sus espadas encorvadas rindiendo homenaje; veía corazones arrancados. Veía un rostro que parecía salir de las profundidades misteriosas y los ojos de un remoto ídolo del bosque. Papan estaba detrás de él. Su hermana, siempre tan amada por él, le había extraído una vez más una espina de la mano y en aquella ocasión le había dicho: “Eres bueno… "

Veía a sus hijas postradas ante él con la frente mojada por aquel agua que usaba el sacerdote de los hombres blancos. Veía a sus hijas fruto de su sangre, a sus mujeres que, como flores, llegaban al apogeo de su belleza para marchitarse después… Veía una mejilla redondeada, un brazo, oía una palabra; la sensación de en brazo desnudo que se enroscaba a su cuello y la caricia tibia de un beso inolvidable. Sentía terror. Los dioses le habían abandonado. Le parecía cernerse en el aire; su cuerpo no tenía peso; la fiebre había cortado los lazos que le unían a la tierra. No sentía dolor ninguno y el pulso de sus sienes iba disminuyendo de intensidad; la hemorragia se iba deteniendo… El cirujano dijo a Cortés:

—Señor: la herida no es mortal. Nosotros los castellanos hemos sufrido algunas más graves sin habernos tenido que rendir en el lecho. Es una contusión; perdió sangre y ahora le ha aparecido la fiebre de la herida. Tendremos que esperar a que termine el acceso; pero no suele presentarse inflamación ni gangrena en las heridas de la cabeza. La herida no puede ser mortal, señor; pero el enfermo no deja que nadie se aproxime a él y no quiere tomar ni alimento ni medicina.

¿Qué dice?

El intérprete lo traduce así:

¿Quién ha podido leer jamás en nuestros libros sagrados que un pueblo haya ultrajado así a su rey?" Eso es todo lo que dijo y ahora está con la mirada fija, como si no conociera ya a nadie…

—Padre Olmedo. Vigilad cerca de su puerta. Si el emperador tuviera un momento de lucidez, acudid junto a él y conjuradle a que salve su alma. Tal vez está dormida en él la resistencia y nuestra fe puede hacer milagros. Padre Olmedo, vigilad bien acerca de él.

Los mejicanos hicieron saber que esperaban a los emisarios de la paz. Los que estaban en el palacio salieron a la gran terraza, la misma terraza que había sido manchada por la sangre del gran señor. Formaban con los escudos un parapeto y los que estaban en la plaza podían ver solamente dos figuras: Cortés era una de ellas; la otra, Marina. En un silencio profundo las palabras fueron y vinieron:

—¿Os retiráis de Tenochtitlán? ¿Dejáis los prisioneros y los tesoros aquí? ¿No volveréis jamás a este país? Deja que dos prisioneros lleguen hasta nosotros como enviados tuyos. Diles cuál ha de ser tu camino y lo que pretendes para no acabar sobre la piedra de los sacrificios.

Cortés estaba allí para mandar y ahora no era él quien preguntaba. Oía palabras duras
y
breves. La sombra de
Aguila-que-se-abate
se proyectaba sobre los cabecillas indios. El gran señor luchaba con la muerte. Ningún
rey de mujeres
reinaba ya sobre Tenochtitlán. Trajeron a dos sacerdotes prisioneros y Cortés les hizo saber sus condiciones: Que se abran las puertas y se preste homenaje a él y al monarca Moctezuma. Que los guerreros vuelvan a sus hogares. Cuando la luna cambie, marchará él a donde viven sus hermanos para informarles lo que los mejicanos quieran hacer saber a su rey y señor. La mano formaba una bocina y, sin embargo, las palabras no eran más que un susurro cuando llegaban a la muchedumbre que esperaba abajo. Los tonos en la garganta del intérprete se iban tornando más agudos y fuertes. Marina no necesitaba preguntar nada a su señor; sabía bien lo que Cortés quería decir: Dadnos comida, agua, aire.

Marina estaba al borde de la terraza protegida por el parapeto de escudos y gritaba:

—Los
teules
tienen todavía armas; sus armas son terribles y mortales. Haced las paces y no hagáis correr vuestra sangre inútilmente.

Los mejicanos cambiaban miradas. Finalmente, se levantó una voz:

—Devolvednos a los sacerdotes. Queremos hablar con ellos. Buscamos la paz.

Los sacerdotes salieron cargados de chucherías. La plaza estaba ahora silenciosa. Reinaba un profundo silencio que no se sabía si significaba paz o guerra.

A medianoche anunciaron a Cortés que la gente de Narváez hablaba arrimando las cabezas; la tropa formaba corrillos. No querían combatir más; no querían exponer más su piel. "¡A Cuba! ¡Volvamos a Cuba! ", era la palabra… ¿A Cuba? Cortés bebió su taza de hierbas amargas contra la fiebre y quedó mirando al que traía la noticia.

—Si tenéis alas y podéis volar para pasar por encima de los diques, entonces sí que podéis regresar a Cuba. Era de noche. A la puerta de Cortés estaba Xaramillo; con su antorcha había acompañado hasta aquí a una sombra. Cortés la había recibido con una grave inclinación:

—¡Princesa!

Ella sostenía, cruzada sobre el pecho, su capa de
titmatli.
Su cabello caía sobre su espalda. No llevaba adornos ni joyas y su rostro claro y hermoso se diluía en la semiluz. Cortés hizo: una gran reverencia y preguntó en qué podía servirlas. Esta noche no podía ser dedicada al placer.

—El gran señor ansía verte.

—¿Curará?

—La llama de la vida arde en él. Habla con sus antepasados. Ha levantado el dedo exclamado: “ ¡Que venga Malinche! " Esta noche no habría tampoco descanso para Cortés. Se mojó el rostro con agua fresca, se ciñó la espada y, con el gorro bien metido, se dispuso a acudir allí. Ante sus ojos se movían círculos negros. En sus miembros sentía punzantes dolores. A su alrededor, en la cima de las montañas y en las orillas del lago se veían las hogueras de las guardias; las trompetas fatales seguían sonando. Cortés debía sacrificar esa que era tal vez la última media hora de descanso libre de toda su vida.

Miró a las almohadas amontonadas donde se apoyaba el rostro demacrado, iluminado, sin embargo, por una maravillosa mirada aterciopelada. Era el rostro del hombre que no había pestañeado ante la visión de millares de corazones arrancados en vida. Ese hombre había conquistado reinos enteros, adoraba a sus dioses y no se había humillado más que ante la memoria de Quetzacoatl; cuando el pasado otoño había abrazado a Cortés a la entrada de Tenochtitlán. Cortés volvió a evocar aquellos minutos del juego de pelota, con las pesadas bolas de oro que el emperador hacía rodar. Le había visto cuando una sombra pasaba por su frente magnífica si una guardia no le rendía los honores debidos o cuando leía malas noticias en alguna hoja de
nequem.
Innumerables recuerdos acudían a la memoria de Cortés ante aquel hombre que ahora estaba junto a la puerta de la muerte, con aquel color amarillo del que va a partir. Allí estaba el gran señor con su aureola imperial, como cuando le había acertado en la frente aquella piedra. Tenía el aspecto temible y majestuoso de un emperador romano.

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