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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (11 page)

BOOK: El Encuentro
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Aquella cosa nueva no lo era.

Walthers se movió convulsivamente. Su cabeza tocó la malla. Todas las sensaciones se hicieron cien veces más claras, como el foco de una lente, y sintió la nueva y distante presencia —¿o presencias?— de una manera distinta e inmediata. Era una sensación distante, resbaladiza, fría y no emanaba de nada humano. Si las fuentes tenían depresiones o fantasías, Walthers no podía comprenderlas. Todo lo que podía sentir era que estaban «allí». Que existían. No respondían. No cambiaban.

De ser posible introducirse en el cerebro de un cadáver, pensó lleno de miedo y asco, debía resultar algo parecido a cuanto sentía.

Todo ello en un momento, y luego se dio cuenta de que Yee-xing estaba tirándole del brazo y gritándole al oído.

—¡Oh! ¡Maldito seas, Walthers! ¡Lo sabía! También el capitán y todos los demás en esta maldita nave. ¡Nos hemos metido en un buen lío!

En cuanto consiguió alejar su cabeza de la malla, la sensación desapareció. Las paredes centelleantes y las Máquinas que surgían entre las sombras volvieron a ser reales y el rostro furioso de Janie Yee-xing estaba vuelto hacia él. ¿En un lío? Walthers se encontró a sí mismo riendo. Después del infierno lento y helado al que había tenido ocasión de echarle una ojeada, nada humano le parecía un problema. Ni siquiera cuando los guardias de los cuatro poderes llegaron, blandiendo sus armas, y gritándoles en cuatro idiomas. Walthers casi les dio la bienvenida.

Porque eran humanos y estaban vivos.

La pregunta que giraba en su cerebro era la misma que se hubiera hecho cualquiera:

¿Acaso había conectado de alguna manera con los enigmáticos y secretos Heechees?

Si era así, se dijo a sí mismo estremeciéndose, que el cielo ayudase al género humano.

5
UN DÍA EN LA VIDA DE UN MAGNATE

Atemorizarse ante los Heechees era un deporte en boga en muchos lugares, aparte la
S. Ya.
Yo mismo lo practicaba a menudo. Todo el mundo lo hacía. Todos lo habíamos practicado en abundancia cuando yo era niño, aunque por aquel entonces los Heechees no eran más que extrañas y extinguidas criaturas que se habían entretenido excavando túneles en el planeta Venus cientos de miles de años antes. Seguimos practicándolo en el tiempo en que yo era prospector en Pórtico; ¡vaya por Dios, ya lo creo que lo hicimos! Confiando nuestra suerte a las viejas naves Heechees, atravesábamos el universo a fantásticas velocidades hacia lugares que ningún ser humano había visto jamás, preguntándonos siempre si los dueños de las naves iban a aparecer al final del trayecto... ¡Y qué iban a hacer al respecto! Y pensamos en ellos aún con más temor cuando desciframos lo suficiente de sus atlas astronómicos para descubrir adonde habían ido a esconderse, en el corazón de nuestra galaxia.

Lo que no se nos ocurrió preguntarnos entonces era de qué se estaban escondiendo.

Ciertamente no era eso todo lo que yo hacía, puedo asegurarlo. Tenía muchísimas otras cosas con las que llenar mis días. Estaba la preeminente preocupación de mi quebrantada salud, que reclamaba imperiosamente mi atención tan a menudo como quería, y cada vez más y más a menudo. Y no era más que el principio. Por lo demás, estaba tan ocupado con tal abundancia de cosas diferentes como sea capaz de estarlo un ser humano.

Quien echara un vistazo a un día cualquiera en la vida de Robinette Broadhead, maduro millonario, visitándolo en su lujosa casa de campo que da sobre el mar de Tappan, justo al norte de la ciudad de Nueva York, le podría encontrar haciendo cosas tales como pasear a lo largo de la orilla en compañía de su encantadora esposa, Essie... aventurándose en experimentos culinarios del acervo gastronómico de Malasia, Islandia o Ghana en su ultramoderna cocina... charlando con su sabio actualizador de datos, Albert Einstein... despachando la correspondencia:

—Veamos, sí, para ese centro juvenil en Granada. Sí, aquí está el cheque por valor de trescientos mil dólares como había prometido, pero por favor no le pongáis mi nombre al centro. Ponedle el de mi mujer si queréis y, desde luego, los dos haremos lo posible por estar allí para la inauguración.

—A Pedro Lammartine, Secretaría General de las Naciones Unidas. Querido Pete: Estoy trabajándome a los americanos para que concierten con los brasileños una fecha para que salgan a por esa nave terrorista, pero por favor, necesito que alguien contacte con los brasileños. ¿Utilizarás tu influencia, por favor? Es en interés de todos. Si no detenemos a los terroristas, sabe Dios cómo va a acabar todo esto.

—A Ray MacLean, dondequiera que sea que esté viviendo en estos momentos. Querido Ray: No dudes en utilizar todos nuestros servicios en lo que a medios de locomoción se refiere para buscar a tu esposa. Te deseo de todo corazón la mejor de las suertes, etc., etc.

—A Gorman y Ketchin, Contratistas Generales. Muy señores míos: No pienso aceptar la del primero de octubre como fecha de entrega de mi nave. No es en absoluto razonable. Se les ha concedido ya una prórroga, y eso es todo cuanto van a tener. Me permito recordarles las severas cargas económicas que suscribe el contrato en caso de nuevos atrasos.

—Al Presidente de los Estados Unidos. Querido Ben: Si la nave de los terroristas no es localizada y neutralizada de inmediato, la paz de todo el planeta va a verse amenazada. Por no mencionar las pérdidas humanas, el daño a las propiedades privadas y todo lo demás que está en juego. Es un secreto a voces que los brasileños han desarrollado un localizador direccional de naves que se desplazan a Mayor Rapidez Lumínica, y que nuestros propios militares poseen un procedimiento que les permitiría acercarse a una nave en MRL. ¿No pueden unir sus esfuerzos? Como Comandante en Jefe todo lo que tienes que hacer es ordenar al Alto Pentágono que colabore. Los brasileños cuentan ya con suficientes fuentes de presión para ratificar el acuerdo, pero esperan un primer paso por parte nuestra.

—A como-quiera-que-se-llame Luqman. Querido Luqman: Gracias por las buenas noticias. Creo que habría que ponerse en marcha para poner a punto ese campo petrolífero, de modo que cuando venga a verme traiga consigo su plan de producción y transporte, con los costes aproximados y un plan de movimiento de capital. Cada vez que la
S. Ya.
regresa de vacío, estamos perdiendo dinero...

Y así continuamente. ¡Me mantenía ocupado! Tenía muchas cosas con que lograrlo, sin contar con que tenía que seguirles la pista a mis inversiones y atar corto a mis hombres de confianza. No es que les dedicara mucho tiempo a los negocios. Siempre he dicho que una vez amasado el primer centenar de millones, hay que estar loco para seguir trabajando sólo por el dinero. El dinero sigue siendo necesario, porque sin él no se dispone de la libertad suficiente para poder hacer las cosas que merecen la pena. Pero una vez que se logra esa libertad, ¿para qué más dinero? Así que dejo casi todos mis negocios en manos de mis programas financieros y en las de la gente que contrato para tales fines, salvo en el caso de aquellos negocios que me interesaban no por el dinero que producían sino porque estaban haciendo algo que a mí me interesaba que se hiciera.

Y sin embargo, a pesar de que la palabra Heechee no aparezca en la lista de mis preocupaciones diarias, estaba presente siempre. A largo plazo, todo revertía en los Heechees. Mi nave, que estaba siendo construida en las plataformas orbitales era de diseño humano y de construcción también humana, pero casi todos sus componentes y la totalidad del sistema de conducción y de comunicación eran adaptaciones del diseño Heechee. La
S. Ya.
, que yo estaba planeando llenar con petróleo en los viajes de vuelta casi vacíos del mundo de Peggy, era un artefacto Heechee; en ese sentido, el mismo Peggy era un regalo de los Heechees, ya que habían sido ellos los que nos habían proporcionado las cartas de navegación y las naves necesarias para llegar al planeta. Las cadenas de comida rápida de Essie procedían asimismo de las manufacturadoras Heechees de comida CHON a partir de los gases cometarios compuestos de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. Algunas de las factorías alimentarias que había en la Tierra las habíamos construido nosotros: había una enfrente de la costa de Sri Lanka, absorbiendo el nitrógeno y el oxígeno del aire, el hidrógeno de las aguas del océano índico y el carbono de los carbonates y de los pobres animales y plantas que se deslizaban en su interior a través de las válvulas de absorción. Los de la Corporación de Pórtico, ahora que tenían tanto dinero que no sabían qué hacer con él, se decidieron a invertir parte de ese dinero sabiamente —en fletar naves de exploración sistemáticamente— y yo, como mayor accionista de dicha corporación no hacía más que exhortarles a que siguieran con ello. Hasta los mismísimos terroristas estaban utilizando una nave Heechee robada y un transceptor telepático psicoquinético también robado para infligirle a la humanidad sus peores heridas. ¡Todo Heechee!

No cabían dudas acerca de la existencia de cultos marginales en que se adoraba a los Heechees, extendidos por toda la Tierra, ya que casi con toda probabilidad, los Heechees cumplían con todos los requisitos exigidos por las pruebas que pudieran hacerse a cualquier divinidad. Eran caprichosos, todopoderosos... e invisibles. Hasta yo mismo me sentía tentado, en las largas noches en que mis vísceras me atormentaban y las cosas no parecían ir bien, de dirigirle una pequeña oración a Nuestro Querido Heechee Que Estás En Los Cielos. A fin de cuentas, ¿a quién iba a molestarle que lo hiciera?

Bueno, sí que podía. Podía importarle a mi amor propio. Y para todos nosotros seres humanos, en esta tentadoramente abundosa galaxia que los Heechees habían puesto en nuestras manos, que iban poniendo poco a poco, el amor propio se estaba convirtiendo en algo cada vez más difícil de conservar.

Por supuesto, yo por aquel entonces no me había encontrado con un Heechee vivo y real, todavía.

Todavía no me había encontrado con ninguno, pero uno que iba a formar parte importante de mi vida posterior (¡y no pienso teorizar ya más sobre la terminología!), Capitán para ser exactos, estaba a medio camino del punto de arranque donde el espacio convencional empezaba; y mientras, a bordo del transporte
S. Ya.
, a Audee Walthers le estaban poniendo las peras a cuarto y él comenzaba a pensar que tenía que empezar a despedirse de su futuro a bordo de la nave; mientras tanto... Bien, como de costumbre había muchos «mientras tanto», pero el que más le hubiera interesado a Audee Walthers por encima de los demás era que su errante esposa empezaba a arrepentirse de haber errado.

6
AL OTRO LADO DEL AGUJERO NEGRO

Fugarse con un lunático no había sido, sacando el balance, mucho mejor que aburrirse hasta la locura en Port Hegramet. Era distinto, ¡Santo Cielo, si era distinto! Pero en parte era igualmente aburrido, y en parte la asustaba hasta la médula, así de simple y sencillo. Al ser la nave una Cinco había espacio de sobra para ambos, o debería de haberlo habido. Al ser Wan joven y rico, y casi —en cierto sentido— atractivo, contemplado desde el ángulo adecuado, el viaje hubiera podido ser bastante animado. Pero ninguna de ambas cosas resultó ser cierta.

Y además, estaba la parte que a ella le daba miedo.

Si había algo que los seres humanos supieran acerca del espacio es que había que mantenerse alejado de los agujeros negros. No era eso lo que hacía Wan. Wan los buscaba. Y lo que hacía después era todavía peor.

Dolly ignoraba qué eran todos aquellos instrumentos y aparatos con los que Wan jugaba. Si se lo preguntaba, nada le respondía. Cuando, tratando de engatusarle, se ponía alguno de sus muñecos en la mano y se lo preguntaba a través de la boca de éste, Wan gruñía, fruncía el entrecejo y le decía:

—Si vas a empezar con tus representaciones, que sea algo verde y divertido, y no hagas preguntas que no son de tu incumbencia.

Cuando Dolly le preguntaba por qué no eran asunto de su incumbencia, tenía más éxito. No es que obtuviera una respuesta directa. Pero por el enrojecimiento y la confusión en que sumían a Wan tales preguntas, era fácil deducir que todos aquellos aparatos eran robados.

Y tenían algo que ver con los agujeros negros. Y aunque Dolly estaba casi del todo segura de que no había manera de entrar o salir de un agujero negro, estaba casi también igualmente segura de que lo que estaba intentando Wan era dar con determinado agujero negro para entrar dentro. Eso era lo que le daba tanto miedo.

Y cuando no se volvía medio loca a causa del miedo, se encontraba sola y temblando, porque el capitán Juan Henriquette Santos-Schmitz, joven multimillonario cuyas rarezas aún encandilaban a los amantes del comadreo, era un acompañante repulsivo. Después de tres semanas en su presencia, Dolly apenas era capaz de soportar su vista.

Aunque, tuvo que admitir para sí, temblando, la vista de él era menos preocupante que la vista de lo que en ese momento tenía delante.

Lo que Dolly estaba viendo era un agujero negro. O no exactamente el agujero negro en sí, porque se puede estar mirando todo un día sin verlos; los agujeros negros son negros precisamente porque no se ven. Lo que estaba realmente viendo era una especie de aurora boreal de tonos azulados y violáceos, desagradable de mirar para los ojos incluso a través de la pantalla de observación sobre el tablero de controles. Debía de ser mucho más desagradable estar expuesto a esa luz. Esa luz no era más que la punta del iceberg de una fuente de radiación letal. La nave estaba equipada contra ese tipo de cosas, y hasta el momento les había protegido sin problemas. Pero Wan no estaba dentro de la nave. Estaba abajo, en el módulo, donde guardaba toda aquella maquinaria y tecnología que ella no era capaz de entender y que él se negaba a explicarle. Y ella sabía que en cualquier momento, en situaciones parecidas, estando ella sentada en el interior de la Cinco, se dejaba sentir la pequeña sacudida que anunciaba que el módulo se había separado. ¡Y eso significaría que él iba a aventurarse en uno de aquellos terribles objetos! ¿Qué le pasaría entonces a él? ¿O a ella? No es que tuviera la menor intención de acompañarle, ciertamente, pero si él moría dejándola sola a cien años luz de cualquier lugar conocido por ella, ¿entonces, qué?

Oyó una voz que mascullaba enfadada y supo que al menos de momento no iba a ser esta vez. La escotilla se abrió y Wan apareció gateando al salir del módulo, furibundo.

—¡Otro también vacío! —le gritó como si la hiciera responsable a ella. Y eso era exactamente de lo que él la acusaba. Ella trató de mostrarse solidaria en lugar de atemorizada.

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