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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (12 page)

BOOK: El Encuentro
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—Oh, cariño, qué mala suerte. Con éste ya van tres.

—¡Tres! ¡Ja! Tres contigo a bordo, querrás decir. ¡Muchos más de tres, ésa es la verdad!

Su tono era sarcástico, pero a ella el sarcasmo le dio igual. Quedó diluido en la sensación de alivio que sintió cuando pasó de largo por su lado. Dolly se alejó tanto como le fue posible, sin despertar sospechas, del panel de controles; no demasiado, la verdad, en una nave que hubiera podido albergar un espacioso salón. Se mantuvo en silencio mientras él se sentaba a consultar sus oráculos electrónicos.

Nunca la invitaba a tomar parte cuando hablaba con sus Difuntos. Si la comunicación con éstos era oral, al menos Dolly podía ¿ir la parte del diálogo de Wan. Si tecleaba las instrucciones en el tablero, ni siquiera eso. Pero en esta ocasión no le fue muy difícil adivinar. Wan pulsó con furia varias preguntas, se enojó con la que uno de los Difuntos le dijo a través de los auriculares, tecleó con rabia una corrección y acto seguido estableció un nuevo curso en el teclado Heechee. Entonces se quitó los auriculares con gesto de enfado, se desentumeció y se volvió a Dolly:

—Muy bien —dijo—. Acércate, puedes pagarme otro de los plazos de tu pasaje.

—Sí, claro, cariño.

Le contestó obsequiosa, aunque le hubiera resultado más agradable si él no tuviera que decir siempre las cosas de aquella manera. Pero estaba un poco más animada. Sintió la débil sensación de que la nave se aceleraba, lo que significaba que empezaban un nuevo viaje y, de hecho, el horror azul y violeta de la pantalla se estaba ya alejando. ¡Eso la compensaba de muchas cosas!

Por supuesto, todo ello significaba tan sólo que estaban de camino hacia el siguiente.

—Ponte el Heechee —le ordenó Wan—. El Heechee y... sí, y Robinette Broadhead.

—Claro, Wan —dijo Dolly, sacando sus muñecos del lugar al que los había arrojado Wan la última vez y deslizándoselos en las manos.

Desde luego que el Heechee no se parecía a un Heechee de verdad; y en realidad, el muñeco Robinette Broadhead era bastante caricaturesco. Pero a Wan le divertían. Eso era lo único que le importaba a Dolly desde el momento en que él pagaba las facturas. Al día siguiente de abandonar Port Hegramet Wan le había enseñado presuntuosamente el librito de su cuenta bancaria. ¡Automáticamente, cada mes seis millones de dólares se sumaban a la cuenta! Los números la anonadaron. Compensaban muchas cosas. Tenía que haber algún modo, antes o después, de que algunas gotas de aquella catarata de dinero fueran a parar a su bolsillo. Para Dolly, nada de inmoral había en semejante pensamiento. Quizá los pioneros del oeste americano la hubieran llamado buscona, pero prácticamente la humanidad entera, en cualquier momento de su historia, la habría llamado pobre simplemente.

Por eso ella le hacía la comida y se acostaba con él. Cuando estaba de mal humor, Dolly trataba de invisibilizarse, y cuando quería diversión, trataba de divertirle.

—Hombre, ¿qué tal, señor Heechee? —dijo la mano Broadhead mientras los dedos de Dolly se estiraban para darle una sonrisa afectada. La voz de Dolly era ahora espesa y hablaba como un patán de los campos de maíz (¡era parte de la caricatura!)—. Estoy de lo más encantado de haberle conocido.

Habló a continuación la mano Heechee, con un susurro serpentino:

—Hola, humano imprudente. Llegas a punto para comer.

—¡Caray! —grito la mano Broadhead, ampliando la sonrisa—. Yo también tengo hambre, ¿qué hay de comer?

—¡Aaarg! —chilló la mano Heechee, con los dedos hechos una garra y la boca abierta—. ¡Tú eres la comida!

Y los dedos de la mano derecha se cerraron sobre el muñeco de la mano izquierda.

—¡ Jo, jo, jo! —se rió Wan—. ¡Muy bueno! Aunque ése no se parece demasiado a un Heechee. No sabes cómo son.

—¿Y tú sí? —le preguntó Dolly con su propia voz.

—¡Casi, casi! Seguro que más que tú.

Dolly, sonriendo, levantó la mano derecha.

—Se equivoca usted, señor Wan —dijo la sedosa y serpentina voz del Heechee—. ¡Así es como soy y estoy esperando poder encontrarme con usted en el próximo agujero negro!

La silla en la que Wan estaba sentado salió disparada al levantarse éste.

—¡Eso no ha tenido ninguna gracia! —Dolly se quedó boquiabierta al ver que estaba temblando—. ¡Haz la comida! —ordenó, y salió a zancadas en dirección al módulo, mascullando.

No era inteligente tratar de bromear con él. Así que Dolly le preparó la comida y se la sirvió con una sonrisa que no sentía. Nada obtuvo con sonreírle. Estaba de peor humor que de costumbre. Le gritó:

—¡Estúpida! ¿Es que te has comido lo mejor de la despensa a escondidas? ¿No hay nada mejor para comer?

Dolly estaba a punto de echarse a llorar.

—¡Pero si la carne te gusta!

—¡Pues claro que me gusta la carne, pero mira qué me has puesto de postre!

Empujó a un lado el plato con el bistec y el brécol para agarrar el que contenía las galletas de chocolate y lo sacudió debajo de su barbilla. Las galletas salieron despedidas en todas direcciones y Dolly trató de recogerlas.

—Ya sé que no te gustan, cariño, pero es que no queda más helado.

Él se la quedó mirando.

—¡Vaya, así que no hay más helado! Muy bien, de acuerdo. Entonces hazme un suflé de chocolate, o un flan.

—Wan, ya no queda nada de eso, te los has comido todos.

—¡Estúpida, eso es imposible!

—Pues ya no queda. De todas formas, tanto dulce no es bueno para tu salud.

—¡No te he contratado como enfermera! ¡Y si se me estropean los dientes, me compraré una dentadura nueva! —Le dio un golpe al plato que ella sostenía en la mano y las galletas salieron volando—. Tira esa basura. Ya no me apetece comer.

No era sino una más de las comidas típicas en el límite de la galaxia. Terminó de la manera típica, también, con Dolly llorando y limpiándolo todo. ¡Qué persona tan desagradable era! Y él ni siquiera parecía darse cuenta.

Y sin embargo, Wan se sabía avariento, poco sociable, iracundo y toda una larga lista de cosas que le habían explicado sus programas psicoanalíticos. Había pasado más de trescientas sesiones en el diván. Seis días a la semana durante un año. Y al final, él dio por acabado el análisis con una broma.

—Tengo un acertijo que quisiera hacerte —le dijo al programa psiquiátrico, que representaba a una mujer lo suficientemente mayor como para ser su madre y lo suficientemente atractiva—. El acertijo es el siguiente: ¿Cuántos psicoanalistas hacen falta para cambiar una bombilla?

—Oh, Wan, de nuevo te resistes —dijo el programa suspirando—. Está bien, cuántos.

—Solamente uno —le contestó riendo—, pero hace falta que la bombilla quiera que la cambien. ¡Ja, ja, ja! Y yo, ¿no lo entiendes?, no quiero que me cambien.

Ella le miró directamente a los ojos durante un instante. Tal como aparecía en la proyección, estaba sentada en una silla de alto respaldo, con las piernas dobladas bajo el asiento, un bloc de notas en una mano y un lápiz en la otra. Solía utilizar el lápiz para subirse las gafas que se le deslizaban nariz abajo al mirarle a él. Como todos los demás elementos de su programa, sus gestos tenían un propósito, la tranquilizadora confirmación de que, al fin y al cabo, ella era otro ser humano como él mismo, no una austera diosa. Desde luego, no era humana. Pero su voz sonó del todo humana cuando dijo:

—Ese chiste es muy viejo, Wan. ¿Qué es una bombilla?

Él, irritado, hizo un mohín.

—Es una cosa redonda que da luz —medio adivinó él mismo—. Veo que no me has entendido. Ya no quiero cambiar. Ya no me divierte todo esto. Fui yo quien decidió empezar todo esto, y ahora he decidido terminar con ello de una vez.

El programa computerizado dijo en tono conciliador:

—Por supuesto que estás en tu derecho de hacerlo, Wan. ¿Qué piensas hacer?

—Voy a salir en busca de... voy a salir de aquí en busca de diversión —dijo de manera brutal—. ¡También estoy en mi derecho de hacerlo!

—Sí, es cierto —admitió ella—, ¿te importaría decirme qué es lo que ibas a decir antes de que cambiaras la frase?

—Pues sí —le contestó él incorporándose—, me importaría mucho y no voy a decirte qué es lo que tenía pensado hacer: en lugar de explicártelo, lo voy a hacer. Adiós.

—Vas a salir en busca de tu padre, ¿no es eso? —llamó el programa psicoanalítico, pero no obtuvo respuesta. La única indicación que diera y que ella pudiera oír fue que en lugar de ajustar la puerta la cerró de golpe.

Los Heechees habían descubierto en fechas tempranas cómo almacenar la memoria, e incluso una aproximación de la personalidad, de personas muertas o moribundas en sistemas mecánicos. Y así lo aprendieron los seres humanos al llegar por vez primera al Paraíso Heechee, donde había crecido el joven Wan. Robín la consideraba una invención de inestimable valor. Yo no lo veo así. Por supuesto, se me puede creer con prejuicios al respecto: alguien como yo, almacenaje mecánico básicamente, no necesita de ello; y los Heechees, habiéndolo descubierto, no se tomaron la molestia de inventar personas como yo.

Un ser humano normal —casi cualquier ser humano, en realidad— le hubiera dicho a su psicoanalista que llevaba razón. En un momento u otro, a lo largo de tres semanas, le habría dicho lo mismo a su compañero de navegación y a su compañero de cama, de haber tenido a alguien con quien compartir las esperanzas y los miedos de cada salida al exterior. Wan no había aprendido a compartir sus sentimientos porque no había podido aprender a compartir ninguna otra cosa. Crecido en el Paraíso Heechee, sin nada que se pareciera lo más mínimo a un ser humano de carne y hueso durante la década más crucial de su infancia, se había convertido en el arquetipo de sociópata. Esa terrible necesidad de cariño era lo que le había hecho salir en busca de su padre a través de todos los horrores del espacio. La imposibilidad de suplir tal carencia hacían ahora imposible para Wan aceptar o compartir amor. Sus amigos más íntimos durante aquellos terribles diez años habían sido los Difuntos, las memorias almacenadas de inteligencias desaparecidas tiempo atrás. Había copiado sus memorias y se las había llevado consigo en su nave Heechee, y hablaba con ellos como no hablaba con Dolly, porque sabía que no eran más que máquinas. A ellos no les importaba cómo se les tratara. Para Wan, también los seres humanos de carne y hueso eran máquinas, máquinas expendedoras, podría llamárseles. Wan poseía las monedas para hacer que le sirvieran lo que él quería. Sexo. Charla. Tener su comida lista. O limpiar lo que sus sucias costumbres ensuciaban.

No se le ocurrió tener en cuenta nunca los sentimientos de aquellas máquinas expendedoras. Ni siquiera cuando se trataba de una muchacha de diecinueve años que se hubiera sentido agradecida de poder pensar que él la quería.

7
DE VUELTA A CASA

En el acelerador Lofstrom de Lagos, en Nigeria, Audee Walthers ponderaba cuál era su grado de responsabilidad en relación a Janie Yee-xing, mientras la cadena magnética recogía su cápsula en descenso, aminoraba su velocidad y la depositaba en la terminal de «Aduana e Inmigraciones». Por haber jugado con los juguetes prohibidos, él había perdido la esperanza de un trabajo, pero por haberle ayudado a hacerlo, Yee-xing había arruinado su carrera.

—Tengo una idea —le susurró a ella mientras esperaban firmes en la antesala—. Te la diré fuera.

Era verdad que la tenía, y era bastante buena, por lo demás. Yo era esa idea.

Antes de explicarle su idea, tuvo que contarle qué había sentido en aquel terrorífico instante junto al TTP. De modo que se alojaron en una de las habitaciones de tránsito cercana a la base del acelerador de aterrizaje. Una habitación parca y calurosa; había una cama de tamaño medio, una pila de lavabo en un extremo, una pantalla de PV con la que matar el tiempo mientras se esperaba a embarcar en la cápsula, las ventanas abiertas al bochornoso aire de la costa africana. Las ventanas estaban abiertas, pero había unas mamparas que protegían de las miríadas de insectos tropicales. Aun así, Walthers tuvo que luchar contra el frío mientras le contaba del helado y lento ser cuya mente había experimentado a bordo de la
S. Ya.

También Janie Yee-xing temblaba.

—¡No me habías dicho nada, Audee! —dijo ella, con la voz un poco chillona porque se le había secado la garganta. Él negó con la cabeza—. ¿Pero por qué no? ¿No hay...? —Se interrumpió—. ¡Sí, estoy segura de que hay una gratificación que te pueden conceder los de Pórtico por eso!

—¡Que nos pueden conceder, Janie! —dijo él con firmeza. Ella se lo quedó mirando y después aceptó la sociedad con un gesto de la cabeza—. ¡Es seguro que la hay, y es de un millón de dólares! Lo comprobé en la nave, al tiempo que copiaba las coordenadas.

Rebuscó entre su escaso equipaje y extrajo un rollo de datos que le mostró.

Janie no lo cogió. Tan sólo le preguntó:

—¿Por qué?

—Te lo puedes imaginar —dijo él—. Un millón de dólares. Somos dos, así que divídelo en dos partes. Luego... todo pasó en la
S. Ya.
, en compañía de la tripulación, así que la nave, su condenada tripulación y sus dueños tienen igualmente derecho. Tendríamos mucha suerte si nos quedara la mitad. Más bien sería un cuarto. Además, bueno, infringimos las normas, ya lo sabes. Tal vez pasarían eso por alto, teniéndolo todo en cuenta. Pero tal vez no lo hicieran así y nos quedaríamos sin nada.

Yee-xing asintió con la cabeza. Llevaba razón en todo lo que había dicho. Estiró la mano y tocó el rollo de datos.

—¿Copiaste las coordenadas de la nave?

—No hubo ningún problema —le contestó.

Y de hecho, no los había habido. En uno de sus viajes hasta los controles, bajo el enfurruñado silencio del Primer Oficial, Walthers no había tenido más que teclear la petición del momento en que había establecido el contacto al registro automático de vuelo, grabó los datos como si formaran parte de la rutina habitual de su servicio y se metió el rollo en el bolsillo.

—Muy bien —dijo ella—, ¿y ahora qué?

De manera que él le habló de cierto conocido y excéntrico magnate (que resulté ser yo), de sobra conocido por su generosidad en todo lo referente a nuevos datos en relación a los Heechees, y como daba la casualidad de que Walthers le conocía en persona...

Ella le miró con interés renovado.

—¿Que conoces a Robinette Broadhead?

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