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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (27 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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Fiedler movió la cabeza. Parecía que le seguía divirtiendo algo.

—En ese caso —continuó la presidente—, mis colegas están de acuerdo en que el camarada Fiedler quede separado de sus obligaciones hasta que el comité disciplinario del Presidium haya considerado su situación. Leamas ya está detenido. Deseo recordarles a todos que este Tribunal no tiene poderes ejecutivos. El fiscal del pueblo, en colaboración con el camarada Mundt, considerará sin duda qué acción se ha de tomar contra un agente provocador inglés, un asesino.

Miró hacia Mundt, más allá de Leamas. Pero Mundt miraba a Fiedler con la consideración desapasionada de un verdugo que toma la medida a su víctima para la cuerda.

Y de repente, con la tremenda lucidez de un hombre a quien se ha engañado demasiado tiempo, Leamas comprendió todo el diabólico plan.

XXIV. La comisario

Liz estaba junto a la ventana, de espaldas a la guardiana, y miraba con pasmo vacío el diminuto patio de fuera. Suponía que los presos hacían ejercicio allí. Estaba en el despacho de alguien; había alimentos en la mesa junto a los teléfonos, pero ella no podía tocarlos. Se sentía mareada y muy cansada, físicamente cansada. Le dolían las piernas notaba la cara áspera y rígida a causa de las lágrimas. Se sentía sucia y le apetecía un baño.

—¿Por qué no come? —volvió a preguntar la mujer—. Todo ha pasado ya.

Lo decía sin compasión, como si la muchacha fuera tonta por no comer estando allí la comida.

—No tengo hambre.

La guardiana se encogió de hombros.

—Quizá tenga que realizar un largo viaje —observó—, y no hay mucho que comer en el otro lado.

—¿Qué quiere decir?

—Los trabajadores se mueren de hambre en Inglaterra —afirmó ella con complacencia—. Los capitalistas les hacen morirse de hambre.

Liz estuvo a punto de decir algo, pero parecía inútil. Además, quería saber; tenía que saber, y esa mujer se lo podía decir.

—¿Qué lugar es éste?

—¿No sabe? —se rio la guardiana—. Tendría que preguntárselo a los del otro lado —señaló con la cabeza hacia la ventana—. Ellos le pueden decir qué es.

—¿Quiénes son ésos?

—Presos.

—¿Qué clase de presos?

—Enemigos del Estado —contestó ella con prontitud—. Espías, agitadores.

—¿Cómo sabe que son espías?

—El Partido lo sabe. El Partido sabe de la gente más que ellos mismos. ¿No se lo han dicho? —La guardiana la miró, movió la cabeza y observó—: ¡Los ingleses! Los ricos se les han comido el porvenir y ustedes los pobres les han dado la comida: eso es lo que les ha pasado a los ingleses.

—¿Quién se lo ha dicho?

La mujer sonrió y no dijo nada. Parecía contenta de sí misma.

—¿Y ésta es una cárcel para espías? —insistió Liz.

—Es una cárcel para los que no son capaces de reconocer la realidad socialista, para los que creen que tienen derecho a errar, para los que retardan la marcha. Traidores —concluyó con brevedad.

—Pero ¿qué han hecho?

—No podemos edificar el comunismo sin eliminar el individualismo. No se puede planear un gran edificio si algún cerdo construye su pocilga en su terreno.

Liz la miró asombrada.

—¿Quién le ha dicho todo eso?

—Soy comisario aquí —dijo con orgullo—. Trabajo en la prisión.

—Es usted muy lista —indicó Liz, abordándola.

—Soy una trabajadora —contestó agriamente la mujer—. El concepto de los intelectuales como categoría superior ha de ser destruido. No hay categorías, sino sólo trabajadores; no hay antítesis entre el trabajo mental y el físico. ¿No ha leído a Lenin?

—Entonces, ¿la gente de esta cárcel son intelectuales?

La mujer sonrió.

—Sí —dijo—, son reaccionarios que se llaman Progresivos: defienden al individuo contra el Estado… ¿Sabe lo que dijo Kruschev sobre la contrarrevolución en Hungría?

Liz movió la cabeza. Debía mostrar interés, debía hacer hablar a la mujer.

—Dijo que no habría sucedido nunca si se hubiera fusilado a tiempo a un par de escritores.

—¿Ahora a quién fusilarán —preguntó rápidamente Liz— después del proceso?

—A Leamas —respondió ella con indiferencia—, y a ese judío, Fiedler.

Liz creyó por un momento que se iba a caer, pero encontró con la mano el respaldo de una silla, y se las arregló para sentarse.

—¿Qué ha hecho Leamas? —susurró.

La mujer la miró con sus ojillos astutos. Era muy corpulenta, de pelo escaso, estirado por la cabeza hasta reunirse en un moño sobre su gruesa nuca. Tenía cara pesada y aspecto fláccido y aguanoso.

—Mató a un guardia —dijo.

—¿Por qué?

La mujer se encogió de hombros.

—En cuando al judío —continuó—, hizo una acusación contra un camarada leal.

—¿Por eso van a fusilar a Fiedler? —preguntó Liz, incrédula.

—Los judíos son todos iguales —comentó la mujer—. El camarada Mundt sabe muy bien lo que hay que hacer con esa gente. No necesitamos a nadie así. Si entran en el Partido, creen que es propiedad suya. Si se quedan fuera, piensan que todo es conspirar contra ellos. Se dice que Leamas y Fiedler conspiraron juntos contra Mundt… ¿Se va a comer esto? —preguntó, señalando la comida en la mesa.

Liz sacudió la cabeza.

—Entonces tendré que comérmelo yo —dijo, con una grotesca muestra de que lo haría de mala gana—. Le han dado patatas. Debe de tener un amante en la cocina.

El humor de esa observación la animó hasta que acabó del todo la comida de Liz. Liz se volvió a la ventana.

En la confusión de ánimo de Liz, en su torbellino de vergüenza, dolor y miedo, predominaba el recuerdo aterrador de Leamas tal como le había visto por última vez en la sala, sentado rígidamente en la silla y con los ojos apartados de los suyos. Ella le había fallado y él no se atrevía a mirarla antes de morir: no quería dejarle ver el desprecio, el miedo quizá, que estaba escrito en su cara.

Pero ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? Si por lo menos Leamas le hubiera dicho lo que él iba a hacer —ni siquiera ahora le resultaba claro a Liz— hubiera mentido y hecho trampas por él, cualquier cosa, con tal de que se lo hubiera dicho. Seguro que él lo comprendía: seguro que la conocía lo bastante bien como para darse cuenta de que al fin ella haría todo lo que él dijera; de que ella asumiría su forma y su ser, su voluntad, su vida, su imagen, su dolor, si pudiera: de que sólo rezaba por tener ocasión de hacerlo. Pero, si no se lo decía, ¿cómo iba a saber contestar a esas preguntas veladas e insidiosas? Parecía no tener fin la ruina que le había causado.

Recordaba, en la situación febril de su ánimo, que de niña la había horrorizado llegar a saber que con cada paso que daba, millares de pequeñas criaturas quedaban destruidas bajo sus pies; y ahora, tanto si mentía como si decía la verdad —o incluso, estaba segura, si se callaba—, se había visto obligada a destruir un ser humano; quizá dos, pues, ¿no estaba también el judío, Fiedler, que había sido amable con ella, cogiéndola del brazo y diciéndole que volviera a Inglaterra? Fusilarían a Fiedler, eso es lo que decía la mujer. ¿Por qué tenía que ser Fiedler? ¿Por qué no el viejo que hacía las preguntas, o el rubio de la fila de delante entre los guardias, el que sonreía todo el tiempo? Adondequiera que se volviese observaba su cabeza rubia y lisa y su rostro liso y cruel, sonriendo como si fuera una broma estupenda. La consoló que Leamas y Fiedler estuvieran del mismo bando. Se volvió otra vez a la mujer y preguntó:

—¿Por qué esperamos aquí?

La guardiana apartó el plato y se puso de pie.

—Esperamos instrucciones —contestó—. Están decidiendo si debe usted quedarse.

—¿Quedarme? —repitió Liz con aire vacío.

—Es cuestión de declaraciones. Quizá sometan a juicio a Fiedler. Ya se lo dije: sospechan una conspiración entre Fiedler y Leamas.

—Pero ¿contra quién? ¿Cómo podía conspirar en Inglaterra? ¿Cómo vino aquí? Él no es del Partido.

La mujer movió la cabeza.

—Es secreto —replicó—. Es sólo asunto del Presidium. Tal vez el judío le trajo aquí.

—Pero usted sí lo sabe —insistió Liz, con una nota de halago en la voz—; usted es comisario en la prisión. Seguramente se lo han dicho.

—Quizá —contestó la mujer, ufana—. Es un asunto muy secreto —repitió.

Sonó el teléfono. La mujer lo cogió y escuchó. Al cabo de un momento, lanzó una ojeada a Liz.

—Sí, camarada. Enseguida —dijo, y colgó.

—Se va a quedar —añadió con brusquedad—. El Presidium va a considerar el caso de Fiedler. Mientras tanto, se quedará aquí. Ése es el deseo del camarada Mundt.

—¿Quién es Mundt?

La mujer puso cara astuta.

—Es el deseo del Presidium —dijo.

—No quiero quedarme —gritó Liz—. Quiero…

—El Partido sabe de nosotros más que nosotros mismos —replicó la mujer—. Debe quedarse aquí. Es el deseo del Partido.

—¿Quién es Mundt? —le volvió a preguntar Liz, pero la otra siguió sin contestar.

Lentamente, Liz la siguió a lo largo de pasillos interminables, a través de verjas vigiladas por centinelas, pasando ante puertas de hierro de las que no salía ningún ruido, bajando escaleras inacabables, cruzando campos enteros muy por debajo de la tierra, hasta que creyó haber llegado a las entrañas del mismo infierno: nadie le diría cuándo habría muerto Leamas.

No tenía idea de qué hora era cuando oyó los pasos en el corredor de fuera de su celda. Podrían ser las cinco de la tarde; podría ser medianoche. Estaba despierta, mirando fijamente la tiniebla negra, ansiando un ruido. Nunca había imaginado que el silencio pudiera ser tan terrible. Había gritado una vez, y no había recibido ni el eco, nada. Sólo el recuerdo de su propia voz. Se había imaginado el sonido rompiendo contra la oscuridad maciza como un puño contra una roca. Había movido las manos a su alrededor, sentada en la cama, y le había parecido que la oscuridad las hacía pesadas, como si fuera a tientas por el agua. Sabía que la celda era pequeña, que contenía la cama en que estaba sentada, una palangana sin grifos y una tosca mesa: lo había visto al entrar. Luego la luz se había apagado, y ella echó a correr locamente adonde sabía que estaba la cama, golpeándose las espinillas con ella, y se había quedado allí, con escalofríos de miedo. Hasta que oyó los pasos, y la puerta de su celda se abrió de repente.

Le reconoció enseguida, aunque sólo podía discernir su silueta contra la pálida luz azul del pasillo: la figura esbelta y ágil, la línea clara de la mejilla y el corto pelo rubio, apenas acariciados por la luz de atrás.

—Soy Mundt —dijo—. Venga conmigo, enseguida.

Su voz era despectiva, pero contenida, como si estuviera afanoso de que no le oyera nadie más.

Liz, de repente, se sintió aterrada. Recordó lo de la guardiana: «Mundt sabe qué hay que hacer con los judíos.» Se quedó de pie junto a la cama, mirándole pasmada, sin saber qué hacer.

—De prisa, tonta —Mundt se adelantó y la agarró por la muñeca—; de prisa.

Ella dejó que la sacara al pasillo. Desconcertada, observó cómo Mundt volvía a cerrar silenciosamente la puerta de su celda. Él la cogió rudamente del brazo y la obligó a avanzar con rapidez por el primer pasillo, medio corriendo, medio andando.

Liz oía el zumbido lejano de los acondicionadores de aire; y, de vez en cuando, el ruido de otros pasos desde pasillos que desembocaban en el de ellos. Se dio cuenta de que Mundt vacilaba, e incluso se echaba atrás, al llegar a otros pasillos; luego seguía adelante, se aseguraba de que no viniese nadie, y entonces le hacía señal de continuar. Parecía suponer que ella querría seguir, que sabría el motivo. Era como si la tratara igual que a un cómplice.

Y de repente se detuvo y metió una llave en la cerradura de una sucia puerta de metal. Liz aguardó, con pánico. Él empujó brutalmente la puerta hacia afuera, y el aire dulce y fresco de un atardecer de invierno sopló contra la cara de Liz. Él le hizo otra vez señas, siempre con la misma urgencia, y Liz le siguió bajando dos escalones hasta un sendero de grava que se prolongaba a través de un descuidado huertecillo.

Siguieron el camino hasta una complicada puerta gótica que daba a la carretera, atrás. Ante la puerta había aparcado un coche, y a su lado, de pie, estaba Alec Leamas.

—Manténgase a distancia —le avisó Mundt cuando Liz empezaba a adelantarse—. Espere aquí.

Mundt se adelantó, y durante lo que le pareció un siglo, observó a los dos hombres de pie, juntos, hablando tranquilamente entre ellos. El corazón le latía locamente; todo su cuerpo era un puro escalofrío de miedo y frío. Por fin volvió Mundt.

—Venga conmigo —dijo, y la llevó a donde estaba Leamas.

Los dos hombres se miraron un momento.

—Adiós —dijo Mundt, con indiferencia—. Es usted tonto, Leamas —añadió—. Ésta no es más que basura, como Fiedler.

Y se volvió sin decir una palabra más, para desaparecer rápidamente en la luz crepuscular.

Ella extendió la mano y le tocó, y él se volvió a medias, apartándole la mano al abrir la puerta del coche. Leamas le hizo señal con la cabeza para que entrara, pero ella vaciló.

—Alec —susurró—, Alec, ¿qué haces? ¿Por qué te deja ir?

—¡Calla! —siseó Leamas—. No pienses siquiera en eso, ¿oyes? Entra.

—¿Qué es lo que ha dicho de Fiedler? Alec, ¿por qué nos deja marchar?

—Nos deja marchar porque hemos hecho nuestro trabajo. ¡Métete en el coche, de prisa!

Bajo la sugestión de su extraordinaria voluntad, ella se metió en el coche y cerró la puerta. Leamas entró a su lado.

—¿Qué pacto has hecho con él? —insistió, con la sospecha y el miedo elevándose en su voz—. Dijeron que habíais tratado de conspirar contra él, tú y Fiedler. Entonces, ¿por qué te deja marchar?

Leamas había puesto en marcha el coche y pronto avanzaba rápido por la estrecha carretera. A ambos lados, campos desnudos; a lo lejos, oscuras colinas monótonas se mezclaban con la oscuridad que se espesaba. Leamas miró el reloj.

—Estamos a cinco horas de Berlín —dijo—. Tenemos que llegar a Köpenick a la una menos cuarto. Deberíamos hacerlo fácilmente.

Durante algún tiempo, Liz no dijo nada; miró pasmada por el parabrisas la carretera vacía, confusa y perdida en un laberinto de pensamientos. Una luna llena había surgido y la escarcha se posaba en largos sudarios a través de los campos. Desembocaron en una autopista.

—¿Me tenías en la conciencia, Alec? —dijo ella, por fin—. ¿Por eso hiciste que Mundt me dejara marchar?

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