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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (20 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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Nunca había mirado con los mismos ojos la lucha por obtener votos y la lucha por vender. Acaso eso era porque les reducía a lo que eran de veras, pensaba. Era fácil, cuando había alrededor de una docena en una reunión de Sección, reedificar el mundo, marchar en la vanguardia del socialismo y hablar de la inevitabilidad de la historia. Pero luego tenía que salir a la calle con una brazada de
Daily Worker
, a menudo esperando una hora o dos para vender un ejemplar. A veces hacía trampas, como los demás, y pagaba una docena de su bolsillo sólo para salir del paso y marcharse a casa.

En la siguiente reunión presumían de ello, olvidando que también los habían comprado ellos mismos: «¡La camarada Gold vendió dieciocho ejemplares el sábado por la noche; dieciocho!» Entonces salían en las actas, y también en el boletín de la Sección. El Distrito se frotaba las manos, y quizá la mencionaban en aquel pequeño espacio de la primera página sobre el Fondo de Lucha. Era un mundo muy pequeño y ella deseaba que fueran más honrados. Pero también se mentía sobre todo aquello. Tal vez todos se mentían. O quizá los otros entendían mejor por qué uno tenía que mentirse tanto. Le parecía muy raro que la hubieran hecho secretaria de Sección.

Fue Mulligan quien la propuso: «Nuestra joven, vigorosa y atractiva camarada…» Pensaba que dormiría con él si conseguía que la hicieran secretaria. Los otros habían votado a favor de ella porque les era simpática, y porque sabía escribir a máquina: porque haría de veras el trabajo sin intentar que ellos fueran a hacer encuestas por las casas los fines de semana. No demasiado a menudo, de todos modos. Habían votado por ella porque querían un club decentito, agradable y revolucionario, sin complicaciones. Fue un verdadero fraude.

Alec parecía haberlo comprendido: simplemente, no lo había tomado en serio. «Unos crían canarios, otros se apuntan al Partido», había dicho una vez, y era verdad. En todo caso, era verdad en Bayswater South, y el Distrito lo sabía perfectamente. Por eso resultaba tan curioso que la hubieran designado: por eso se resistía mucho a creer que el Distrito hubiera intervenido en ello. Estaba segura de que la explicación era Ashe. Quizá se había vuelto loco por ella, quizá no era afeminado, sino que sólo lo parecía.

Liz se encogió de hombros exageradamente, esa clase de ademán violento que hace la gente cuando está emocionada a solas. En todo caso, iría al extranjero, gratis, y le parecía interesante. Nunca había estado en el extranjero, y desde luego que no podría pagarse el viaje. Bien es verdad que tenía reservas respecto a Alemania. Sabía, le habían dicho que Alemania Occidental era militarista y revanchista, y que Alemania Oriental era democrática y pacifista. Pero dudaba que todos los buenos alemanes estuvieran en un lado y todos los malos en el otro. Y los malos eran los que habían matado a su padre. Acaso por eso el Partido la había elegido, como un generoso acto de reconciliación.

Quizá era eso en lo que pensaba Ashe cuando le había hecho todas aquellas preguntas. Desde luego; ésa era la explicación. De repente, se llenó de un sentimiento de calor y gratitud hacia el Partido. Se acercó a la mesa y abrió el cajón donde, en una vieja cartera escolar, guardaba el papel de cartas de la Sección y los sellos correspondientes. Metió una hoja de papel en su vieja máquina «Underwood» (se la habían mandado del Distrito al enterarse de que sabía escribir a máquina: saltaba un poco, pero por lo demás estaba bien), y escribió una bonita carta de agradecimiento, aceptando. El Centro era una cosa estupenda: severo, benévolo, impersonal, perpetuo. ¡Eran buena gente, muy buena. Gente que luchaba por la Paz!

Al cerrar el cajón vio la tarjeta de Smiley.

Recordó al hombrecito con la cara seria y fruncida, parado en la puerta de su cuarto. diciendo: «¿Sabía el Partido lo de usted y Alec?» Qué tonta era. Bueno, esto la distraería del asunto.

XVI. Detención

Fiedler y Leamas recorrieron en silencio todo el camino de vuelta. En medio de la oscuridad, las colinas eran negras y enormes y los puntos de luz luchaban con la oscuridad espesada como las luces de barcos lejanos en el mar.

Fiedler aparcó el coche bajo un cobertizo que se encontraba al lado de la casa y caminaron junto a la puerta principal. Iban a entrar en la casa cuando oyeron un grito desde los árboles, seguido por el nombre de Fiedler, gritado por alguien. Se volvieron, y Leamas distinguió en la oscuridad, a unos veinte metros, a tres hombres en pie, que al parecer estaban esperando la llegada de Fiedler.

—¿Qué quieren? —gritó Fiedler.

—Queremos hablar con usted. Venimos de Berlín.

Fiedler vaciló.

—¿Dónde está ese maldito guardia? —preguntó a Leamas—. Debería haber un guardia en la puerta principal.

Leamas se encogió de hombros.

—¿Por qué no están encendidas las luces del vestíbulo? —volvió a preguntar. Y luego, aún indeciso, empezó a caminar lentamente hacia los hombres.

Leamas aguardó un momento; luego, no oyendo nada, caminó a través de la casa con las luces apagadas hasta el anejo de detrás. Era una destartalada barraca unida a la parte posterior del edificio y oculta, por todos sus lados, por apretadas plantaciones de pinos jóvenes. La caseta estaba dividida en tres dormitorios comunicantes: no había pasillo. El cuarto del medio era el que le habían dado a Leamas, y el cuarto más cercano al edificio estaba ocupado por dos guardias. Leamas nunca supo quién ocupaba el tercero. Una vez había tratado de abrir la puerta de comunicación entre ese cuarto y el suyo, pero estaba cerrada con llave. Atisbando por una estrecha grieta entre las cortinas de encaje, una mañana, al salir a pasear, había descubierto que sólo era un dormitorio. Los dos guardias, que le seguían a todas partes a unos cincuenta metros, todavía no habían doblado la esquina de la caseta cuando él miró por la ventana. El cuarto contenía una sola cama, hecha, y un pequeño escritorio con papeles encima. Supuso que alguien le estaría observando desde ese cuarto con lo que suele llamarse meticulosidad alemana. Pero Leamas era perro viejo para permitirse alguna preocupación por esa vigilancia. En Berlín había formado parte de su vida: si no se podía localizar, peor: sólo quería decir que tomaban mayor cuidado, o que uno perdía su dominio.

Por lo regular, siendo tan hábil en ese tipo de cosas y tan buen observador y con tan buena memoria —en resumen, valiendo tanto en su profesión—, les localizaba de todos modos. Sabía las formaciones que suele adoptar un grupo que sigue a alguien; conocía los trucos, las debilidades, las caídas momentáneas que les podían denunciar. No significaba nada para Leamas ser vigilado, pero al pasar a través de la improvisada puerta hasta la casa y la barraca, y detenerse en el dormitorio de los guardias, tuvo la certeza de que había algo que no iba bien.

Las luces de la barraca se controlaban desde algún punto central: alguna mano invisible las encendía y apagaba. Por las mañanas le despertaba el súbito fulgor de la única luz en el techo de su cuarto. Por la noche, le daban prisa para acostarse con un oscurecimiento ritual.

Eran sólo las nueve cuando entró en la barraca, y las luces ya estaban apagadas. Generalmente esperaban hasta las once, pero ahora habían apagado la luz y bajado las persianas. Estaba abierta la puerta de comunicación con la casa, así que llegaba la pálida penumbra de la entrada, pero sin entrar casi en el dormitorio de los guardias, dejándole ver escasamente las dos camas vacías. Al quedarse allí escudriñando el cuarto, le sorprendió encontrarlo vacío, y cerrada la puerta detrás de él. Quizá se había cerrado sola, pero Leamas no intentó abrirla. Estaba totalmente a oscuras. Ningún ruido había acompañado el cerrarse de la puerta, ningún chasquido ni pisada.

Para Leamas, con su instinto súbitamente alerta, fue como si la banda sonora de la película se hubiese detenido. Luego olió a cigarrillo. El olor debía de estar en el aire, pero no se había dado cuenta de él hasta ahora. Como un ciego, su tacto y su olfato se aguzaban en la oscuridad.

Llevaba cerillas en el bolsillo, pero no las usó. Dio un paso hacia un lado, apretó la espalda contra la pared y se quedó inmóvil. Para Leamas sólo podía haber una explicación: estaban esperando a que pasara del cuarto de los guardias al suyo, de modo que decidió quedarse donde estaba. Luego, desde el edificio principal de donde había llegado, oyó claramente ruido de pasos. Alguien probó la puerta que él acababa de cerrar, y echó la llave. Leamas siguió sin moverse. Todavía no. No cabía fingir otra cosa: estaba prisionero en la barraca. Muy lentamente, Leamas se agachó entonces acurrucándose, y se metió la mano en el bolsillo lateral de la chaqueta. Estaba tranquilo, casi aliviado con la perspectiva de la acción, pero por su mente cruzaban veloces recuerdos. «Casi siempre tiene uno un arma: un cenicero, un par de monedas, una estilográfica…, cualquier cosa que pinche o corte.» Era el dicho favorito del benévolo sargento galés de aquella casa, junto a Oxford, en la guerra: «Nunca usen las dos manos a la vez, ni con un cuchillo, bastón o pistola: mantengan libre el brazo izquierdo, y pónganselo sobre la tripa. Si no encuentran nada con que golpear, conserven las manos abiertas y los pulgares rígidos.»

Con la caja de cerillas en la mano derecha, la apretó a lo largo y la aplastó poco a poco, de modo que los pequeños filos de madera astillada le salieron por entre los dedos. Hecho esto, se movió a lo largo de la pared hasta que llegó a una silla que sabía que estaba en el rincón del cuarto. Sin importarle ya el ruido que hiciera, empujó la silla al centro del cuarto. Contando los pasos al apartarse de la silla, se situó en el ángulo de las dos paredes. Al hacerlo así, oyó que se abría de golpe la puerta de su propio dormitorio. En vano trató de distinguir la figura que debía de estar en la puerta, pero tampoco salía luz de su cuarto. La tiniebla era impenetrable. No se atrevía a avanzar para atacar, pues ahora la silla estaba en medio del cuarto: era su ventaja táctica, pues sabía dónde estaba, y ellos no. Debían venir a por él, a la fuerza; y no podía dejarles esperar hasta que su ayudante de fuera alcanzara el interruptor general y encendiera las luces.

—Adelante, hijos de perra presumidos —siseó en alemán—; estoy aquí, en el rincón. Venid a buscarme, ¿sois capaces?

Ni un movimiento, ni un sonido.

—Estoy aquí, ¿no me veis? ¿Qué pasa, entonces? ¿Qué os pasa? Venid, ¿no sois capaces?

Y entonces oyó que alguien avanzaba, y que otro le seguía; luego el juramento de un hombre al tropezar con la silla, y ésa fue la señal que esperaba Leamas. Tirando a un lado la caja de cerillas, se deslizó hacia delante, lenta y cuidadosamente, paso a paso, con el brazo izquierdo extendido en el ademán de quien aparta ramas en un bosque, hasta que, muy suavemente, tocó un brazo y notó el paño caliente y rasposo de un uniforme militar. Con la misma mano izquierda, Leamas golpeó cuidadosamente dos veces el brazo —dos golpes distintos—, y oyó una asustada voz junto a su oído, en alemán:

—¿Eres tú, Hans?

—Cierra el pico, imbécil —susurró Leamas, en respuesta.

Y en el mismo instante extendió la mano, agarró al hombre por el pelo, sacudiéndole la cabeza hacia delante y hacia abajo, y luego, en un terrible golpe en corte, le dio con el lado de la mano derecha en la nuca, le volvió a incorporar por el brazo, le golpeó en la garganta con un mero impulso hacia arriba del puño abierto, y después le dejó caer donde le llevara la fuerza de la gravedad. Cuando el cuerpo del hombre golpeó el suelo, las luces se encendieron.

En la puerta había un joven capitán de la Policía Popular fumando un cigarro, y detrás de él, dos hombres. Uno iba de paisano, y era muy joven. Tenía una pistola en la mano. Leamas pensó que era de esas armas checas con peine sobre la culata. Todos miraron al hombre que estaba en el suelo. Alguien abrió la puerta de fuera y Leamas se volvió a ver quién era. Cuando se volvía, se oyó un grito —Leamas pensó que era el capitán— ordenándole que se estuviera quieto. Se volvió lentamente mirando a los tres hombres.

Tenía todavía las manos en los costados cuando llegó el golpe. Pareció aplastarle el cráneo. Al caer, derivando tibiamente a la inconsciencia, se preguntaba si le habrían golpeado con un revólver de tipo antiguo, uno de aquellos con perno en el extremo de la culata.

Le despertó el viejo reincidente cantando y el carcelero aullándole que se callara. Abrió los ojos y, como una luz brillante, el dolor irrumpió en su cerebro. Se quedó inmóvil rehusando cerrarlos, observando los vivaces fragmentos coloreados que corrían por su campo de visión. Trató de darse cuenta de sí mismo: tenía los pies fríos como el hielo, y notaba el olor acre de un uniforme de recluso. El canto se había detenido, y de repente Leamas deseó intensamente que volviera a empezar, aunque sabía que nunca sería así. Trató de levantar la mano para tocar la costra de sangre que notaba en la mejilla, pero tenía las manos sujetas detrás. También debía de tener atados los pies; la sangre los había abandonado, y por eso estaban fríos.

Dolorosamente miró a su alrededor, tratando de levantar la cabeza una pulgada o dos del suelo. Para su sorpresa, vio delante de él sus propias rodillas. Instintivamente trató de estirar las piernas, y al hacerlo, todo su cuerpo fue invadido por un dolor tan súbito y terrible que lanzó un sollozante grito de angustiada compasión hacia sí mismo, como el último grito de un hombre en el tormento. Se quedó jadeando, intentando dominar el dolor; y luego, por pura perversidad de su naturaleza, intentó de nuevo, muy despacio, estirar las piernas. Enseguida volvió el dolor, pero Leamas había encontrado la causa: tenía las manos y los pies encadenados detrás de la espalda. En cuanto intentaba estirar las piernas la cadena se tensaba, apretando los hombros y la maltratada cabeza contra el suelo de piedra. Debían de haberle pegado mientras estaba inconsciente: todo su cuerpo estaba rígido y arañado, y le dolían los riñones. Se preguntó si habría matado al guardia. Esperó que ojalá fuera así.

Encima de él brillaba la luz, grande, clínica y feroz. No había muebles, sólo paredes enjalbegadas, muy cerca, en torno suyo, y la puerta de acero gris, un elegante gris carbón, ese color que se ve en las casas de Londres bien puestas. No había más. Nada en absoluto: sólo el terrible dolor. Debía de llevar tendido allí horas enteras antes de que llegaran. La luz daba calor; tenía sed, pero rehusó gritar. Por fin se abrió la puerta y allí estaba Mundt. Supo que era Mundt por los ojos. Smiley le había hablado de ellos.

BOOK: El espia que surgió del frio
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