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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (15 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
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No pudo hablar más; no hizo más que sollozar y sollozar, quieta allí, en medio del cuarto, con el rostro sofocado hundido entre sus manos, mientras el hombrecillo la observaba.

—Se ha ido al extranjero —dijo amablemente—. No sabemos bien dónde está. No está loco, pero no debía haberle dicho todo eso. Fue una lástima.

El más joven dijo:

—Ya nos preocuparemos por usted, en cuanto al dinero y esa clase de cosas.

—¿Quiénes son ustedes? —volvió a preguntar Liz.

—Amigos de Alec —repitió el más joven—; buenos amigos.

Les oyó bajar con calma por las escaleras, hasta la calle. Desde su ventana les vio meterse en su pequeño coche negro y ponerse en marcha hacia el parque.

Luego recordó la tarjeta. Se acercó a la mesa, la recogió y la puso frente a la luz. Era cara, pensó, más de lo que se podía permitir un policía. En relieve. Sin titulo delante del nombre, sin comisaría ni nada. Sólo el nombre…, ¿y quién ha oído hablar nunca de un policía que viva en Chelsea?

«George Smiley. 9 Bywater Street, Chelsea.» Y el número del teléfono debajo.

Era muy raro.

XII. En el este

Leamas se desabrochó el cinturón del asiento.

Se dice que los condenados a muerte pasan por momentos repentinos de júbilo; como si, igual que las mariposas en el fuego, su destrucción coincidiera con el alcance de sus deseos. Al seguir derecho su decisión, Leamas notó una sensación semejante: un alivio, breve pero consolador, le sostuvo durante algún tiempo. Le sucedieron el miedo y el hambre.

Leamas se iba haciendo más lento. Tenía razón Control.

Lo había advertido durante el caso Riemeck, a principios del año pasado. Karl había mandado un mensaje: tenía algo especial para él y hacía una de sus raras visitas a Alemania Oriental, alguna conferencia legal en Karlsruhe. Leamas se las había arreglado para lograr un billete de avión para Colonia, y había cogido un coche en el aeropuerto. Era todavía muy pronto, y esperaba no encontrar la mayor parte del tráfico en la autopista a Karlsruhe, pero los pesados camiones ya estaban en marcha. Recorrió setenta kilómetros en media hora, entretejiéndose entre la circulación, arriesgándose para ganar tiempo, cuando un coche pequeño, probablemente un «Fiat», se abrió paso a la pista interior, a unos cuarenta metros por delante de él. Leamas pisó fuerte el freno, encendiendo los faros y tocando el claxon, y, por misericordia de Dios, lo evitó, lo evitó por una fracción de segundo. Al adelantar el coche vio con el rabillo del ojo cuatro niños en la parte de atrás, riendo y agitando la mano, y la cara estúpida y asustada de su padre en el volante. Siguió adelante, maldiciendo, y de repente ocurrió: de pronto, las manos le temblaron febrilmente, la cara le ardía, el corazón le palpitaba locamente. Se las arregló para apartarse de la autopista a un desvío, salió revolviéndose del coche, y se quedó respirando pesadamente y mirando pasmado el violento torrente de los gigantescos camiones. Tuvo una visión con su coche aprisionado entre ellos, aplastado y destrozado, hasta no quedar nada, nada más que el frenético gruñido de los cláxones, y las luces azules centelleando, y los cuerpos de los niños, despedazados como aquellos refugiados que mataron en la carretera entre las dunas.

Condujo lentamente el resto del camino y llegó tarde a la cita con Karl.

Nunca volvió a conducir sin que algún rincón de su memoria evocase los niños despeinados que le saludaban con la mano desde el asiento de atrás de ese coche, y su padre agarrado al volante como un labrador a la mancera del arado.

Control lo llamaría fiebre.

Estaba sentado, aturdido, en su asiento sobre el ala. A su lado había una americana que llevaba zapatos de tacón alto enfundados en plástico. Tuvo una idea momentánea de pasarle una nota para los de Berlín, pero enseguida la descartó. Ella pensaría que estaba queriendo conquistarla, y Peters lo vería. Además, ¿de qué serviría? Control sabía lo que había pasado: Control había hecho que pasara. No había nada que decir.

Se preguntó qué sería de él. Control no había hablado de eso, sino sólo de la técnica.

«No se lo dé todo de una vez, haga que trabajen para obtenerlo. Confúndales con detalles, deje cosas pendientes, vuelva atrás sobre sus pasos. Póngase testarudo, maldiciente, difícil. Beba como una esponja; no se meta con la ideología, no se fiarán de eso. Quieren tratar con un hombre que han comprado; quieren el entrechocar de los contrarios, Alec, no un convertido vergonzante. Sobre todo, ellos quieren deducir. El terreno está preparado: lo hicimos hace mucho tiempo, cositas, claves difíciles. Usted es la última fase de la caza del tesoro.»

Había tenido que acceder a hacerlo: no se puede uno retirar de la gran lucha cuando le han dejado resueltos todos los preliminares de la pelea.

«Una cosa puedo asegurarle: que vale la pena. Vale la pena para nuestro interés especial, Alec. Consérvese vivo y habremos logrado una gran victoria.»

No se creía capaz de aguantar la tortura. Recordaba un libro de Koestler en que el viejo revolucionario se había preparado para la tortura sosteniendo cerillas encendidas contra los dedos. No había leído mucho, pero eso sí lo leyó y lo recordaba.

Casi había oscurecido cuando aterrizaron en Tempelhof. Leamas observó cómo las luces de Berlín subían a su encuentro, sintió el porrazo del avión al tocar tierra, y vio a los funcionarios de la Aduana y de pasaportes que se adelantaban en la media luz.

Por un momento, a Leamas le preocupó que algún conocido de antes, por casualidad, le viera en el aeropuerto. Al avanzar, al lado de Peters, por los interminables corredores a través del inevitable control de la Aduana y de pasaportes, sin que ninguna cara conocida se volviera a saludarle, se dio cuenta de que su preocupación había sido en realidad una esperanza; esperanza de que, sin saber cómo, su tácita decisión de seguir adelante fuera revocada por las circunstancias.

Le interesó que Peters ya no se preocupara de fingir que él no era cosa suya: era como si Peters considerara Berlín occidental como terreno seguro, donde la vigilancia y la seguridad podían relajarse, un mero punto técnico en su etapa hacia el Este.

Andaban a través de la gran sala de recepción hacia la puerta principal, cuando de repente Peters pareció cambiar de idea; cambió de dirección bruscamente y llevó a Leamas a una pequeña entrada lateral que daba a un aparcamiento con parada de taxis. Allí Peters vaciló un segundo, parándose bajo la luz de la puerta, luego dejó la maleta en el suelo, a su lado, sacó deliberadamente el periódico de debajo del brazo, lo dobló, se lo metió en el bolsillo izquierdo del impermeable, y volvió a cargar con la maleta. Inmediatamente, desde el aparcamiento, los faros de un coche cobraron vida, y luego bajaron y se apagaron.

—Vamos allá —dijo Peters, y echó a andar con viveza a través del asfalto, mientras Leamas le seguía más despacio.

Al alcanzar enseguida la primera fila de coches, se abrió desde dentro la puerta trasera de un «Mercedes» negro, y se encendió la luz del interior. Peters, a diez metros por delante de Leamas, se acercó de prisa al coche, habló en voz baja con el conductor, y luego llamó a Leamas.

—Aquí está el coche. Dese prisa.

Era un viejo «Mercedes 180». Entró sin decir palabra, y Peters se sentó a su lado, en el asiento de atrás. Al arrancar, adelantaron a una pequeña «DKW» con dos hombres delante. Veinte metros más abajo, junto a la carretera, había una cabina telefónica. Un hombre hablaba por teléfono, y les vio pasar sin dejar de hablar mientras tanto. Leamas miró por la ventanilla de atrás y vio que la «DKW» les seguía. «Un gran recibimiento», pensó.

Avanzaban bastante despacio. Leamas estaba sentado con las manos en las rodillas, mirando fijamente hacia delante. No quería ver Berlín esa noche. Ésta era su última ocasión, lo sabía. Tal como estaba sentado, podía lanzar lateralmente la mano derecha a la garganta de Peters y aplastarle el promontorio de la nuez. Podría salir y echar a correr, haciendo eses para evitar las balas del coche de detrás. Estaría libre; en Berlín había gente que se cuidaría de él. Podía escaparse.

No hizo nada.

Fue muy fácil cruzar el límite de sector. Leamas nunca hubiera imaginado que fuese tan fácil. Durante diez minutos estuvieron dando vueltas, y Leamas supuso que tenían que cruzar en una hora prefijada. Al acercarse al puesto de control alemán occidental, la «DKW» aceleró y les adelantó con el ostentoso ruido de un motor forzado, deteniéndose en la caseta de la policía. El «Mercedes» esperó treinta metros detrás. Dos minutos después, el poste rojo y blanco se elevó para dejar paso a la «DKW», y al hacerlo así, los dos coches pasaron juntos, el motor del «Mercedes» gruñendo enseguida, y el conductor apretándose contra el respaldo y conduciendo con los brazos extendidos.

Al cruzar los cincuenta metros que separaban los dos puestos de control, Leamas advirtió vagamente las nuevas fortificaciones en el lado oriental del muro; dientes de dragón, torres de observación y triple tendido de alambre de espino. Las cosas se habían puesto tensas.

El «Mercedes» no se detuvo en el segundo puesto de control: las barreras ya estaban levantadas y pasaron directamente hacia adelante, sin que los «vopos» hicieran otra cosa que mirarles con gemelos. La «DKW» había desaparecido, y cuando Leamas la avistó diez minutos después, iba otra vez detrás de ellos. Ahora marchaban de prisa. Leamas había pensado que se pararían en el Berlín oriental, quizá a cambiar de coches y a felicitarse por el éxito de la operación, pero marcharon hacia el este a través de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —preguntó a Peters.

—Ya estamos en la República Democrática Alemana. Aquí le han preparado acomodo.

—Creí que iríamos más al este.

—Iremos. Primero vamos a pasar aquí un día o dos. Pensamos que los alemanes deberían tener una conversación con usted.

—Ya entiendo.

—Después de todo, la mayor parte de su trabajo ha sido en el lado alemán. Les envié detalles de su declaración.

—¿Y ellos han pedido verme?

—Nunca han tenido nada parecido a usted, nada tan… cercano a las fuentes. Mi gente estuvo de acuerdo en que deberían tener la oportunidad de conocerle.

—¿Y desde aquí? ¿Adónde vamos desde Alemania?

—Otra vez al Este.

—¿A quién voy a ver en el lado alemán?

—¿Importa algo?

—No mucho. Conozco de nombre a la mayor parte de la gente de la Abteilung, eso es todo. Me lo preguntaba, simplemente.

—¿A quién esperaría encontrar?

—A Fiedler —contestó enseguida Leamas—, subjefe de seguridad; el hombre de Mundt. Es el que hace los grandes interrogatorios. Es un hijo de perra.

—¿Por qué?

—Un hijo de perra salvaje. He oído hablar de él. Capturó a un agente de Peter Guillam y casi le mató del modo más asqueroso.

—El espionaje no es una partida de cricket —observó agriamente Peters, y después de eso se quedaron en silencio.

«Así que es Fiedler», pensó Leamas.

Leamas conocía muy bien a Fiedler. Le conocía por las fotografías de la ficha y por los informes de sus anteriores subordinados. Un hombre esbelto, correcto, muy joven, de rostro liso. Pelo oscuro, brillantes ojos oscuros; inteligente y salvaje, como había dicho Leamas. Un cuerpo delgado y vivaz que contenía una mente paciente, retentiva; un hombre, al parecer, sin ambición personal, pero inexorable en la destrucción de los demás. Fiedler era una rareza en la Abteilung: no tomaba parte en sus intrigas, parecía contento viviendo a la sombra de Mundt, sin perspectivas de ascenso. No se le podía poner ninguna etiqueta de miembro de esta pandilla o de aquella; incluso los que habían trabajado cerca de él en la Abteilung no podían decir dónde estaba en su complejo de fuerzas. Fiedler era un solitario; temido, odiado y recelado. Cualesquiera que fueran sus motivos, se ocultaban bajo una capa de sarcasmo destructivo.

«Fiedler es nuestra mejor apuesta», había explicado Control. Habían estado de sobremesa, Leamas, Control y Peter Guillam, en aquella lamentable casa como la de los siete enanitos, en Surrey, donde Control vivía con su mujer, siempre cargada de bisutería, entre mesas indias talladas, con tableros de cobre. «Fiedler es el acólito que un día apuñalará por la espalda al gran sacerdote. Es el único hombre que está a la altura de Mundt —aquí Guillam había asentido—, y le odia a fondo. Fiedler es judío, desde luego, y Mundt es lo contrario. En absoluto es una buena mezcla. Nuestro trabajo ha sido —afirmó, señalando a Guillam y a él mismo— dar a Fiedler el arma con que destruir a Mundt. A usted le toca, mi querido Leamas, animarle a usarla. Indirectamente, desde luego, porque nunca se encontrará con él. Por lo menos, espero con seguridad que nunca se encuentren.»

Entonces todos habían reído, incluso Guillam. Había parecido una buena broma en ese momento; en todo caso, buena para el nivel de Control.

Debió de ser después de medianoche.

Llevaban algún tiempo avanzando por una carretera a medio hacer, en parte a través de un bosque y en parte a través de campo abierto. Luego se detuvieron, y un momento después la «DKW» se colocó a su lado. Leamas observó, al bajar con Peters, que ahora había tres hombres en el otro coche. Dos salían ya. El tercero estaba sentado en el asiento de atrás, mirando unos papeles a la luz del techo del coche, una figura ligera medio en sombra.

Habían aparcado junto a unos establos en desuso; el edificio quedaba a unos treinta metros. Con los faros del coche, Leamas había atisbado una granja baja, con tapias de madera y de ladrillo enjalbegado. Salieron. La luna había ascendido, y brillaba con tanta claridad que las colinas con bosques, atrás, se recortaban nítidas contra el pálido cielo de la noche. Caminaron hacia la casa: Peters y Leamas abrían la marcha, y los dos hombres iban detrás. El otro hombre del segundo coche no había hecho ademán de moverse; se había quedado allí, leyendo.

Al llegar a la puerta, Peters se detuvo, esperando a que los otros dos les alcanzaran. Uno de ellos llevaba un manojo de llaves en la mano izquierda, y mientras las probaba, el otro se apartó, con las manos en los bolsillos, protegiéndole.

—No se arriesgan… —indicó Leamas a Peters—. ¿Quién creen que soy?

—No les pagan para que piensen —contestó Peters, y volviéndose hacia uno de ellos, le preguntó en alemán—; ¿Viene él?

El alemán se encogió de hombros y volvió los ojos hacia el coche.

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